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¡Qué buen caballero era! - Zenda
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¡Qué buen caballero era!

El mejor poeta español del siglo XVI, con el permiso de los místicos, no llegó a ver publicadas en vida ninguna de sus composiciones. El mérito de que sus versos llegaran a la imprenta suele atribuírsele a su amigo del alma Juan Boscán, aunque en realidad fue la viuda de éste, Ana Girón de Rebolledo,...

El mejor poeta español del siglo XVI, con el permiso de los místicos, no llegó a ver publicadas en vida ninguna de sus composiciones. El mérito de que sus versos llegaran a la imprenta suele atribuírsele a su amigo del alma Juan Boscán, aunque en realidad fue la viuda de éste, Ana Girón de Rebolledo, quien a la muerte de su esposo se ocupó de llevar a buen puerto el proyecto que él había ideado para editar en un solo tomo sus poemas, añadiéndoles algunos versos de su compadre Garcilaso de la Vega. Las obras de Boscán con algunas de Garcilaso de la Vega vio la luz, así, en 1545, en una edición con membrete de la imprenta barcelonesa de Carlos Amorós. No tuvieron que pasar muchos años para que el artista invitado relegase al titular y los lectores más avisados concluyeran que era Garcilaso, y no Boscán, el que debía ingresar con todos los honores en las filas de la posteridad.

"En realidad, la estética italiana ya habían tratado de importarla en el siglo anterior Juan de Mena y el Marqués de Santillana."

En cualquier caso, algo de premonición había en aquel libro que fue póstumo por partida doble, porque si algún papel ha reservado la historia de la literatura para Juan Boscán es precisamente el de introductor de la métrica italiana en la lírica española, abriéndole en cierto modo el camino a su amigo Garcilaso y dejando el terreno abonado para que luego él fuera depositando sus semillas. En realidad, la estética italiana ya habían tratado de importarla en el siglo anterior Juan de Mena y el Marqués de Santillana. El primero empleó la octava dodecasílaba con tanta abundancia que a la susodicha estrofa pronto empezó a llamársela «octava de Juan de Mena», y el segundo hizo lo que pudo por adaptar las métricas y espíritus que inundaban la península itálica, aunque no llegaron a cuajar sus pretensiones. Hubo que esperar hasta que, en el año 1526, Juan Boscán entablara una conversación con su amigo, el humanista Andrea Navagiero, que resultó crucial en ese aspecto. Hasta aquel instante, el poeta barcelonés se había empleado con la métrica tradicional castellana, con especial predilección por las composiciones cortas de tradición provenzal en las que latía la influencia meridiana de Ausiàs March y cuya vocación se encauzaba por las sendas de lo conceptista. A partir de entonces, comenzará a experimentar las sonoridades italianas con resultados desiguales, aunque deben reconocérsele proezas como la traducción de Il Cortegiano de Castiglione o la Epístola a Diego Hurtado de Mendoza, en la que acertaba a resumir la sensibilidad de aquel tiempo nuevo que él estaba coprotagonizando.

"No se escatimaba en la adjetivación y se empezó a concebir la poesía como el más alto quehacer espiritual al que pudiera entregarse el hombre."
 

La italianización de la lírica española se concretó en varios frentes. De un lado, se hicieron fuertes como temas el amor (entendido como un anhelo insatisfecho que induce melancolía), la naturaleza (como el marco idílico en el que se encuentran y desencuentran los amantes) y los mitos grecolatinos (que casi siempre ejemplifican cuestiones relativas a las altas y bajas pasiones humanas). Del otro, se adoptaron a la hora de escribir los versos heptasílabos y endecasílabos, se fue consolidando la preferencia por determinadas estrofas (soneto, octava real, terceto, canción, silva, lira) y surgieron géneros como la oda, la epístola, la égloga o la elegía. Los poetas empezaron a buscar la belleza formal por encima de todas las cosas y anhelaban que sus textos hiciesen gala de una naturalidad elegante. No se escatimaba en la adjetivación y se empezó a concebir la poesía como el más alto quehacer espiritual al que pudiera entregarse el hombre.

Todos esos atributos atesoró desde bien joven el bueno de Garcilaso. Nacido en Toledo, miembro de una estirpe de postín y depositario de una amplia formación humanística, encarnó, en tanto que tipo dotado para las armas y las letras, el más perfecto prototipo del hombre renacentista. En su primera etapa (la de la Canción primera y la Canción segunda), quedó patente su plena asimilación del cancionero y de aquel Ausiàs March que tanto gustaba a su amigo Boscán.

"Ahí sigue, no obstante, la enigmática dedicatoria de una de las coplas garcilasianas, «a doña Isabel Freyre, porque se casó con un hombre fuera de su condición», para sembrar la duda por los siglos de los siglos."
 La segunda etapa, que se relaciona con su estancia en Italia y dio como fruto la Canción tercera, se caracteriza por el modo en que interiorizó las poética de los autores clásicos. No obstante, iba a ser la tercera la que le terminaría convirtiendo en uno de los nombres irrenunciables de la literatura española. Se aprecia en ella la influencia nítida de Petrarca, y hasta se quiso ver una correspondencia biográfica. Si el italiano lloraba en sus poemas los desdenes y la muerte de su amada Laura, desde el primer momento se quiso ver en la obra garcilasiana la sombra de una mujer que también despreciaba al poeta y fallecía acentuando hasta lo insoportable el tamaño de su soledad. Recientes estudios consideran, sin embargo, que esa mujer, Isabel Freyre, no era verdaderamente la musa de Garcilaso y que la Elisa a la que tanto idealiza en sus églogas era en realidad Beatriz de Sá, segunda mujer de Pedro Laso de la Vega, a la sazón su propio hermano. Ahí sigue, no obstante, la enigmática dedicatoria de una de las coplas garcilasianas, «a doña Isabel Freyre, porque se casó con un hombre fuera de su condición», para sembrar la duda por los siglos de los siglos.  

El cotilleo, aun así, es lo menos importante. Si Garcilaso pasó a la historia de nuestras letras fue gracias a una soberbia producción que maravilló a propios y a extraños y en la que destacaban sus tres églogas, composiciones de carácter pastoril que de algún modo resumían todo su universo creativo. Si la primera exponía el lamento ante el desdén de la persona amada y la posterior tristeza por su pérdida, la segunda unía lo bucólico a lo heroico y la tercera se afanaba en describir el paisaje del Tajo, poniéndolo en relación con el tapiz que pacientemente urden las ninfas. A esos tres hitos habrá que sumar los sonetos en los que, con gran riqueza temática, aborda las diversas capas del amor desde la perspectiva del carpe diem y las tentativas que acometió con los nuevos géneros en la Oda a Boscán, donde mezcló asuntos doctrinales con cuestiones familiares, la Elegía I, en la que manifestaba su pesar por el fallecimiento del hermano del duque de Alba, o el conocidísimo poema A la flor de Gnido («Si de mi baja lira / tanto pudiese el son, que en un momento / aplacase la ira / del animoso viento / y la furia del mar en movimiento») en el que se dirige a la esposa de un amigo para reprocharle su infidelidad. La elegancia de su estilo, su anhelo por lograr una sencillez que es sólo aparente —porque esconde una exigencia máxima a la hora de seleccionar cada nombre, cada adjetivo, cada verbo— y el espléndido aprovechamiento de unas lecturas que partían de la antigüedad para llegar hasta su propia época hacían de la suya una obra excepcional desde cualquier punto de vista.

"Quienes con él combatían contaron que fue el primer hombre en trepar por la escala, pero una piedra lanzada por el enemigo le golpeó de lleno y terminó dando con su cuerpo en el foso del castillo."

Garcilaso fue, además de noble, soldado al servicio del emperador. Combatió contra los turcos, los franceses y los comuneros, y estuvo presente en la ceremonia que se celebró en Bolonia para coronar a Carlos I como máximo cabecilla del Sacro Imperio Romano Germánico. Debido a sus desavenencias con el soberano, tras figurar como testigo en el matrimonio de su sobrino, padeció un exilio que se hizo más llevadero gracias a la intercesión del duque de Alba, que le permitió asentarse en Nápoles e, indirectamente, conocer aquello que le ayudaría a transformar las letras de su país natal. A finales de septiembre de 1536, intentó asaltar sin apenas armas una fortaleza en Le Muy, cerca de Fréjus. Quienes con él combatían contaron que fue el primer hombre en trepar por la escala, pero una piedra lanzada por el enemigo le golpeó de lleno y terminó dando con su cuerpo en el foso del castillo. Unos pocos días más tarde moría en Niza, adonde le trasladaron. Lo asistió uno de sus amigos más próximos, Francisco de Borja, que sería después canonizado por la Iglesia. También Garcilaso, aunque de otro modo, alcanzó la gloria una vez expulsado de este mundo. Decían unos juglares de San Esteban de Gormaz y de Medinaceli que Rodrígo Díaz de Vivar era un buen vasallo siempre que tenía al mando a un buen señor. También eso se le podría aplicar a Garcilaso. No cabe duda, en cualquier caso, de que él supo ser todo un caballero.   

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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