Escribir sobre escribir bien es ya un exceso, porque lo único que deberías hacer para pontificar sobre la buena escritura es demostrarla. Quizá por eso se cuenta con tan pocas incursiones en este terreno, más allá de los manuales de gramática, los libros sobre claridad expositiva y los cuadernillos de caligrafía. La noción “escribir bien”, en efecto, puede llevarnos a pensar en tildes y concordancias, en sencillez y comunicabilidad, en letra manuscrita impecable. Un bando municipal puede estar bien escrito, al igual que el prospecto de un medicamento o las primeras palabras de tu hijo de seis años sobre la pizarra. Sin embargo, cuando un escritor escribe bien no importan tanto la ortografía (pues pueden habérsela corregido), la claridad (muchas veces se dice de alguien que escribe bien en la medida en la que no se le entiende) o la buena letra. Es entonces cuando escribir bien significa otra cosa: significa gracia.
Con todo, algo hay en escribir bien de los otros sentidos de este elogio. Pocos escritores tienen la desvergüenza de esperar a que los correctores de una editorial les aseen la sintaxis, y casi todos empezamos en esto memorizando que no se dice sentarse en una mesa, sino “a” una mesa, amén de mil pormenores lingüísticos más. El anhelo de buena prosa sugiere la importancia de conocer el idioma con el que vas a trabajar. Por supuesto, nunca se termina de aprender, y por eso los correctores profesionales siguen teniendo mucho trabajo.
Ellos son devotos de la norma lingüística, que establece el terreno de juego del escritor, lleno de límites, prohibiciones y usos recomendados. La norma es la automatización del idioma, la fijación de un universo previsible. “El gato maúlla”; “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”; “la policía se incautó de cuatro kilos de hachís”. Eso es escribir bien; pero ningún escritor escribe bien escribiendo así de bien.
Desvíos
El motivo se encuentra en que la corrección no tiene gracia. Acudimos a la décima acepción del diccionario para empezar a intuir qué es la gracia literaria: “Dicho o hecho divertido o sorprendente”. El formalismo ruso estableció que la desautomatización del texto es una de las características fundamentales de la literariedad. Es decir, un texto es literatura porque contiene una revolución, no dice lo que dice, no lo dice como tú lo dirías y nunca acaba de decir nada verdaderamente útil.
Escribir bien es conjurar la sorpresa, introducir desvíos en la norma. Escribir bien es lograr la expresividad a pesar de las propias palabras, que saben muy bien qué significan y con qué otras palabras pueden juntarse.
En la escuela nos enseñan que tres o más adjetivos se separan por comas y llevan la conjunción “y” entre el penúltimo y el último; por eso hemos escrito más arriba: “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”. Es una frase que podemos oír en el Metro, leer en un mail o encontrar en un artículo de prensa. Sólo informa. Si escribimos: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”, ¿estamos diciendo exactamente lo mismo?
Lo cierto es que no oiremos esta frase en el metro ni la leeremos en un mail o en un periódico: sólo los escritores producen una frase así. Ha sido suficiente con adelantar un poco la i griega para modular un significado y que diga algo más, como desde un doble fondo. La ciudad de la frase no normativa parece de hecho más ruidosa que la otra, que es más o menos igual de grande que de sucia, e igual de ruidosa que de grande. Hasta da la impresión, en la segunda frase, de que “grande” y “sucia” se proponen como sinónimos.
También suceden cosas con el significado de una frase tan simple si escribimos: “La ciudad era grande y sucia y ruidosa”. Ahora parece que odiamos esa ciudad, algo que no habíamos descubierto con: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”. Pero hay más: “La ciudad era grande, sucia, ruidosa”. Aquí el narrador es un señor muy tranquilo que tiene perfectamente asumidas las características de la ciudad de la que habla. Su sosiego vital sólo ha necesitado eliminar una conjunción para sernos revelado.
Cuando un autor que mima su prosa comenta que anda estancado, improductivo o desesperado se refiere exactamente a esto: ¿la ciudad era grande, sucia y ruidosa o era grande y sucia, ruidosa o era grande y sucia y ruidosa o era grande, sucia, ruidosa? Se trata de una frase de siete palabras, quizá seis. Una novela estándar tiene 60.000. Dense cuenta de lo difícil que es controlar el doble fondo de 60.000 cajones.
Leer bien
La primera vez que vi este uso de la conjunción “y” fue en un poema de César Vallejo: “Son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros/ la soledad, la lluvia, los caminos”. Desde entonces he utilizado este recurso en muchas ocasiones. Simplemente copio.
A lo mejor César Vallejo también copiaba, pues no resulta fácil saber cuándo aprendió uno a leer bien, y quizá leí antes algo similar en Cervantes o en Quevedo, sin apreciarlo.
¿Qué relación hay entre escribir bien y leer bien? Salvo genialidad absoluta, nadie escribe bien sin leer bien, es decir, sin copiar giros, atrevimientos y recursos de otro autor. Inventar un desvío a la norma que tenga fuerza expresiva no es tan fácil como parece: casi todos son heredados.
Tampoco leer bien resulta común, y puede decirse que la mayoría de los lectores no sabe leer. Esto casa perfectamente con la evidencia contraria: que la mayoría de los escritores no sabe escribir.
Si añadimos además que escribir bien siempre será discutible, pues lo que para unos es un gran prosista para otros es un cantamañanas, nos encontramos de pronto ante el mayor reto por escrito de todos los tiempos: resolver qué es escribir bien.
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