Antaño los gigantes poblaban la tierra. Lo afirma la Biblia y así debió de ser. De eso ha habido pocas dudas hasta tiempos recientes. No era extraño que hallazgos ocasionales de huesos pertenecientes a tan formidables seres, aparecieran entre los objetos de algún naturalista o de algún coleccionista de rarezas antediluvianas.
Pero la sabiduría de los herreros, forjadores de hachas, derrotó a todos. Primero desmocharon los bosques; y los gigantes, grandes emboscados, sintieron por primera vez miedo ante los hombres. Favor que se debe, quizá, a Tubalcaín, nieto del célebre verdugo que acabó con Abel, y primer herrero del mundo. Reducidos a la condición de alimañas, los gigantes se ocultaron para aparecer sólo esporádicamente en una intermitente guerra de guerrillas contra la humanidad, o para gobernar apartados rincones de la tierra con feroz crueldad, lo más lejos del mundo conocido, cerca de grutas que quizá fueran la puerta a los infiernos.
Acaso de su raza fuera aquel Goliat, derrotado por un juvenil David. Goliat era todo músculo y estatura. David, casi un niño, era pastor, sabía música y dominaba el arte de lanzar con honda; este sería otro nieto de Caín y en su cerebro aún crecía la semilla del árbol de la ciencia que Adán comió en el Paraíso. Músico, pastor, experto hondero, y por tanto, hábil calculando masa, movimiento y velocidad. Con tales talentos racionales, debía acabar siendo rey y grande matador de gigantes. Caballeros tan valientes como David cabalgaron a lo largo de los siglos para erradicar a la raza de los seres descomunales, de los cuales unos cayeron en combate, mientras que otros se unieron a sus antiguos enemigos y durante un diminuto lapso de tiempo apoyaron a unos guerreros contra otros, convirtiéndose en gobernadores de ínsulas, señores y alcaides de castillos.
Pero al final, murieron. Y una vez que tan espantoso enemigo desapareció, se sintió una nostalgia terrible, se padecía una ausencia espantosa. Decían verlos en cualquier parte. Algunos afirmaban haber encontrado grandes calzadas de piedra, antaño construidas por ellos, o que había gigantes en los bosques de Germania; otros afirmaban que gigante fue algún emperador tracio, cuyo anillo servía de brazalete en la muñeca de su, sin duda, desventurada esposa, y que hubo gigantes cerca de los soberanos de Constantinopla; otros cuentan, en fin, que los últimos gigantes se emplearon como jornaleros en la construcción de palacios para los dioses del norte, o que se encastillaban en algunos lugares, construyendo altos muros con enormes bloques de piedra, detrás de los cuales solo había un permanente invierno que espantaba a los humanos, y así vivían, escondidos, cientos de años.
En fin, hay, por último, quien los vio en las llanuras manchegas, brotando del torbellino de viento y polvo que se levantaba cuando se mezclaba la tierra rojiza con los haces de luz del dorado sol castellano, bajo un cielo azul pesado como la bóveda de un templo; mas fue tan sólo para que instantes después, por obra de algún desconocido encantamiento, los gigantes quedaran convertidos en molinos de viento, ruda maquinaria de madera y piedra, contra la que se estrellaron los últimos y escasísimos seres humanos nacidos con el don de la ilusión.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: