El premio literario perfecto es el premio amañado. Es la conclusión a la que voy a llegar en este excurso.
Yo he luchado toda mi vida contra los premios literarios amañados, mediante la aplastante fórmula de no presentarme. Creo que la mayor culpa de que haya premios amañados la tienen todos los que se presentan, creyendo además que pueden ganar. No pueden ganar. Si a los premios literarios se presentaran sólo dos personas —los que sí pueden ganar—, tendrían que cerrarlos. ¿A quién le importaría el campeón de una competición entre dos?
Cuando sale la noticia de que al premio X, Y o Z (no daré nombres de premios reales porque, la verdad, hasta yo me canso de batallar) se han presentado 678 manuscritos, pienso siempre en cómo pueden quedar en España 676 imbéciles con pujos literarios. Otra cosa no, pero escribir libros debería aclarar un poco la cabeza.
¿Qué es un premio?, debemos preguntarnos, platónicamente. Pues un premio es un reconocimiento concedido a uno solo, según el criterio de un jurado de expertos, que elige entre muchos. Parece sencillo.
El premio literario es más complicado porque no hay meta, plusmarca previa ni photo finish. Es un poco como una carrera en la que gana el que corre más bonito, en círculos.
El premio literario puede otorgarse a un autor o una obra, siendo el autor toda su obra y la obra, deseablemente, la mejor de su autor. Los premios oficiales son los únicos que reconocen obra ya publicada, y normalmente los gana quien vendió más dentro de los, digamos, autores de prestigio. Curiosamente, los premios comerciales de novela también se dan a quien vendió más, aunque se concedan a un libro inédito. Esta prospección o ensoñamiento de tendero es lo que ha echado a perder algún que otro premio de novela mítico.
Yo llevo como veinticinco años leyendo casi todas las novedades españolas que aparecen en las librerías, y como quince escribiendo sobre ellas donde me dejan y hasta sin que me dejen (tenía un blog). Esto es motivo más que sobrado para que nunca me llamen de jurado de ningún premio, porque jurado de un premio sólo puede ser alguien que no sepa a carta cabal de qué va el asunto.
En los premios a obra ya publicada se junta a una gente que no ha leído nada, y que en un mes o quince días tiene que decidir qué novela fue la mejor del año pasado. Entonces votan la que estuvo de moda y por eso el palmarés de este tipo de premio es tan coherente y fatídico: parece que no podía ganar otra. En realidad, siempre pueden ganar muchas otras.
En los premios a manuscritos inéditos no sé a quién llaman, pues, como nunca me llaman a mí, soy incapaz de levantar tesis alguna. El caso es que, entre 900 participantes, casi siempre gana alguien famoso, un autor con nombre. Lógicamente, es imposible que un autor más o menos conocido sea siempre mejor que 899 aspirantes a escritor, escritores de provincias y autores de editoriales apenas visibles, pero es así según todos los periódicos. Por eso, no vale la pena participar en ningún concurso que no acredite en su palmarés un buen montón de Rodríguez o Gómez como ganadores.
Con veintipocos años me llamaron de un concurso de cuentos de Segovia, ahora que me acuerdo, para ejercer de jurado. Ahí lo aprendí todo sobre los premios literarios honrados. Aprendí, en resumen, que son mucho peor que los amañados.
La cosa era que cinco o seis personas, con gustos muy diferentes y actitudes que podían ir de la agresividad competitiva a la pasividad redentora, habían de elegir el mejor cuento de entre los diez que, previamente, alguien había espigado entre los cientos de ellos recibidos. Como es lógico, nada puede salir bien en tales coordenadas.
Primero, porque el que selecciona las obras finalistas lo hace a su solo juicio y en el anonimato y sin darle explicaciones a nadie. No es raro que algún jurado pida siempre ver todas las obras presentadas, ante la mediocridad de lo que le ponen delante. Segundo, porque cinco personas tirando cada uno de un lado del mantel sólo consiguen que el mantel no se mueva de la mesa, lo cual quiere decir que gana la obra más correcta, neutra y desalada de todas; un bonito centro de mesa, vamos. Sólo cuando un miembro del jurado, por carácter o por nombradía, impone su criterio sobre los demás, ayudado por el hecho de que alguno de esos otros jurados venga a la reunión del fallo sin las ideas claras y dispuesto a dejarse convencer por el que mejor hable, la cosa puede vagamente funcionar. (Por eso yo estoy a favor de algo que se ha hecho poco: el jurado unipersonal. Para más señas: yo.)
Otra cosa ridícula de los jurados honrados es que no votan la mejor obra y listo, sino que antes prefieren debatir, incluso durante horas. Así, el que tenía claro que su favorito era A acaba votando a B porque otro jurado ha argumentado con gracia su propio voto, lo cual es a todas luces una majadería. Al jurado finalmente acomodaticio no se le ha llamado para votar la obra favorita del que mejor la defienda, sino su propia obra favorita de entre las presentadas, sepa o no defenderla con arte.
Luego está el azar. Muchas veces gana uno porque ha tenido suerte, lo cual también debería darnos mucha pena.
Finalmente, están los profesionales. Hay escritores sin obra publicada que pueden enorgullecerse de haber ganado cien y hasta mil concursos de cuentos en España, sin llegar nunca a ser realmente leídos por nadie que no sea jurado de un concurso. Tienen la fórmula del éxito, así sea un éxito en provincias, que no es otra —presumo— que agradar al concejal de Cultura, alguien que normalmente quiere un cuento bienintencionado sobre asuntos sociales de moda, sin alharacas técnicas ni, por supuesto, truculencias o pornografías.
Así las cosas, los premios mayores de España no se pueden dejar en manos de cinco personas honradas, una ruleta de la fortuna o un concejal que confunde la literatura con una hucha del Domund. Hay que orientarlos un poco.
Por eso el premio literario perfecto es el premio amañado. Qué felicidad si se amañaran todos y ganara siempre un Nabokov o una Lispector. El problema es amañarlos para que gane casi siempre un Harold Robbins, que ahora mismo no sé muy bien ni quién fue.
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