Un icono pop
Me resulta simpática y reconfortante la polémica que se ha armado con el cartel de la Semana Santa sevillana. Simpática, porque no deja de ser gracioso ver a mis semejantes enredados una y otra vez en la misma batalla inútil; reconfortante, porque es grato observar cómo se las arregla el arte de nuevo para revolver las conciencias más recalcitrantes. Todo esto que se pretende posmoderno es, en realidad y como suele ocurrir, más viejo que andar a pie. Al hoy indiscutible Miguel Ángel la florentina Opera del Duomo le encargó que esculpiera una figura de David como parte de un programa escultórico que contemplaba rematar los contrafuertes exteriores del ábside de Santa Maria dei Fiore con imágenes de personajes del Antiguo Testamento. Cuando el artista mostró el resultado de su trabajo, el confaloniero de justicia, Piero Soderini, juzgó que una obra de ese carácter no casaba bien con el entorno catedralicio al exhibir un carácter más civil que religioso —lo cual no dejaba de ser un eufemismo para no decir abiertamente que sus hechuras anatómicas podían suscitar que el público lo contemplara desde una perspectiva más carnal que espiritual— y decidió instalarlo en la Piazza della Signoria, a los pies del Palazzo Vecchio. Ni eso libró a la pobre estatua de padecer trapacerías —la apedrearon y le arrancaron un brazo mientras estuvo al aire libre, le destrozaron un dedo del pie izquierdo después de que la trasladaran a la Galleria dell’Accademia— ni fue aquél el único disgusto que tuvo que sufrir su autor. Tiempo después, tras decorar con sus frescos el interior de la Capilla Sixtina, a las autoridades vaticanas no les gustaron nada los desnudos de la escena que representaba el Juicio Final y llegaron a plantear su destrucción completa; la suerte quiso que finalmente el papa Pío V se limitara a ordenar al pintor Daniele da Volterra que ocultase los genitales de las figuras, razón que llevó a que el pobre hombre —un buen artista cuyo virtuosismo merece mejor recuerdo— terminara pasando a la historia con el desdichado apodo de Il Braghettone. Tanto el David como el fresco del Juicio Final nos parecen hoy de una inocencia inmaculada, igual que todos esos Cristos que, bien en la cruz o bien resucitados, muestran sus esbeltos cuerpos desnudos o en posiciones que, si se miran bien, poco tienen que ver con la ortodoxia. Tampoco nos escandaliza la Santa Teresa a la que inmortalizó Bernini en pleno orgasmo, o esos retratos del pobre San Sebastián martirizado que, me imagino, inspiraron e inspiran algo más que piedad entre sus devotos contempladores. Contra lo que pueda parecer, la relación entre el arte y la religión no siempre se desenvuelve en términos cordiales. Del Renacimiento en adelante, cuando menos, el primero ha tendido a idealizar a escala humana lo que el santoral proclama, la divinidad y la virtud, e indefectiblemente lo humano va unido a lo físico y reviste, por lo tanto, un componente corporal que no suelen aceptar de buena gana quienes se autoproclaman custodios únicos de los entresijos del alma. Quienes ven en el Resucitado de Salustiano García una suerte de blasfemia o de atentado contra los principios de la fe ignoran o quieren ignorar que eso mismo que dicen ya lo dijeron otros muchos cuando por primera vez se expusieron imágenes que ellos veneran hoy convencidos de que se encuentran ante representaciones antonomásicas de la fe verdadera, y probablemente no hayan reparado en que dentro de un siglo nuestros semejantes, suponiendo que para entonces la humanidad no se haya extinguido, los juzgarán con la superioridad socarrona que deparamos hoy a los pobres fundamentalistas que no supieron advertir la belleza que emanaban las obras maestras de creadores a los que nadie cuestiona. Lo que ha hecho Salustiano García no es más que leer la tradición desde una perspectiva contemporánea, que es en lo que al fin y al cabo consiste el arte, y dar un paso más en el camino que llevó a que Cristo coronara su protagonismo absoluto en el Nuevo Testamento erigiéndose en el más antiguo y recurrente icono pop.
La memoria en venta
Lo que se venía temiendo ha sucedido y Velintonia —el nombre por el que se conoce la casa donde residió Vicente Aleixandre durante la mayor parte de su vida y que se encuentra en la calle que una vez tuvo ese nombre y ahora lleva el del poeta— acaba de salir a subasta. Se oferta en una página web inmobiliaria al módico precio de cinco millones de euros y supongo que no tardará en aparecer un comprador dispuesto a invertir en el inmueble, teniendo en cuenta que se encuentra en una zona golosa desde el punto de vista urbanístico y que en Madrid se predica mucho ese apostolado de la especulación que tan nefastas consecuencias ha venido deparando, y las que quedan. La noticia es triste porque en ese lugar vivió uno de nuestros premios Nobel y por él pasó casi toda la Generación del 27 y buena parte de los autores que aportaron con su obra un poco de luz a un tiempo oscuro. No suelen ser fáciles las cosas en el terreno de la gestión pública y, aunque no conozco el caso en detalle, la experiencia me lleva a deducir ciertos factores —un vendedor que exige un precio muy superior al de la tasación, unas administraciones que en consecuencia se ven incapaces de actuar, una legislación o una burocracia que dificultan la toma de medidas excepcionales atendiendo a una particularidad que no contempla ningún articulado— que impiden culpar directamente a nadie porque la nebulosa es tan densa que resulta complejo o imposible repartir las responsabilidades. Es fácil sucumbir a la tentación de mentar esa supuesta idiosincrasia nacional que nos hace despreciar a artistas y creadores varios por tratarse éste de un país de necios —y se podrían poner, en verdad, ejemplos abundantes—, pero se debe tener en cuenta que, al menos en nuestro tiempo, ese vicio se ha extendido bastante: me hace saber Ignacio García Vidal, director de orquesta y viejo cómplice de aquelarres salmantinos, que en Italia venden la casa de Sant’Agata di Villanova en la que vivió Verdi, y desde hace poco el hotelito de Collioure en el que murió Antonio Machado acoge un apartahotel. No puede uno dejar de pensar que cuando ocurren estas cosas es como si una sociedad pusiera a la venta su memoria, bien porque no le interesa o bien porque le parece algo completamente prescindible, y priorizara así la rentabilidad económica frente al enriquecimiento cultural y social. No habrá en Velintonia una casa de la poesía, como reclamaban quienes a lo largo de estos años han venido alertando de su estado ruinoso y sus nulas expectativas de futuro, pero es probable que dentro de no mucho los turistas puedan alojarse en ella, a un precio razonable, para pasar cómodamente sus vacaciones sobre las ruinas de un legado que debería enorgullecernos pero que, a decir verdad, puede que no merezcamos.
En el aniversario de una muerte
Leí por primera vez Rayuela a la edad de dieciséis años, unos meses antes de conocer París gracias al viaje de estudios que organizó mi instituto. El libro me impactó de tal modo que cuando al fin llegamos a la capital francesa y todos anhelaban encaramarse cuanto antes al último piso de la torre Eiffel yo suspiraba por pisar el Pont des Arts a ver si me encontraba con la Maga. Pasaron los años y el libro fue creciendo en mi memoria, pero cuando regresé a él, sobrepasados los treinta, no encontré entre sus páginas ni medio rastro del fulgor que tanto me había deslumbrado en mi juventud tierna. He dado con otras personas a las que les ha ocurrido lo mismo, y aunque al decirlo parezca que quiero hacer de menos las aptitudes de Cortázar no hay nada que quede más lejos de mi intención: no es nada sencillo epatar a un adolescente con una historia —o «no historia»— tan viajera y, por momentos, rocambolesca —tan saltimbanqui, cabría añadir o precisar—, ni conformar un imaginario tan sugerente en torno a una ciudad que la literatura ha venido exprimiendo desde antiguo. Entre medias conocí, además, al Cortázar cuentista, que no sólo pierde con los años sino que gana enteros a medida que se vuelva a él, como si sus relatos fueran creciendo con uno, y por el que no he dejado de sentir una fascinación que me ha llevado a incurrir en alguna que otra extravagancia, como cuando mareé a Jaime Clara para que me llevara a conocer el hotel Cervantes de Montevideo, aquél en el que el fabulador argentino quiso ubicar una puerta condenada. Hace unos pocos años tuve previsto otro viaje a París que frustró una huelga ferroviaria. Habíamos reservado un hotel en el barrio de Montparnasse, bastante cerca del cementerio, y me hice el propósito de aprovechar para rendir visita al gran cronopio, cuya última morada se encuentra en aquellos predios. Me he acordado ahora que va a cumplirse el cuadragésimo aniversario de su muerte y vuelvo a sus narraciones con la avidez con que se aferra el náufrago a la tabla. «Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas», dijo una vez, y quizá sea la frase que mejor resume su poética, pero también la puerta a partir de la cual se abre el camino.
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