Foto: Pedro Huertas
Terrazas del palacio de Asdrúbal, Cerro del Molinete, Cartagena. Primavera del 218 a.C.
Las vistas eran dignas de un dios. A sus pies terminaba una dura jornada en Qart Hadast, fundada por su cuñado Asdrúbal 10 años atrás. En los hogares se encendían los fuegos para la cena. Un delicioso olor a pescado asado le arribaba. La multitud buscaba alivio a la sofocante canícula en la zona portuaria, donde los pórticos y la brisa marina daban tregua a la población del sofocante lebeche que había soplado toda la jornada.
Aníbal volvió a beber del escifo que le había regalado un mercader de Alonis. El vino de los mastienos era delicioso. Pidió que le volvieran a llenar la copa desde la crátera ática decorada con escenas dionisíacas. Esa noche era especial. Ordenó que no le aguaran el vino. Los romanos consideraban bárbaros a quienes lo tomaban sin aguar. Esos tocapelotas preferían beberlo aguado o macerado con hierbas, nueces o pétalos de rosa, endulzado a veces con miel. Vaya sacrilegio profanar un buen vino con esas mezclas: ellos eran los verdaderos bárbaros y no los cartagineses. Cartago ya era un emporio, mientras que Roma no era más que un mugriento poblado de follacabras.
Extrajo su falcata. Adoraba esa espada curva íbera. La empuñaba su padre, desde que se la regalara aquel régulo turdetano. Se deleitó con el brillo que el sol poniente le arrancaba. Abartiaigis, el jefe de los escoltas paternos, se la había entregado al informarle de que aquél había muerto ahogado en el Alebo, huyendo de una emboscada de los oretanos.
Un golpe de hiel le subió al alma al recordar cómo había muerto su padre, sacrificándose para salvar a sus hijos. Escupió con rabia. No sabía si odiaba más a los oretanos o a los romanos.
Su pensamiento se dirigió a su progenitor, el glorioso Amílkar Barca, el azote de Roma en la guerra en Sicilia, el salvador de Cartago tras la rebelión de sus antiguos mercenarios, el conquistador de gran parte de Iberia. Recordó el momento en que llegaron a la península y en el templo de Melqart, en la Gadir fundada por sus ancestros fenicios, Amílcar le hizo sacrificar un animal ante el ara del dios, poner las manos ensangrentadas sobre el fuego y pronunciar un juramento que lo perseguiría hasta más allá de la Estigia: “Juro que en cuanto la edad me lo permita […] emplearé el fuego y el hierro para romper el destino de Roma”. Por entonces tenía unos 10 años, si no se equivoca. Y sus dioses dilectos, el becerro Baal y Melkart, le habían concedido hacer honor a su juramento. Su padre estaría orgulloso de él en el Inframundo cuando empezaran a llegarle noticias de la tormenta que el hijo del Rayo iba a desencadenar sobre su odiada Roma.
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Cuando Aníbal sustituyó en el mando a su cuñado Asdrúbal el Bello, asesinado por un traidor mastieno, la primera decisión que tomó fue vengar a su progenitor arrasando la ciudad del rey Orisón. Con ese ataque a los oretanos avivó un avispero, que tuvo que aplacar casándose con Himilce, una princesa de esa tribu.
Himilce había sido una buena esposa, adaptándose a las costumbres cartaginesas sin renunciar a sus hábitos iberos. Había engendrado a Áspar, con lo que la estirpe de los Barca continuaría. En esos momentos oraba en el vecino templo de Atargatis para que la diosa de la luna le concediese éxito en la empresa que estaba a punto de emprender: llevar la guerra a Italia y vengarse de la humillación que Roma infligió a Cartago en la última contienda.
Por Baal, al que le debía su nombre: haría morder el polvo a esos bárbaros que se ufanaban de ser hijos de una loba y de su dios de la guerra, Marte. Roma no se había conformado con ahogar a Cartago con una astronómica multa después del primer conflicto, sino que, aprovechando que los cartagineses estaban luchando por su supervivencia en la guerra de los mercenarios, les arrebataron también Córcega y Cerdeña. Incluso había querido inmiscuirse en los asuntos cartagineses cuando éstos emprendieron la conquista de I-span-ya. Para aplacar sus recelos habían firmado el Tratado del Ebro: los territorios al norte de este río eran patrimonio de los romanos, mientras que los que del sur podían ser objetivo de los cartagineses.
Aníbal consolidó el poder cartaginés en I-span-ya firmando acuerdos con unos o arrasando ciudades que ofrecieran resistencia. Un escollo había hallado en Arse, a la que los romanos llamaban Saguntum. La ciudad resistió el asedio de las tropas africanas, obligándolo a poner en juego todos sus recursos. Sus habitantes decidieron suicidarse y pegar fuego a sus posesiones antes que rendirse.
Los saguntinos habían pedido ayuda al Senado romano. Unos embajadores se presentaron ante el Barca conminándole a respetar a sus aliados. Les respondió que Arse quedaba al sur del Ebro, en territorio bajo control cartaginés, según el tratado vigente. Cuando la ciudad cayó, Roma aprovechó para declarar la guerra a Cartago.
Le habían llegado noticias de que estaban concentrando sus legiones en Tarraco para invadir el territorio cartaginés. Lo que jamás podrían imaginar es que Aníbal les iba a dar a probar su misma medicina anticipándose e invadiendo Italia con 90.000 infantes, 12.000 caballos y 58 elefantes. Los dejaría estupefactos: atravesaría los Pirineos y los Alpes en pleno invierno. Lo había preparado a conciencia. Había ido enviando a contingentes iberos para que aseguraran el terreno y acumularan provisiones e impedimenta.
Un elefante barritó desde los acuartelamientos de sus tropas, a la entrada del istmo. Aníbal llenó con delectación sus pulmones. Sí: tenía unas vistas dignas de un dios.
Sobre el año 134 a.C. Polibio de Megalópolis (200-118 a.C.) arriba a Carthago Nova acompañando a su amigo y antiguo educando Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano Menor Numantino, nieto adoptivo del eximio Escipión Africano, vencedor de Aníbal. Escipión Emiliano ha obtenido el privilegio de ser conocido también como el Africano por haber arrasado en el 146 a.C. Cartago, la polis púnica cuna de los seculares enemigos de Roma.
Ambos llegan a Hispania para poner fin al conflicto con los celtíberos, que ha desangrado a las águilas romanas y que verá su culminación en la destrucción de Numancia al año siguiente. Polibio nos ofrece en griego una detallada descripción de Carthago Nova y nos relata la conquista de la misma por el abuelo de su mentor en el contexto de la Segunda Guerra Púnica. Parece ser que el historiador cuenta con el testimonio de Cayo Lelio, almirante del Africano, cuyo nieto acompaña a los amigos al viaje, y con cartas y documentos redactados por los protagonistas de la conquista.
Cartagena ha sido una ciudad besada por las musas: iberos, púnicos, romanos, vándalos, godos, bizantinos, sarracenos y cristianos la han poblado a lo largo de la historia. De ella salieron las tropas que Aníbal Barca llevó a Italia y tan grandes descalabros causaron a Roma en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas.
“Está situada hacia el punto medio del litoral español, en un golfo orientado hacia el sudoeste. La profundidad del golfo es de unos veinte estadios y la distancia entre ambos extremos es de diez; el golfo, pues, es muy semejante a un puerto. En la boca del golfo hay una isla que estrecha enormemente el paso de penetración hacia dentro, por sus dos flancos. La isla actúa de rompiente del oleaje marino, de modo que dentro del golfo hay siempre una gran calma, interrumpida sólo cuando los vientos africanos se precipitan por las dos entradas y encrespan el oleaje. Los otros, en cambio, jamás remueven las aguas, debido a la tierra firme que las circunda. En el fondo del golfo hay un tómbolo, encima del cual está la ciudad, rodeada del mar por el este y por el sur, aislada por el lago al oeste y en parte por el norte, de modo que el brazo de tierra que alcanza el otro lado del mar, que es el que enlaza la ciudad con la tierra firme, no alcanza una anchura mayor que dos estadios. El casco de la ciudad es cóncavo; en su parte meridional presenta un acceso más plano desde el mar. Unas colinas ocupan el terreno restante, dos de ellas muy montañosas y escarpadas, y tres no tan elevadas, pero abruptas y difíciles de escalar. La colina más alta está al este de la ciudad y se precipita en el mar; en su cima se levanta un templo a Asclepio. Hay otra colina frente a ésta, de disposición similar, en la cual se edificaron magníficos palacios reales, construidos, según se dice, por Asdrúbal, quien aspiraba a un poder monárquico. Las otras elevaciones del terreno, simplemente unos altozanos, rodean la parte septentrional de la ciudad. De estos tres, el orientado hacia el Este se llama el de Hefesto, el que viene a continuación, el de Aletes, personaje que, al parecer, obtuvo honores divinos por haber descubierto unas minas de plata; el tercero de los altozanos lleva el nombre de Cronos. Se ha abierto un cauce artificial entre el estanque y las aguas más próximas, para facilitar el trabajo a los que se ocupan en cosas de la mar. Por encima de este canal que corta el brazo de tierra que separa el lago y el mar se ha tendido un puente para que carros y acémilas puedan pasar por aquí, desde el interior del país, los suministros necesarios”.
Traducción de Manuel Balasch Recort. © Gredos, Madrid, 2000.
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NOTA: la primera parte de este artículo vio la luz en el diario La Verdad en agosto del 2019 gracias al aliento del periodista Manuel Madrid.
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