Pues sí, ese dicen que fue el comentario de Alfonso XIII cuando le comunicaron la cuantía del rescate que Abd-el-Krim pedía por los prisioneros españoles en su poder tras el desastre de Annual. «¡Pues sí que está cara la carne de gallina!», exclamó, cuando los rifeños pidieron cuatro millones de pesetas por las vidas de los pocos que no habían sido asesinados. Qué título para una película, ¿verdad? O para una novela, cómo no.
Bueno, no es del todo verdad que el cine haya escurrido el bulto. Lo cierto es que, sin contar algún que otro documental que ha pasado sin pena ni gloria por las diversas pantallas, al menos una película fue rodada en 1970 por Ricardo Franco, co-escrita, nada más y nada menos, que por Javier Marías. De título El desastre de Annual, la censura de la época provocó su relego al olvido.
Sin embargo, la propia incomodidad de la historia puja por hacerla salir una y otra vez. ¿Qué hizo que aquel episodio de nuestra historia reciente condicionase con determinación el devenir de la misma? Porque no, no estamos recordando Lepanto, las Navas de Tolosa, Otumba o Baler. Tampoco Aljubarrota, la Armada Invencible, Rocroi o Cavite. No, no vamos a referirnos a una batalla decisiva —ganada o perdida— de la historia de nuestro país, si bien se trata, sin duda alguna, de una de las mayores derrotas de un ejército colonial europeo, sino a una retirada plagada tanto de hechos heroicos y sacrificios como de traiciones, miserias e incompetencias. El problema de todo esto es el de siempre, que siempre pagan los mismos. Es nuestro particular naufragio de la Medusa a gran escala.
Aquel era, como los anteriores, un año de turbulencias políticas en la península. Una década atrás a España le había caído el regalo —envenenado— del protectorado del norte de Marruecos. Tras numerosas intervenciones y escaramuzas de la más diversa índole, al final se apostó por jugar fuerte y el susodicho Alfonso XIII, al igual que posteriormente haría Stalin con Zhúkov y Rokosovski, espoleó la rabia y ambición del general Silvestre, el de la buena estrella, aprovechando su rivalidad con el general Berenguer, máxima autoridad del protectorado, pero —oh, imperdonable— más joven que él. Que ni tan mal si ellos tres solitos —sí, el rey también— se hubieran ido a pegar con Abd-el-Krim y sus mariachis. Así en una jaula a ver quién era el más gallito. Bueno, tampoco habría estado de más que se hubieran llevado a buena parte del gobierno, congreso, senado y plana mayor del ejército con ellos. De esta manera habrían podido emular aquellos espectáculos de luchas de gladiadores, al modo de la batalla de Cartago de Gladiator con Máximo Décimo Meridio, o Russell Crowe, a la cabeza. Pero no, por desgracia arrastraron a un par de decenas de miles de chavales en sus delirios de grandeza.
Como heavy que soy, en esta ocasión me viene a la cabeza la canción de Manowar Warriors of the world united, en la que dice lo de que quien sueñe con ser rey, primero ha de ser un hombre, en la más pura tradición de los pueblos que hicieron colapsar la Roma Imperial. Costumbre que puede ser todo lo bárbara que se quiera, pero no deja de ser lógica y eficaz, ¿verdad? Además, ¿en el mundo animal no es el más capaz —y no el heredero de no sé quién— el líder de la manada? Pues eso. Eso sí, hay que ser justos y decir que, de los arriba mencionados, tan arrojado como inconsciente, el general Silvestre sí que sufrió y murió en su puesto con sus hombres.
De esta manera, a principios de 1921, con la idea de pacificar definitivamente a las cabilas —las tribus— rebeldes, el ejército español, tomando el campamento de Annual, situado al oeste de Melilla, como base, avanzó a una velocidad inusitada, adentrándose más de un centenar de kilómetros sin apenas oposición en territorio enemigo, dejando a su paso un sinfín de posiciones defensivas guarnecidas, salvo excepciones, por pequeños destacamentos. No tardaron en llegar los halagos mutuos y, según procediese, las palmaditas. Frases empalagosas como el mérito ha sido suyo, majestad, o su determinación ha sido esencial, excelencia, no pararían de rebotar de una a otra pared en las grandes estancias. La prensa, faltaría más, también se hizo eco de tamaña hazaña. Tras el shock de 1898, una inyección de moral como ésta era lo mejor para el país y su sociedad deprimida, aseguraban algunos.
Pero qué cosas, detalles como que los blocaos que habían jalonado el avance y engullido al ejército estaban completamente aislados unos de otros, siendo, con suerte, el heliógrafo su única forma de comunicarse con el exterior, o como que en su mayoría carecían de suministro autónomo de agua potable y que debían de realizar aguadas diarias a hasta 4 kilómetros de distancia porque, cómo no, tampoco tenían aljibes, eran sistemáticamente omitidos tanto por los periodistas como por los halagadores profesionales. Tampoco parecía tener importancia alguna —sobre todo para aquellos a los que ni se les pasaba por la cabeza ir allí— el hecho de que un porcentaje altísimo de la tropa estaba formada por reclutas bisoños que apenas sabían disparar un fusil.
Y así fueron prodigándose las alabanzas —y los lameculos— por doquier hasta que llegó aquel fatídico mes de julio de 1921. Abd-el-Krim, que a diferencia de la mayoría de las cabezas pensantes que tenía enfrente no era imbécil, vio que el momento había llegado. Poco a poco las cabilas más díscolas comenzaron a sublevarse y a organizar harcas —partidas de guerreros— que iban, poco a poco, nutriéndose de más y más rifeños y engordando hasta alcanzar el tamaño y la osadía suficiente para atacar las posiciones españolas.
No es difícil imaginar lo que a partir de entonces sucedió. Aislados, sin agua y con escasas reservas de víveres y munición —y por supuesto sin material sanitario, faltaría más— los blocaos fueron sistemáticamente atacados y cercados de uno en uno. Iban cayendo como fichas de dominó tras sufrir todas las penalidades imaginables. Los pocos supervivientes intentaban huir hacia otra posición, hasta que lo propio ocurría con ésta. Y así se iba consumando la retirada más desastrosa que pueda pensarse. Los restos del ejército iban formando columnas tratando de llegar a otro lugar, el que fuera, en el que poder refugiarse. El último objetivo, Melilla. Tan cercano como inalcanzable.
Aquí hay que hacer un inciso, y es que en medio de la podredumbre y la miseria siempre brotan las flores más delicadas. Fueron innumerables los casos de soldados y oficiales que prefirieron no rendirse o que dieron sus vidas por sus camaradas. Probablemente el hecho más notable de la historia de la caballería española se produjo aquí. El regimiento de Alcántara, al mando del teniente coronel Fernando Primo de Rivera —sí, primo del futuro dictador—, quien poco después fallecería en Monte Arruit, no cesó de realizar cargas suicidas contra el enemigo en intentos desesperados de proteger las columnas plagadas de heridos en retirada hasta que prácticamente se quedó sin efectivos. De los 691 jinetes que componían el regimiento apenas sobrevivieron 76. Llegaron a cargar cuesta arriba sin montura ni fusil, sable en mano, por las pendientes plagadas de harqueños haciendo tiro al blanco escondidos tras los arbustos. Salvando las diferencias geográficas y temporales, este hecho me recuerda a la carga de la caballería ligera británica contra los cañones rusos en Balaclava. Una pena que no tengamos aquí a Iron Maiden para recordarlo en The trooper.
El apocalipsis llegó en Monte Arruit. Allí se apelotonaron los últimos tres mil españoles. Siendo definitivamente abandonados a su suerte y, claro está, sin agua, municiones o material sanitario, el 10 de agosto los apenas dos mil supervivientes, con el general Navarro a la cabeza, aceptaron la rendición. Fue una decisión terrible a tenor del trato que los rifeños estaban dando a quienes capturaban o se rendían. Para muestra, un botón: «los españoles fueron despojados de todo cuanto llevaban de valor, incluida la ropa, después los mataron a pedradas. Algunos fueron mutilados de manera terrible: cortaron sus brazos y piernas a sangre fría, también los testículos, que se los introducían en sus bocas mientras se desangraban; otros fueron maniatados con sus propios intestinos antes de matarlos a golpes. Varios fueron quemados vivos». (El desastre de Annual: los españoles que lucharon en África, Gerardo Muñoz Lorente, Ed. Almuzara 2021). Así lo relató el único superviviente de la matanza de la casa La Ina.
Solamente se me ocurre pensar en lo que habría de estar padeciendo aquel puñado de seres humanos carcomidos por las infecciones y la gangrena y enloquecidos por la sed para confiarse a las promesas de los harqueños. Sus vidas serían respetadas y se les permitiría abandonar pacíficamente la posición y marchar a Melilla si se rendían y desarmaban. Sin embargo, nada más dejar las armas, sin apenas dejarles tiempo para salir, miles de cabileños, mujeres y niños incluidos, se abalanzaron sobre los soldados indefensos. Únicamente se respetó al general Navarro y a un puñado de oficiales a los que se hizo prisioneros. El resto fue salvajemente torturado y asesinado. Sí, los otros dos mil.
El desastre, por fin, concluyó y con ello llegaron las negociaciones para el rescate de los españoles cautivos. Cuatro millones de pesetas pidió Abd-el-Krim, el caudillo de los rifeños, por los 326 prisioneros que quedaban con vida quienes, marcados y traumatizados para siempre, no regresarían a sus casas hasta enero de 1923. «¡Pues sí que está cara la carne de gallina!», merece la pena repetirlo, cuentan que dijo Alfonso XIII.
Ah, no mucho después, por cierto, llegó la revancha y el balance de bajas se equilibró, pero esa es otra historia.
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