El ciclo parece que se cierra, casi 70 veces completada la carrera de la Tierra alrededor del Sol. La vejez ha saqueado mi cuerpo, la enfermedad me ha robado incluso el habla, pues antes de bajar yo al Hades he visto primero cómo moría mi voz, y ya ni puedo oírme hablando griego. Los días del futuro ya no se yerguen ante mí como una larga hilera de velas encendidas, pocas son las que brillan ahora y solo veo los días del pasado, las velas apagadas que han quedado atrás.
Mi cuerpo se ha convertido en un pellejo viejo y agotado, mi alma podría haberse entristecido por la mísera vida que ha arrastrado, gastándose en servicios para pequeñas satrapías. Haciendo labores vulgares, me he visto entre las cuatro paredes de una existencia anodina; mas bajo la apariencia de un mar tranquilo se ha agitado un corazón inquieto que ha buscado apurar la copa del placer y la sensualidad allá donde la ha encontrado, para vengarse de todas las veces que ha debido renunciar por un mísero jornal a esperanzas más elevadas que en mi seno habían nacido.
Cuantos cuerpos he tomado y acariciado, cuantas veces he llenado y vaciado de vino las copas de los amantes, en encuentros furtivos, en lugares innombrables de mala fama o a escondidas en cualquier rincón, siempre parecía que aquellos instantes fugaces se convertían por encantamiento en una eternidad, en una imagen duradera y estable de los sagrados goces que alivian el pesar de los hombres, criaturas de un día. Y aunque a buen seguro que aquellos cuerpos han sido arrastrados ya por la corriente del tiempo, han envejecido también o habrán, los más afortunados, abandonado la envoltura mortal para descender a las profundidades, de nada me avergüenzo, y proclamo que tanto mejor así, antes que ser, como Titono, una pasa arrugada, último resto de un cuerpo bello, un amasijo de piel muerta, huesos y tendones más semejante a una cucaracha que al glorioso ser humano, inspirador de amor y deseo, del que se ha dicho que debe ser la medida de todas las cosas.
Yo también veo, igual que Antonio en mis versos, cómo el dios me abandona ahora. Me gustaría decir, pues así lo he escrito, que veo al cortejo de Dionisos marcharse de la ciudad, y que estoy conmovido, pero lejano a prorrumpir en quejas de cobarde, porque siempre he sabido que este momento estaba predeterminado, decidido desde siempre y carece de sentido querer frenar o desviar o contener el camino que el destino ha trazado para nosotros. Me despido de Alejandría y de la vida porque así reza la voluntad de los Hados desde antes del nacimiento del mundo. Veo el cortejo báquico pasar, y no hago reproches ni lamentos, quiero ser hasta el final merecedor del honor que gocé al habitar esta ciudad. Miro con ojos tristes pero valientes cómo la procesión pasa bajo mi ventana. Son mis sueños perdidos, mis fracasos y mis anhelos. No los lloro inútilmente, no reniego de ellos ni los reduzco a la categoría de fantasía vana. Voces de tiempos que aún están por llegar leerán mis versos, y mis afanes perdidos perdurarán en las poemas, devolviendo el sonido a las voces de los muertos; pero si no, al menos sé que nada me ató, al arte siempre me entregué. Sin miedo ni queja, yo, Constandinos Cavafis, voy al Hades, donde, restaurada mi voz, en griego podré hablar con mis compatriotas por toda la eternidad.
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