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Prólogo de Aventuras ibéricas, de Ian Gibson - Zenda
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Prólogo de Aventuras ibéricas, de Ian Gibson

Coincidiendo con el 60 aniversario de su llegada a España, Ian Gibson emprende la aventura de recorrer y analizar algunos de los lugares clave de nuestra geografía para comprender el espíritu, la cultura y la realidad que nos rodea. Desde los escenarios del Quijote hasta la frontera con Portugal, desde la sección de restos íberos...

Coincidiendo con el 60 aniversario de su llegada a España, Ian Gibson emprende la aventura de recorrer y analizar algunos de los lugares clave de nuestra geografía para comprender el espíritu, la cultura y la realidad que nos rodea.

Desde los escenarios del Quijote hasta la frontera con Portugal, desde la sección de restos íberos del Museo Arqueológico hasta la Granada de Lorca, el prestigioso hispanista reflexiona con su característica ironía sobre temas que van desde la desmemoria histórica hasta la costumbre nacional de hablar a voces en los bares, al tiempo que rescata recuerdos y anécdotas de esta historia de amor, no exenta de críticas, con España.

A continuación, puedes leer el prólogo de Aventuras ibéricas, de Ian Gibson.

 

Zaratustra: Nuestro sol es la envidia de los extranjeros.

Max Estrella: ¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles?

Acaso más tristes y menos coléricos…

Quizás un poco más tontos…

RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN, Luces de bohemia

 

Corría el mes de julio de 1957 y yo bajaba por la Francia central, en tren, hacia España, país para mí todavía desconocido. Tenía dieciocho años.

El verano anterior, en Tours, se había producido en mi vida un milagro cuando, en medio de una conferencia sobre música, me di cuenta, repentinamente, de que pensaba en francés, idioma que llevaba bastante tiempo estudiando pero que nunca había hablado.

Fueron horas de inmensa felicidad y expectación. Yo ya era otro, tenía dos idiomas. Sentado ahora en mi despacho del madrileño barrio de Lavapiés, mientras escribo esto y escucho los chillidos de los vencejos que pasan raudos delante de mi ventana, vuelvo a revivir aquella experiencia trascendental. Es como si ocurriera ayer. Y eso que han transcurrido casi seis décadas desde entonces.

Llegado aquel otoño, tras la estancia en Tours, ingresé en la Facultad de Letras del Trinity College de Dublín. Si hubiera sido posible combinar Lengua y Literatura Francesas con Literatura Inglesa o, mejor, Literatura Angloirlandesa, lo habría hecho. ¿Qué aventura más alentadora, para un joven dublinés con sensibilidad literaria, que tener la oportunidad de compaginar la lectura de Joyce, Beckett, Wilde o Shaw con la de Molière, Baudelaire y Proust? Pero no existía tal opción. No había más remedio, pues, que elegir un segundo idioma románico, que me permitiría empezar desde cero, pero, ¡ojo!, con la obligación de adquirir durant e el año un nivel adecuado para poder emprender el curso siguiente. En la práctica se trataba de una disyuntiva: o italiano o español. Yo, en mi ignorancia, no sabía apenas nada ni del uno ni del otro, tampoco de sus países de origen correspondientes. Y no había nadie en mi entorno familiar que me pudiera aconsejar al respecto.

Fue entonces cuando intervino el que llamo «Factor Doñana».

Me explico rápidamente. Si bien yo tenía cierta proclividad deportista y jugaba bastante bien al rugby, al hockey y, sobre todo, al cricket, mi pasión, gracias a mi padre, era la ornitología, y, en primer lugar, los wild geese. O sea, los ánsares (o gansos) salvajes, esos grandes y huraños pájaros nómadas que, nacidos en las tundras primaverales de Escandinavia, ya desheladas, pasan el invierno, reunidos en grandes bandadas, en Europa antes de volver en marzo o abril a sus lares nórdicos para repetir el ciclo. Iba a verlos en las marismas cerca de Dublín y me fascinaban. Cuando me enteré por un conocido naturalista, Michael Rowan, de que casi 100.000 ánsares comunes invernaban en el Coto de Doñana, en la desembocadura del Guadalquivir a dos pasos de África, apenas me lo podía creer. ¿Tan al sur iban? Rowan había estado allí recientemente y presenciado el vuelo, al amanecer, de miles y miles de ellos a las dunas, donde, me aseguró, comían arena para ayudarse a digerir las castañuelas que formaban su alimentación bá- sica. No había visto nunca un espectáculo comparable. Me mostró un plano del Coto, algo arrugado, y me dio la dirección en Madrid del ornitólogo español entonces de más renombre, Francisco Bernís. Un día, insistió, tenía yo también que conocer Do- ñana. Apenas necesitaba que me lo dijera. Ya estaba convencido.

Gracias a aquel tipo rubicundo y entusiasta, a quien nunca volvería a ver, la balanza de mi vida se acababa de inclinar a favor de la Península Ibérica y me enrolé en el Departamento de Español, en vez del de Italiano, de la que iba a ser mi alma mater. Departamento regido en aquel momento por un eminente hispanista inglés, Edward Riley, reconocido por sus estudios sobre Cervantes y a quien luego debería mucho.

Aquel primer curso consistió en siete meses de gramática, clases de conversación con una encantadora dama de Teruel, de apellido Doporto, la lectura (diccionario en mano) de algunos cuentos, no recuerdo de qué autores, y, al final, con el objeto de estar mejor preparado para el nuevo año académico, un curso de verano sobre el terreno. Concretamente, en Madrid.

"Habituado como estaba al clima húmedo de Irlanda, donde nada más terminar de llover ya empieza otra vez, donde ni en pleno agosto es posible hacer planes de fin de semana, Castilla me atrajo poderosamente desde el primer instante."

Rumbo a España el tren paró en Tours, trayéndome recuerdos del «milagro» lingüístico del año anterior y del cementerio donde yace Pierre Ronsard, el poeta de la fugacidad de las rosas tan admirado por Antonio Machado. Dos décadas después Luis Buñuel haría bajar en la misma estación, en su película La Vía Láctea, a sus dos simpáticos peregrinos franceses empeñados en llegar a Santiago de Compostela. La escena del restaurante chic, con la inverosímil y acalorada discusión sobre cuestiones teológicas que mantiene el maître (un impecable Julien Bertheau) con camareros y clientes, me sigue pareciendo una de las más divertidas y geniales del cineasta de Calanda.

Solo conservo recuerdos borrosos de Hendaya, del cambio de trenes, de la aduana, del ruido. Pero nítidos los de las verdes montañas del norte, de barrancos, torrentes caudalosos y bosques y, allí arriba, girando pausadamente, mis primeros buitres.

A mediodía llegamos al desfiladero de Pancorbo, tan caro a los pintores románticos del siglo XIX, que disfrutaban exagerando la altitud de sus riscos y no eran ajenos a añadir, para más emoción, la presencia de unos bandoleros al acecho de viajeros adinerados, como en el popular grabado francés que había visto en la vitrina de un anticuario londinense.

Caía sobre Pancorbo, donde paramos media hora, un sol de justicia, un sol como jamás había conocido. Otra vez en marcha el tren penetramos en la Meseta. No estaba preparado para el shock. Sabía, desde luego, que los franceses opinaban que África empezaba en España, y que el centro de la península era una alta e inmensa planicie, pero jamás me había imaginado una llanura tan despiadada. «Ancha es Castilla»: años después tropezaría con el dicho. Y, al poco de mi arribada a Madrid, con lo de «nueve meses de invierno y tres de infierno». Ancha es, desde luego, Castilla, y, durante la canícula, infernal y calcinada, como otras muchas regiones del país. Habituado como estaba al clima húmedo de Irlanda, donde nada más terminar de llover ya empieza otra vez, donde ni en pleno agosto es posible hacer planes de fin de semana porque el tiempo es siempre imprevisible, Castilla me atrajo poderosamente desde el primer instante por su calor veraniego inmisericorde, sus gigantescas cordilleras, tan hermosas al ir declinando la tarde, y lo descarnado de su suelo, que me imaginaba, con razón, brevemente mitigada en primavera por alfombras de flores multicolores.

Esto no era, ni mucho menos, la douce France.

Ya en Madrid me instalé con una pequeña familia —viuda e hijo— en su piso de la calle de Altamirano, en el barrio de Argüelles, todo organizado desde Dublín por no me acuerdo qué asociación. Él se llamaba Sixto Olmedo, frisaría los cuarenta, trabajaba en una agencia de viajes y los fines de semana solía acudir al modesto chalet que tenía en Pozuelo de Alarcón. No recuerdo el nombre de su madre, tal vez nunca lo supe. Iba siempre vestida de negro riguroso. A veces, yo acompañaba a Sixto a Pozuelo. Allí, en el cementerio, tropecé un día con un monumento con una lista de caídos en la Guerra Civil por Dios y la Patria. ¿Guerra Civil? Yo casi nada sabía al respecto. Noté que cuando le preguntaba a Sixto por el asunto, se ponía tenso, inquieto. Una vez me dijo algo acerca de cómo hasta las paredes oyen y vuelvo a ver su expresión de nerviosismo. Tenía un amigo, un tal Gonzalo, que había sido «piloto en la guerra», suponía yo que con Franco. Sixto nos presentó, pero nunca pude sacar nada en claro.

El miedo flotaba en el ambiente. La gente temía a los «grises» y se hablaba mucho de «policía secreta», de delaciones. De vez en cuando no llegaba el Times o el Guardian. Ante mi extrañeza, Sixto me explicó a que a lo mejor habían criticado algún aspecto del régimen y había intervenido la censura. Poco a poco me fui dando cuenta de lo que era una dictadura.

No es mi propósito evocar aquí todo lo que me ocurrió aquel verano, ni muchísimo menos. Esto no es una autobiografía y antes de entrar en materia solo quería contextualizar un poco mi apego, hoy ya longevo, a las cosas de España. El curso para extranjeros en la Complutense —no logro recuperar el nombre de ninguno de mis profesores— resultó beneficioso. Ya para septiembre había avanzado bastante en mi aprendizaje del idioma, aunque, por razones obvias, sin una experiencia comparable a la del año anterior con el francés. Visitaba con frecuencia la Casa del Libro en la Gran Vía, no lejos de mi casa, y allí descubrí la Colección Austral y los hermosísimos tomitos, encuadernados en piel, de la Editorial Aguilar. No estaba mal de dinero, gracias a la generosidad de mi padre, el cambio me favorecía y pude empezar a formar una pequeña biblioteca. Conservo todavía algunos de aquellos libros iniciáticos (con la fecha de adquisición cuidadosamente apuntada), entre ellos Baroja, Los pilotos de altura; Bécquer, Obras completas (Aguilar); Góngora, Obras completas (Aguilar); Laín Entralgo, La Generación del Noventa y Ocho; Pérez Galdós, Trafalgar; Unamuno, La tía Tula; Rubén Darío, Poesías completas; Maeztu, España y Europa; y Ganivet, Idearium español y El porvenir de España.

"Ya intuía, terminado aquel curso de verano, que en España, más que en Francia, iba a encontrar mi vocación. Ello se iría ratificando durante mis cuatro años en el Trinity College."

Ya estaba vagamente al tanto —la lista de libros lo demuestra— del «tema» de España como problema, como paciente sobre el diván del sicoanalista. Sin duda, los compré pensando en el nuevo curso que me esperaba en Dublín, que iba a poner el énfasis sobre la llamada Generación del 98. De Maeztu no entendía entonces nada, y menos de Ganivet. No sé si los entendería un poco mejor si los releyera hoy, algo que no pienso hacer. Todavía faltaban dos años para que me creara aún más perplejidad Ortega con su España invertebrada. Sé ahora, tantos años después, que España siempre ha sido un problema para los españoles. Cuando Mariano Rajoy cae con frecuencia en lo de que «España es una gran nación», sospecho que pensando en los Reyes Católicos y el Descubrimiento, creo que la gran España todavía no ha cuajado: la España civilizada, orgullosa de ser un país de mestizaje cultural, de tener una mescolanza de sangres en las venas, la España que podría ser pero que todavía no es, debido en gran medida a la Guerra Civil y la larga dictadura que le siguió y muchos de cuyos tics perviven.

Aquel verano visité brevemente con mi clase Salamanca y Toledo. Me impactaron. Sobre todo Toledo, por su fabuloso emplazamiento, sus calles tortuosas y la lectura nocturna a orillas del Tajo, por uno de nuestros profesores, de una leyenda de Bécquer. No sabía entonces nada del ya mencionado Luis Buñuel y su luego célebre Orden de Toledo, grupo de amigos, entre ellos Dalí y Lorca, devotos de la ciudad. En 1957, exiliado en México, todavía no había «reaparecido» el aragonés: sería dentro de dos años, con el escándalo de Viridiana en Cannes.

Ya intuía, terminado aquel curso de verano, que en España, más que en Francia, iba a encontrar mi vocación.

Ello se iría ratificando durante mis cuatro años en el Trinity College, gracias a la excelencia y al entusiasmo de mis maestros, máxime de Donald Shaw, que me abrió las puertas de la poesía en español con un brillante curso sobre Rubén Darío, a Daniel Rogers —especialista en el teatro de la Edad de Oro, muerto mucho antes de tiempo—, a Keith Whinnom (tan ornitólogo como yo) y al mencionado Edward Riley, cuyos libros sobre Cervantes ahora releo con sumo goce. Todos ellos tienen la culpa de que yo sea hispanista y de que un día, sin poder aguantar más serlo a distancia, decidiera trasladarme aquí a vivir con mi familia.

¿Cuánto tiempo me queda para seguir investigando, descubriendo y disfrutando por esta Península Ibérica que tanto amo? Nunca será el que quisiera, de todas maneras. Mientras, antes de que sea demasiado tarde, he querido ensartar estas impresiones, incitaciones, reflexiones o como se las quiera llamar, imbuidas todas ellas, aunque quizás no siempre se note, de gratitud por lo que me ha dado este fabuloso y no siempre fácil territorio situado entre Europa y África. Territorio que, si supiera organizarse mejor, podría ser, a mi modesto juicio, casi casi un paraíso.

Autor: Ian Gibson. Título: Aventuras ibéricas. Editorial: Ediciones B. Venta: Amazon y Fnac 

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