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Primeras páginas de El asesino desconsolado, de J.M. Guelbenzu - Zenda
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Primeras páginas de El asesino desconsolado, de J.M. Guelbenzu

Julia, la mejor amiga de la juez Mariana de Marco, acaba de mudarse a un apartamento nuevo, amplio y luminoso, en uno de los rascacielos más bonitos y lujosos del barrio más moderno de la ciudad de G… Para celebrarlo, Mariana decide hacerle una visita inesperada e inaugurarlo con un brindis. Pero, al poco de...

Julia, la mejor amiga de la juez Mariana de Marco, acaba de mudarse a un apartamento nuevo, amplio y luminoso, en uno de los rascacielos más bonitos y lujosos del barrio más moderno de la ciudad de G… Para celebrarlo, Mariana decide hacerle una visita inesperada e inaugurarlo con un brindis. Pero, al poco de llegar, una llamada al timbre interrumpe la velada. Tras la puerta se encontrarán el cadáver de un hombre que ha sido apuñalado por la espalda con un cuchillo de cocina.

La casualidad, o el destino, harán que el caso le sea entregado a la juez De Marco. Los indicios la conducirán a investigar a los vecinos de esta nueva comunidad, donde parece que se encuentra el asesino, y en la que conoceremos a personajes variopintos y sospechosos. La víctima, Hernán Caldera, tenía en su haber una réplica de un cuadro no catalogado del pintor impresionista Monet, y parece ser que este será uno de los hilos más claros de los que poder tirar. Mariana se ve desbordada por este caso y por el inesperado retorno de su novio Javier, el joven periodista con el que ya comparte piso, y que siguiendo su olfato periodístico decidirá investigar la pista del cuadro por su cuenta.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de El asesino desconsolado de J.M. Guelbenzu.

 

Por lo tanto, toda la vida es una larga cadena,

cuya naturaleza se manifiesta cada vez que

nos muestra uno de sus eslabones.

Arthur Conan Doyle

Primer

eslabón

 

—¡Cáscaras! — exclamó Julia Cruz cuando su bonito anillo de Pomellato escapó de entre los dedos de Mariana de Marco, que lo estaba contemplando con deleite, y saltó por los aires sin una trayectoria definida. El anillo voló primero hacia el interior de la habitación, pero luego, como si se lo hubiera pensado mejor, cambió de rumbo dirigiéndose hacia el balcón abierto que se hallaba a espaldas de Julia. Para lo siguiente no encontró una exclamación adecuada: Mariana se había incorporado como movida por un resorte y lanzado en plongeon tras la joya. Al verla volar, Julia cerró los ojos esperando oír un alarido en el vacío o el golpe de un cuerpo contra la acera quince pisos más abajo, pero lo único que oyó fue el jubiloso grito que exhaló su amiga:

—¡Lo tengo!

Sentada directamente en el límite del piso enarbolaba sonriente y triunfante el anillo en el aire a escasos centímetros de la barandilla del balcón. Julia, angustiada, se apresuró a recuperarlo antes de que un nuevo movimiento azaroso lo enviara definitivamente al abismo, y a continuación echó una mano a Mariana para ayudarla a ponerse en pie. Entonces fue cuando oyó el alarido que unos segundos antes había echado en falta.

—¡Oh, Dios mío! ¡Mi rabadilla!

Las dos amigas se encontraban en la vivienda que Julia acababa de estrenar en el piso decimoquinto de una torre de nueva construcción situada en la confluencia de la avenida de la Constitución y las calles Belarmino y Apolonio, un edificio llamado Estrella Polar. Era una plaza abierta, un espacio despejado del nuevo G…, bien distinto al de las calles estrechas y tradicionales del casco viejo. Esa tarde, Mariana se había escapado del turno de guardia de veinticuatro horas que le correspondía cumplir para acercarse un momento a hacer la visita. El día estaba terminando con la misma tranquilidad con que empezó y, aburrida, aprovechó para hacer la escapada y conocer el piso de su amiga. En el Juzgado dejó dicho que la llamasen al teléfono móvil si la necesitaban, pero el teléfono no sonaba y ella dilataba perezosamente la visita. El piso estaba por amueblar, aunque Julia había trasladado algunos enseres de su antigua casa que parecían flotar en el espacio del local, indecisos, como esperando alguna orden para organizarse en torno a un eje que los situara y definiera como parte integrante de un hogar digno de tal nombre. Julia disponía allí de ciento ochenta metros útiles para recogerse, lo cual le parecía una barbaridad a Mariana.

—¿Y tú eres arquitecto? — le había comentado con retintín—. Ahora que tienes una oportunidad de lucirte.

—No sé — le había comentado ella—. No me hago a estas dimensiones.

—Pues imagínate que es el piso de un cliente y ponte a cavilar — le había respondido su amiga. Mariana, tras el salto acrobático en pos del anillo, se acercó cautelosamente al sofá con gesto de dolor acariciándose la región lumbar y sin soltar la mano tendida por Julia. Ésta la depositó con delicadeza entre los almohadones y se ofreció a bajar a la farmacia en busca de un linimento.

—Es que no tengo ni botiquín todavía — se excusó.

Mariana se negó a mostrar la presunta herida, o moratón al menos, de acuerdo con su carácter.

—Lo que te pasa a ti — rezongó Julia— es que te encanta hacerte la valerosa, pero lo que verdaderamente haces es esconder el miedo que tienes a descubrir que te hayas dañado en serio. Es una zona bastante delicada. O sea, que lo tuyo es cobardía y no aguante; o que aguantas por cobardía. A ver, dime, ¿qué te cuesta echarle un vistazo al golpe?

—No me cuesta nada. Es que yo sé cuándo necesito primeros auxilios y cuándo no.

—Ya. Luego, esta noche, cuando te veas en el espejo y descubras el cardenal que se te ha debido formar, empezarás, toda inquieta, a buscar razones para no ir a Urgencias, a autoconvencerte de que es sólo la hinchazón natural del porrazo, pero cada vez estarás más preocupada. Te conozco, mascarita, como dices tú.

—Vale. Mira — concedió Mariana de mala gana. Se giró de lado y levantó la falda con ambas manos y un inesperado pudor.

—¡Joder! — exclamó Julia tras apartar levemente el elástico de la braga—. Vaya golpe. Vas a conseguir un color púrpura de lo más sexy.

Mariana se bajó la falda indignada.

—Otra excusa para dejarme con el culo al aire. Lo tuyo está tomando una deriva peligrosa.

—Venga, tonta, que de verdad te va a quedar muy mono. Lo que voy a hacer es buscar una farmacia de guardia para…¡Ay, no, claro que tengo el botiquín aquí, en alguna bolsa! Espera un momento — dijo levantándose con el mejor ánimo— y te traigo el Thrombocid. Pero, de verdad — añadió mientras se alejaba—, el color de la moradura, ahí donde lo tienes, da mucho morbo. Javier sí que lo va a apreciar de veras cuando vuelva.

—¿Tu misterioso amor brasileño te pegaba? — contestó Mariana.

—¿Celosa? — se oyó comentar a Julia desde el fondo del piso.

Mariana continuaba resignada en la misma postura cuando regresó su amiga con el tubo de pomada en la mano.

—Trae, yo me la aplico.

—No puedes vértelo y yo sí, así que haz el favor.

—¡Ay!

—Ya te lo decía yo; pero sólo es la hinchazón, no tienes dañado el hueso. ¡Hala! — Con un azote en el trasero, dio por terminada la cura y cerró el tubo de pomada mientras Mariana se reacomodaba la ropa—. Ahora es cuando te voy a ofrecer otra cosa que tengo y que te va a dejar como nueva: un whisky sin soda y no sé si con hielo porque la nevera la he puesto en marcha esta misma tarde.

Reapareció otra vez con un whisky con hielo en una mano y haciendo tintinear el anillo recuperado contra el cristal del vaso.

—¿Tú no bebes nada? — preguntó Mariana.

—He dejado una botella de blanco en el congelador para enfriarlo más.

—Te olvidarás y la botella estallará.

—¿Como lo que te pasó a ti con aquella coca-cola light?

—Exactamente — gruñó Mariana.

Estaban metidas en la retirada de un invierno cantábrico que prometía una primavera ejemplar. Julia había regresado de Brasil, donde estuvo con un compañero del estudio trabajando a pie de obra en un edificio de la fundación cultural de una gran empresa. El encargo había llegado al estudio de Julia y sus compañeros por medio de un arquitecto brasileño ahora instalado en São Paulo. Mariana, por su parte, había regresado de un viaje italiano con epicentro en Bellagio, una especie de luna de miel con Javier Goitia. Una vez reinstalados en G… Javier consiguió un encargo de una revista de actualidad que le suponía desplazarse un par de semanas a una zona de Andalucía cuyo nombre no quiso revelar, de manera que Mariana se quedó sola en menos de lo que dura un suspiro y un tanto amoscada, aunque Julia jalease la recién iniciada relación de su amiga con Javier Goitia con entusiasmo y la convicción añadida de que al fin su amiga sentaba la cabeza.

Desde que iniciaron esa relación, Mariana sabía que Javier no podría tener la ciudad de G… como base de operaciones, pero como ella se encontraba a gusto con él en tierra asturiana, se había dado el curso jurídico para decidir su futuro. Sin embargo, la escapada laboral de Javier le hizo ver que sus esperanzas no casaban con la realidad. «La primera en la frente», pensó. Y a ello vino a unirse la incertidumbre de Julia por el futuro del estudio en que trabajaba.

—Ahora todo el mundo habla de la burbuja inmobiliaria, y la verdad es que a nosotros nos va fenomenal si no pincha, que no parece, pero siguen hablando y hablando como si no fuera con ellos. ¡Cáscaras! O existe o no existe, digo yo, y la verdad es que no deja de mosquearme, quizá porque cuando las cosas parecen ir bien siempre pienso que acabarán yendo mal.

Mariana no había puesto especial interés en ese asunto.

—Lo mismo que la gente en general. El dinero corre por la construcción como un río desbocado. Yo soy arquitecto, cariño, y en el estudio no dejamos de estar preocupados. Este país parece Jauja, hay dinero a espuertas, la mano de obra se ha incrementado exageradamente. ¿De dónde ha salido tanta mano de obra? Todo va bien, yo no lo niego, parecemos europeos consolidados por la Historia, pero seguimos en un país cogido con alfileres. ¿De qué vivimos ahora?: del turismo y de la construcción. Como un día uno de estos dos factores se vaya al garete, ya veremos dónde nos encontramos. Y ya me callo porque voy por mal camino, ¿no?

—No sé qué decirte. Esto ha cambiado tanto…

—Sea lo que sea, quizá haya que pensar en irse.

—¿Por qué? ¿Y dejar el estudio?

—La experiencia de Brasil me ha abierto los ojos. He trabajado en un emirato y en América. Es una experiencia. Te abre la cabeza. No sé si es bueno embotarse aquí en un estudio de arquitectura ahora que todo va bien. Quizá el día de mañana no pueda hacerlo. La posibilidad de la rutina también me asusta.

—¿Y a dónde vas a ir? ¿Al extranjero? ¿Sola? ¿A tu aire?

—Bueno, vamos a dejar el asunto. De todas maneras, tú también estás pensando en solicitar plaza en otra ciudad.

—Porque llevo demasiado en ésta. De hecho, me deberían de haber trasladado hace un año, pero ya ves.

—Dirás que soy una exagerada, pero hay una cosa que me llama la atención. Nos pasamos la vida buscando nuestro sitio, ¿no?, pues la paradoja es que en cuanto nos encontramos en un sitio en el que estamos a gusto, como esta ciudad, por ejemplo, en nada de tiempo surge algo que nos obliga a movernos y cambiar de lugar. Y así vez tras vez. ¿Es que somos tontas? ¿Es que perseguimos ilusiones y cuando las encontramos se desvanecen porque no sabemos buscar realidades? Pues no, tampoco. Es el sino, el sino maldito.

—¿Por qué te viniste a G… a trabajar como arquitecto?

—Ya. Parece raro, ¿no? O poco ambicioso. La verdad es que lo hice para foguearme, o sea, que preferí ser cabeza de ratón a cola de león. Además, en una ciudad como ésta tenía más oportunidades.

—Entonces no te preocupes: ya te tocaba salir de aquí.

—Sí, como a ti. Pero es que este lugar ha sido muy bueno para nosotras.

—Yo creo que te conviene echarte un novio — dijo Mariana con sorna después de un breve silencio.

—Mira la experta, qué mona; la comehombres que ha encontrado a su príncipe encantador y se pone a dar lecciones…

—Es que a ti te está haciendo falta. No me decías otra cosa en mi caso.

—Pues he tenido más y mejores novios que tú. Y he dicho novios, no guaperas como los cultivabas tú, muerta de miedo a comprometerte. Y te diré otra cosa: no me meto con Javier porque es el primer hombre que merece la pena en tu vida y hay que cuidarlo que, si no, me estaría cachondeando horas.

—No te prives.

—Claro, ahora con Javier, mucha autoestima, pero recuerda tus angustias anteriores, la soledad, la incomprensión, el hartazgo de los ligues con chuloputas… Quién te ha visto y quién te ve, corazón mío; pero a todo cerdo le llega su San Martín.

—No sabía que fueras tan envidiosa.

—Ni yo. Mariana rompió a reír y Julia la siguió con absoluta complicidad. Ambas practicaban un humor agresivo, cordialmente agresivo, en el que la confianza y el afecto tenían un papel primordial como barrera contra los excesos del ingenio. Se habían acostumbrado a él y les divertía practicarlo, no sólo entre ellas, sino también ante amigos, los cuales, según el grado de cercanía, les seguían la corriente o mostraban una recelosa perplejidad.

—No sé qué me pasa que hoy estoy como si me hubieran dado una paliza — dijo Mariana.

—Quédate en casa. Cenamos y te quedas a dormir.

—No puedo, tengo el turno de guardia hasta la medianoche y prefiero volverme a casa. Pero te acepto la cena.

—Es verdad, me había olvidado de tu dedicación a la Justicia…Vale, pero devuélveme mi whisky no vaya a ser que llegues oliendo a alcohol a los Juzgados.

—Oye, que es sólo un whisky.

—Por ahí se empieza.

—Eso decía una anciana señora escocesa que sostenía que el alcoholismo era algo que podía dar pie a adquirir cualquier vicio — comentó Mariana entregando su vaso. Julia lo tomó y se dirigió a la cocina.

—Tengo unos espaguetis aglio e olio. Los improviso en un momento, con una pizca de trufa negra, que te vas a morir.

—Quiero vivir.

La luz declinaba camino de una temprana oscuridad. Mariana añoraba la luz del día y ya había empezado a ilusionarse con una ganancia de ella a partir de febrero, un mes en el que la mezcla entre el sol de invierno y el frío que aún no se decidía a irse propiciaba días de gran belleza. A pesar de ser aquél un clima templado al hallarse la ciudad a orillas del mar, cuando entraban las borrascas por el oeste la humedad se le metía en los huesos. Pero febrero tenía algo especial, era el heraldo de la primavera y esos ratos de sol y frío conjunto ella los disfrutaba con gran placer y la sensación de haber dejado atrás un bosque tupido, áspero y oscuro para salir a la claridad.

Mecido su espíritu por estos pensamientos, Mariana se estiró largamente y con toda satisfacción en el sofá. Entonces cayó en la cuenta de que Julia, en la cocina, no estaba hablando sola, como supuso en un principio, sino que se dirigía a ella.

—¡No te oigo!

—¡Conecta el audífono, abuela! — gritó Julia. Mariana se puso en pie y se acercó al balcón.

—Tengo que traerte unas plantas para esta miniterraza. ¿Para qué harán terrazas tan pequeñas? Yo que tú la cerraba y organizaba un invernadero.

—Ya lo he pensado.

—Si te asomas por aquí ves toda la ciudad como si fueras Dios, pero da un vértigo…

—Dios también da vértigo.

—No te pongas profunda y vigila los espaguetis.

—Puedo hablar, pensar y hacer espaguetis a la vez.

En el colegio causaba sensación tanta versatilidad. Tengo madera de líder, me lo decían las monjas.

—¡Qué sabrán ésas de liderazgos si se pasan el día humillándose ante los curas! Así es como acumulan tanta maldad, la escuela del pellizco.

—Esto ya está — anunció Julia jubilosa—. Pongo la mesa y cenamos.

—Deja que te ayude.

Antes de internarse en la cocina, Mariana consultó su teléfono móvil: no había llamadas del Juzgado, tampoco de Javier Goitia. Reprimiendo un gesto de fastidio lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

La cocina estaba todo lo destartalada que cabía esperar en un piso sin estrenar. Únicamente se encontraban en su lugar los muebles y los electrodomésticos grandes: la lavadora, el lavavajillas y la secadora, un elemento imprescindible en una zona lluviosa como G… Lo demás, el menaje, los pequeños aparatos eléctricos, el juego de sartenes, la cuchillería, etc., se apilaba aquí y allá sobre las encimeras en montones en los que había que revolver para encontrar cualquier utensilio. Pero Julia había conseguido encontrar una olla, hervir el agua y arrojar en su interior los espaguetis.

—Ahora necesito que me localices el colador y yo voy a ver por dónde anda el aceite de oliva virgen. Tú te ocupas de picar el ajo.

Desde la horrible muerte de Concepción Ares,* la dedicación como Jueces de Primera Instancia e Instrucción de Mariana de Marco y de su compañera Elisa Pérez Díaz había sido más bien rutinaria, repetitiva y falta de interés. Salvo un par de juicios de faltas más atractivos, por extravagantes, de lo normal, el resto fue pura y dura actividad mecánica, y Mariana había aprovechado el tiempo para poner al día varios asuntos que venía arrastrando bien que a su pesar, porque tenía a gala no consentir que se le acumulasen. Lo cual también era una forma de combatir el aburrimiento.

La voz de Julia la sacó de sus divagaciones y se encontró frente a un ajo aún no picado y con una botella de aceite de oliva virgen sin abrir.

—Venga, guapa, que es para hoy.

—Disculpa, no sé dónde tengo la cabeza.

—Tenerla, en el sitio de siempre. Otra cosa es usarla debidamente. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Las dos amigas intercambiaron un gesto de extrañeza.

—¿Esperas a alguien? — preguntó Mariana.

—A nadie — contestó su amiga—. ¿A estas horas y recién llegada al piso? Será el cartero.

—No hay carteros a estas horas — dijo Mariana y, más resolutiva y menos ocupada que la otra, dejó el cuchillo, se secó las manos y se dirigió a ver quién llamaba.

Julia tenía ante sí el caldero humeante de los espaguetis y se disponía a volcarlo en el colador cuando escuchó el grito de Mariana:

—¡Madre de Dios! ¿Qué es esto?

Julia soltó la pasta, que se derramó en parte por el fregadero, se precipitó a socorrer a su amiga y lo que vio la dejó estupefacta. Mariana estaba agachada sobre un hombre tendido boca abajo en el suelo del vestíbulo. Lo que más impresionó a Julia no fue el charco de sangre que se estaba formando bajo el cuerpo sino el mango de cuchillo que tenía prendido en la espalda, a la altura del omóplato izquierdo, en el lugar del corazón. Mariana, entretanto, dejó de buscar el pulso del caído e inmediatamente marcó un número en su móvil.

—¿Comisaría? Soy la juez De Marco; escuche… J

Julia seguía mirando hipnotizada el mango del cuchillo hasta que hizo un esfuerzo para apartar la vista y sólo entonces recobró el sentido de la realidad. Presa de los nervios, temblando de pies a cabeza, a punto de sufrir un ataque de histeria, lo único que se le ocurrió decir, con la voz estrangulada bajo el impacto brutal de la angustiosa escena, fue:

—Te dije que no te trajeras el trabajo a casa.

Mariana continuaba telefoneando y no la oyó.

 

Autor: . Título: El asesion desconsolado. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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José María Guelbenzu

José María Guelbenzu (Madrid, 1944), vinculado desde siempre al mundo de la cultura, dirigió las editoriales Taurus y Alfaguara. Entre sus novelas destacan El Mercurio, La noche en casa, El río de la luna, El esperado, El sentimiento, Un peso en el mundo y Esta pared de hielo. Ha obtenido el Premio de la Crítica, el Internacional de novela Plaza & Janés y el premio Fundación Sánchez Ruipérez de periodismo.

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