Llega un momento en la vida de todo ser humano en el que la sombra tenebrosa e implacable de la muerte hace su aparición. En un primer momento, la vida de los que están a nuestro alrededor se va esfumando, como una nube que pasa bajo y rápido por entre las montañas en un día nublado y ventoso. Apenas nos damos cuenta de que el sonido de las voces que nos rodean se va apagando. Poco a poco, nos quedamos solos y otros van ocupando el lugar de los que antes estuvieron ahí.
Pienso en estas cosas, mientras varias personas cercanas tienen que hacer frente a pérdidas irreparables. Menos mal que les queda, nos queda, el recuerdo de los instantes. Comentar y recordar viejas anécdotas siempre les mantendrá entre nosotros. Por otro lado, tener que hacer frente a no volver a ver a alguien querido nunca más es muy duro. Demasiado. Pero es parte de la vida. O eso dicen.
Para hacer frente a las pérdidas de seres queridos o conocidos vuelvo, una vez más, a ver cómo quienes han estado por aquí antes que nosotros trataban los mismos temas. El ser humano tiene una serie de respuestas que se repiten a lo largo de la Historia: los sentimientos. Y eso quedó plasmado en las dedicatorias que hacían, por ejemplo, los romanos en los epígrafes funerarios. Revisando notas y artículos sobre epigrafía funeraria latina, aparece ante mí la siguiente lápida:
«Aquí yace Optato, niño noble y diligente. Rezo por que sus cenizas se conviertan en violetas y rosas y por que la Tierra, que es su madre ahora, sea liviana para él, que en vida no fue pesado para nadie…» (CIL IX 3184).
Perder a un hijo debe de ser algo terrible. Si no estamos preparados para la muerte de alguien querido, menos aún cuando eso es contra naturam. La norma dice que padres y madres deben morir antes que sus hijas e hijos. Cuando nuestros ascendentes mueren, poco a poco se van convirtiendo, por norma general, en nuestros héroes, que un día poblaron la tierra para más tarde llegar a los Cielos, al Elíseo, o como cada persona que crea llame a ese espacio.
Pero cuando perdemos a alguien que no ha tenido la oportunidad de vivir lo suficiente, el daño es mucho peor aún. Sabemos que, hasta hace relativamente poco tiempo, en la mayoría del mundo había una mortalidad infantil tremenda, que las vacunas acabaron con parte de ese problema desde finales del siglo XVIII en adelante, y que esto a veces causa una gran interrogante para con el estudio de las relaciones familiares en la antigüedad. ¿Querían más o menos a sus hijos quienes sabían que muchos morían antes de los tres años de edad? Si nos acercamos al estudio de la epigrafía funeraria, como el ejemplo que he puesto en este mismo texto, veremos que claramente sí que les querían. Y que lloraban su pérdida, al igual que hoy en día.
Siempre he pensado que los mitos nacen de ese recuerdo magnificado que el ser humano tiene de algún hecho que quiere recordar. Ese recuerdo es aliñado con escenas propias de un héroe o de una heroína, y de esa manera se va transmitiendo hasta que alguien decide ponerlo por escrito. De esa manera, los hechos a recordar transcurrirían en una juventud que hacemos perenne, o en una madurez pausada y con las respuestas exactas a los problemas. Compensamos su marcha infinita con infinitos hechos que repetimos en bucle y que de vez en cuando hasta nos sacan una sonrisa. Así que, solo me queda recordar que debemos atesorar momentos con quienes queramos y mantenerlos en nuestra nube memorística hasta cuando podamos, porque allí es donde vivirán quienes un día conocimos.
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