Siempre he sentido pasión por la geografía. Los atlas con el cauce de los ríos, las capitales de los países y las coloridas banderas, eran un juguete para los tres hermanos cuando hacíamos girar el globo terráqueo que teníamos en casa.
Hoy, todavía esos viejos nombres me resultan evocadores, como la isla de Taprobana, la actual Sri Lanka que hace unos meses tuve la gran fortuna de conocer para cartografiarla con los cinco sentidos. En ningún otro lugar del mundo he disfrutado tanto de las sonrisas, tan gratuitas como sinceras, sanas, cercanas y contagiosas.
El gran Megástenes, viajero, geógrafo y escritor griego ya se aventuró por esos lares en siglo IV a.C., y detrás de él, otros ilustres olvidados de los que me acordado al visitar el Museo de la cartografía de Ciudad de México.
El pequeño museo, en el interior del templo de San José del Ex-Convento de San Diego, en la colonia Tacubaya, está rodeado como si fueran fosos por carreteras ruidosas como el Periférico. Cuesta tanto encontrar el acceso que solo viajeros pertinaces y tozudos como el que firma, experto en laberintos vitales, logran acceder.
En su interior, amén de reproducciones de códices mesoamericanos (los auténticos lo mismo están en Upsala que en Madrid o París), las menciones a Colón, Cortés o Hudson sobreviven a la censura contemporánea que pretende borrar como una escoba los hechos pasados en la Historia.
Entre viajeros, aventureros, exploradores y cartógrafos, me re-encontré con mi buen amigo Claudio Ptolomeo. Todas las ciudades del mundo deberían tener en su callejero una calle, avenida o plaza en honor a Claudio Ptolomeo (en latín, Claudius Ptolemaeus). Su labor, con sus comprensibles errores, es tan inconmensurable, que cuesta ver como ha quedado tan enterrado en los estratos de polvo de apenas dos mil años.
En México es Zapopan, en el estado de Jalisco, la ciudad que recuerda su existencia. Mientras que en Cáceres, Extremadura, a Ptolomeo lo dejaron casi fuera del mapa, en una zona de polígonos, algo que también pasa en la localidad gaditana El Puerto de Santa María.
¡Ay, si Ptolomeo levantase la cabeza!… Lo primero que haría es ponerse a mirar en Google Maps el planeta, descubriendo que su teoría geocéntrica no era correcta. Seguramente no le consolaría comprobar que en pleno siglo XXI sigue habiendo estúpidos que promulgan el terraplanismo. De lo que sí se alegraría es de saber que su obra, Almagesto, sobrevivió a desastres como la quema, terremotos y tsunamis que acabaron con la biblioteca de Alejandría, gracias a los manuscritos árabes, y de ahí su nombre.
Megástenes, decíamos, describió el Himalaya y la isla de Taprobane, y Ptolomeo la cartografió con un mapa que dan ganas de enmarcarlo. También encontramos a la isla del Índico en la Tabula Peutingeriana, perdida en el tiempo, pero de la que hay una maravillosa copia de un monje alsaciano del siglo XIII en la Biblioteca Nacional de Austria en Viena.
La influencia de Ptolomeo fue tal que en el siglo XV, Francesco Berlinghieri, erudito y humanista italiano, bebía de la influencia del griego clásico, siendo uno de los primeros en imprimir un texto basado en la Geographica de Ptolomeo.
Con la llegada de portugueses y holandeses, la misteriosa Taprobana fue dibujada en los mapas, desde sus costas hasta el salvaje y exótico interior en el que los reinos de Anuradhapura, Polonowanura o Kandy intentaban resistir en avance de los invasores europeos.
El holandés-flamenco Petrus Plancius, astrónomo, cartógrafo y clérigo, fue desvelando parte de las tierras ignotas en 1595, y más tarde, en 1681, Robert Knox publicaba en Londres en su libro An Historical Relation of the Island Ceylon, un grabado de Sri Lanka. Pero quizá fue con el grabador Nicolaes Visscher II cuando se perfiló con gran lujo de detalles la isla en 1691. Otros grandes cartográficos del francés Alain Manesson Mallet, el inglés Robert Morden mostrando el territorio tamil, o los de los ingenieros británicos a lo largo del XIX acabaron por representar la orografía de Ceilán.
Taprobane llegó a generar tanta imaginación que lo mismo Miguel de Cervantes la nombraba en El Quijote, que Niccolò Da Conti ya en el siglo XV la identificaba erróneamente con una isla más pequeña, o que Tommaso Campanella la volviese a mencionar en su obra Civitas Solis en 1602, cuando ya los portugueses llevaban casi un siglo comerciando con la canela y otras especias.
Después vinieron los holandeses, y cuando Napoleón los pilló desprevenidos mirando las gemas cingalesas tuvieron que ceder la isla a los británicos.
Los vecinos portugueses y los neerlandeses se mezclaron en ocasiones con la población local, y fruto de ello sus descendientes criollos, los llamados burghers, aún conservan apellidos como Dinis o Martin. Todavía hoy llaman a su tierra Ceilão (pronunciada Silum), y con algunos de ellos nos reímos sorprendidos por palabras conservadas siglos después como mesa, cadeira o cabeça.
Su número está tan menguado que no saben si ya son 20 o 10 mil los burghers en Sri Lanka. Pero en nuestro último viaje, cenando con nuestro amigo srilankes Philip Roshan —burgher—, nos entretuvo jugar a encontrar palabras portuguesas de raíz latina compartida con el español.
Así que, brindando por Ptolomeo con un plato tan picante que ni la cerveza local Lion apaga, hemos exclamado al unísono: ¡Saúde, á vossa! Y nos hemos sentido tan de Trapobana que hemos pedido la nacionalidad al primer elefante que nos hemos encontrado en el Parque Nacional de Yala.
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