Portada: La nevada, de Francisco de Goya.
En el invierno de 1918 Marina Tsvetáyeva se encuentra sola en Moscú. Sufre los tormentos de la guerra civil: escasez, frío y miedo. En aquellos días terribles escribe para el teatro, y como si pretendiera escapar de la hora más grave que había vivido Rusia, dirige su mirada al pasado, hacia los siglos que quedaron atrás. Entre las obras de aquel momento se encuentra La tormenta de nieve, un drama que contiene ecos innegables de Pushkin (con rasgos reconocibles de La dama de picas, así como de su leyenda romántica también titulada La tormenta de nieve) y de Alexander Blok (cuyo poema alegórico La extraña, en el que la misteriosa personificación de la poesía se aparece a un joven artista, sirvió sin duda de primera inspiración a Tsvetáyeva).
La presencia del recién llegado despierta en la mujer sensaciones y sentimientos que ni siquiera sabía que pudiera tener. El viajero habla de manera enigmática, como si fuera un oráculo de tiempos lejanos. Ante la pregunta por su origen y el destino de su viaje, responde lacónicamente: “La tormenta me trajo, y la tormenta me llevará”. El sueño vence inexorable a los huéspedes, cansados y zarandeados por la ventisca. La hora del cambio de año se va acercando pero nadie se percata. Durante el momento que suenan las campanadas de la medianoche todos duermen en el albergue, con la excepción del desconocido y la joven. Ahora ella habla abiertamente y confiesa que, atrapada en una telaraña de engaños y conveniencias, ha abandonado familia y hogar por no vivir con un marido a quien no ama. Prefiere la ventisca a la mentira. El desconocido le infunde una extraña calma, una confianza inesperada igual que cuando lo semejante se reconoce. La condesa recuerda, como entre sueños, que un día, quizá antes de que naciera su consciencia, habitó la belleza, los anhelos puros y las regiones elevadas del espíritu, aunque ahora malviva como una desterrada en un mundo de apariencias y falsedades. Es entonces cuando revelan sus nombres: el príncipe Luna y la condesa Lanska.
El año nuevo ha devuelto a la condesa al punto inicial de su andadura, igual que la Tierra ha renovado su órbita alrededor del sol y se ha completado íntegramente el movimiento aparente de los astros. En cada final habita el espíritu de un nuevo principio. Ahora es momento para sacralizarlo efectivamente, cuando aquellos profanos, derrotados por los afanes del día, no pueden contemplar el misterio porque han cerrado sus ojos. El príncipe, semejante al sacerdote de un culto largo tiempo fenecido, coloca sus manos sobre las sienes de la condesa, ahora confiada y tranquila, infundiéndole un sueño para romper las cadenas que la atan a la tierra, para restaurar su alma en toda la grandeza que tuvo.
El extranjero, itinerante entre mundos desconocidos, abandona el lugar. Con el año, una nueva vida comienza. Desvelado el enigma, no había nadie con los ojos abiertos para contemplarlo, ni siquiera la condesa percibe ya el ruido de los cascabeles del trineo alejándose. Resuena el eco de aquellos versos inmortales escritos por Nikolái Nekrasov: “Sin volver la vista atrás deja que se aleje la troika, y no consientas que el miedo anide, de nuevo, en tu corazón”.
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