Siempre es jueves y sobre la 1 de la tarde. A esa hora, desde hace justo diez años, estoy en clase enseñando a mis alumnos los primeros pasos para escribir una crónica. Les digo que durante unos minutos estén atentos a Twitter o a la portada de un medio digital. Es la hora en la que la Academia Sueca anuncia el Premio Nobel de Literatura.
Lo primero que leí de Murakami fue Tokio Blues, acaso su novela más conocida fuera de Japón. Los personajes de Toru Watanabe y de Naoko, ese título original en japonés (Norwegian Wood), extraído de una canción de los Beatles, amor primerizo; y la imagen plástica, tan contemporánea del Japón que vive en el siglo XXII: la aparente normalidad dentro del caos que te encuentras en el enjambre humano de la estación de Shinjuku, la rotundidad de los rascacielos de Toranomon o el oasis del parque de Hibiya, no lejos del Palacio Imperial.
Tusquets ha hecho coincidir, apenas con una semana de adelanto, el nuevo libro de Murakami con la concesión del Nobel. Primera persona del singular se llama esta colección de relatos, una mezcla de autoficción y memorias de primera juventud, la que sueña, se enamora y fija los recuerdos, que resultaría ideal para un curso titulado «Murakami para principiantes».
Aquí compila todas sus obsesiones, manías, pasiones, anhelos y frustraciones del escritor que se asoma a la vida para contarla, disfrutarla y sufrirla. “Resulta enigmático que envejezcamos en lo que dura un parpadeo, que todo parezca tan breve y que no haya marcha atrás, que cada momento sea un paso más hacia la decadencia, la ruina y la extinción”, escribe el escritor nacido en Kioto y afincado en Tokio desde muy joven.
Pero no todo es “decadencia” ni “ruina”. Hay partes luminosas donde asoma un escritor que combina la emoción de su cotidianidad creativa, como buen corredor de fondo que es, con su yo de los 18 años, aquel que todo autor ya maduro no puede dejar de recordar porque supone la construcción de la persona, esos amores y amigos que te marcan porque compartes el mismo camino. Aquí, como en toda su producción, hay espacio para la música clásica y el jazz (muy certero el relato/homenaje ensoñado a Charlie Parker). También para el béisbol y la utilización de palabras en inglés y francés que sitúa al lector en un universo propio, encerrado en sí mismo a la vez que cosmopolita, ávido de preguntas y con escasas certezas.
Es la una de la tarde y un alumno que está en primera fila, muy alto y con gafas, enseña el tuit urgente de la agencia Reuters: ha ganado el Nobel Abdulrazak Gurnah. No, a este escritor tampoco lo conozco. “Ojalá hubiera ganado Murakami”, dice una estudiante. “Kafka en la orilla me cambió la vida”. Quizá no hay nada mejor que se pueda decir de un libro.
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