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Que bailemos sus canciones - Miguel Barrero - Zenda
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Que bailemos sus canciones

Qué fantástica esta fiesta Más presos que naranjas En mi última visita a León, las obligaciones me dejaron el suficiente tiempo libre como para cruzar los puentes que salvan el cauce del Bernesga y acercarme a lo que fue la antigua carretera de Zamora y es hoy la avenida del doctor Fleming. Quería ver la...

Qué fantástica esta fiesta

Reina una alegría desmedida en los reencuentros que hubo que postergar por la pandemia y que finalmente pueden llevarse a cabo, como si con su celebración estuviéramos declarando una victoria simbólica en la batalla que desde hace dos años libramos contra la peste. Ese alborozo colectivo, que es en realidad una reivindicación de la vida frente al pesimismo que inevitablemente inducen estos tiempos, se extiende sin ninguna clase de prejuicio por todos y cada uno de los rincones del pequeño reducto en el que Palmira y Miguel han querido celebrar sus cumpleaños, sumados para la ocasión en una sola fecha. Es un coqueto jardín perdido en las faldas del monte del Pardo, alejado de miradas indiscretas, y somos bastantes y bien avenidos quienes nos vamos dando cita allí de manera pausada, pero constante, integrados todos en un concepto, el de gente juntable, que los anfitriones han empleado como premisa a la hora de convocarnos. Se desparrama el atardecer por las laderas mientras se suceden las risas y los chascarrillos y se retoman los abrazos que tanto habíamos aplazado, y parecen nuevos los rostros de los viejos conocidos que reaparecen a la vuelta de tantos confinamientos y tantas restricciones, y se muestran especialmente amigables los de esas otras personas de las que uno sólo sabía a través de los libros y las redes y que de pronto adquieren cuerpo y voz, verbo hecho carne y sonrisa. Y así, durante unas horas, todo se detiene salvo nosotros, felices y hermosos y salvajes, radicalmente despreocupados de cuanto nos atenazaba hasta unas horas antes. La vida no suele ser nunca la fiesta en la que querríamos estar, pero alguna que otra vez se pone generosa y nos permite que bailemos sus canciones.

Más presos que naranjas

"Quería ver la casa donde había pasado su infancia el poeta Antonio Gamoneda y encontré junto a su portal una placa que reproducía un breve pasaje de uno de sus textos memorialísticos"

En mi última visita a León, las obligaciones me dejaron el suficiente tiempo libre como para cruzar los puentes que salvan el cauce del Bernesga y acercarme a lo que fue la antigua carretera de Zamora y es hoy la avenida del doctor Fleming. Quería ver la casa donde había pasado su infancia el poeta Antonio Gamoneda y encontré junto a su portal una placa que reproducía un breve pasaje de uno de sus textos memorialísticos: «En largas cintas eran llevados a los puentes y ellos sentían la humedad del río antes de entrar en la tiniebla de San Marcos, en los tristes depósitos de mi ciudad avergonzada.» Vuelvo a leer esas mismas palabras en la exposición Siempre había más presos que naranjas, concebida por José María Guijarro a partir de ellas para construir una poesía a martillazos que se dispersa por el coqueto espacio de la vieja capilla de la Trinidad, sintetizada en un puñado de piezas cuyas geometrías silenciosas tratan de emular la armonía que desprenden los versos gamonedianos. Paseando entre ellas, me viene a la memoria la mañana calurosa de primavera en que me vi bajo la ventana desde la que el niño atónito veía a los capturados que iban camino de aquel presidio que fue, en muchos casos, antesala de la muerte, y las formas a las que Guijarro ha traducido esa estupefacción se adueñan del recinto sin pretender usurparlo, como si sus contornos definieran una burbuja formada por las brumas de las que emergen los olvidos. «Ha de llover jamás y siempre», dice uno de los versos que el propio Guijarro lee antes de invitar a los asistentes a penetrar en el microcosmos que él mismo ha creado echando mano de unos materiales pobres y su imaginación exquisita, y es esa lluvia la que cae dentro del alma, la que inquieta y apacigua, mientras uno rodea sus esculturas y presta atención a las palabras impresas en las paredes de la sala y reconoce que sí, que en la decadente historia del mundo siempre ha sido más abundante el pesar que las naranjas.

Regreso a Gernika

"Al igual que ocurre hoy en Ucrania, en la España de 1936 unos quebrantaron la ley para usurpar con las armas un poder que no les correspondía"

Pertenezco a esa generación que creció con una reproducción del Gernika de Picasso colgada en el salón del domicilio familiar. Mis padres me llevaron a verlo en el Casón del Buen Retiro allá por 1985 o 1986, y aunque no conservo una imagen muy nítida del momento sí recuerdo que me sentí muy contrariado al descubrir que lo que yo creía algo único era en realidad una copia reducida de algo mucho más voluminoso y fascinante que, para mayor escarnio, sólo podía contemplarse con un cristal de por medio. Esa decepción infantil terminó derivando en una cierta inclinación sentimental hacia el cuadro. Hace mucho que perdí la costumbre, pero durante bastantes años no hubo viaje a Madrid que no incluyera una parada en el Reina Sofía para dejar que transcurrieran unos cuantos minutos delante de ese lienzo monumental que es al mismo tiempo vanguardia y clasicismo, símbolo e hipnosis. Eran tiempos en los que se daba por universalmente aceptado que las barbaries había que condenarlas vinieran de donde vinieran y que el fascismo había sido un gran error en el que convenía no reincidir. Las alusiones recientes al ataque que durante la guerra civil asoló el pueblo vasco, donde los nazis que vinieron a ayudar a Franco efectuaron los primeros bombardeos indiscriminados sobre población civil de la historia, nos indican que la lección no estaba ni mucho menos aprendida, y que o bien algunos conciudadanos nuestros han perdido el sentido común o bien han decidido despojarse del sentimiento de vergüenza que en algún momento los obligó a fingir que discrepaban de las que, ahora lo sabemos, resultaban ser sus creencias más profundas. Entre todos los relativismos que inventan los falsos liberales para intentar convencernos de que ni los totalitarios eran tan malos ni los demócratas tan buenos, mi favorito es el que dice que se cometieron atrocidades en los dos bandos de ese conflicto nuestro cuyos ecos parecen no extinguirse nunca. Dan ganas de responderles lo evidente: claro que los hubo, era una guerra y en todas las guerras hay gente dispuesta a matar por la causa que defiende. Pero es precisamente ésta la que marca la diferencia entre unos y otros: al igual que ocurre hoy en Ucrania, en la España de 1936 unos quebrantaron la ley para usurpar con las armas un poder que no les correspondía y otros se quedaron para defender la legitimidad que les había sido dada por las urnas. Que quienes entienden el matiz cuando se habla del este de Europa se empecinen en obviarlo en lo que se refiere a nuestra historia no los deja precisamente en buen lugar, porque en el reverso de su presunta equidistancia late una mirada aviesa que delata su ignorancia, o su cinismo, o su estulticia, o su maldad.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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