Puede que muchos recuerden Expediente X por la ejemplar tensión sexual no resuelta entre Mulder y Scully, que ciertamente dio para llenar rumores de prensa rosa y un puñado de titulares en su momento. Una vez esta relación se resolvió, la serie perdió enteros, pero reducir la ficción creada por Chris Carter para Fox, uno de los grandes iconos culturales de su década, a los parámetros de un serial romántico desde luego no es hacerle honor a sus méritos.
En unos tiempos donde el talonario de Netflix y los grandes nombres cinematográficos justifican a ese espectador perezoso a la hora de no ir al cine, Expediente X otorgó texturas cinematográficas a la televisión de los noventa que dejan en pañales a la mitad de esas recientes intentonas. Un análisis con un mínimo de rigor del panorama televisivo demostraría que incluso antes hubo otras, como los colores pastel de la igualmente memorable Corrupción en Miami. La fotografía de John S. Bartley para Mulder y Scully sencillamente rompe moldes por sus texturas frías, invernales (la climatología canadiense ayudó sobremanera los años que se rodó allí), sus goyescos claroscuros, su expresividad más allá de los planos parámetros televisivos. Expediente X es una serie que da gusto ver, que resiste el paso del tiempo a nivel artesanal, que aguanta el salto a los exigentes televisores en alta definición e, incluso, me atrevería a decir que su paso por una pantalla de cine.
La puesta en escena de un puñado de directores brillantes que rotaban, encabezados quizá por Rob Bowman (quien más tarde dirigiría la primera de las dos películas, Enfréntate al futuro, y dilapidaría su prestigio en Elektra) y seguido por otros como David Nutter, Kim Manners, R. W. Goodwin o el propio Chris Carter, aportó un dinamismo cinematográfico, con un montaje complejo y mucho, mucho rodaje en exteriores, más caro y lento de abordar que el de una serie de despacho u oficina. La receta de Expediente X era mostrarse tan exigente consigo misma como con el espectador.
Una seriedad que, paradoja, trajo consigo un aliento autoconsciente y un sentido del humor malicioso tan asombroso como sus tramas. Hay episodios en la serie donde, sin necesidad de romper con la cuarta pared o abundar en guiños que violenten la integridad de la ficción, Expediente X se adentra sin ambages en la comedia, la parodia y el autohomenaje. Las recientes e infravaloradas temporadas 10 y 11 son la enésima demostración de este recurso en la chistera de Carter, que cuenta en todo momento con la complicidad del fan y de dos actores en estado de gracia.
Y aquí toca hablar de David Duchovny y Gillian Anderson, ya plenamente reconciliados tras su ascenso al Olimpo televisivo en los noventa. La madurez y seriedad (pero nunca aburrimiento) que otorgaron a unos personajes trascendieron su condición de, en ocasiones, ser meras funciones destinadas a observar el desarrollo de los misterios sin resolver. Eso es porque estaban bien escritos, interpretados con personalidad y con, de nuevo integridad más allá del fan service.
Al final, una serie apoyada en los estilismos y arquetipos de la prodigiosa El silencio de los corderos logró personalidad propia a base de conocimiento del género, respeto al espectador y talento (probablemente un generoso presupuesto también ayudó). Quien esto escribe a menudo solo desea acabar o deshacerse pronto de las temporadas de series nuevas para introducir entre medias en su agenda, en tanta cantidad como sea posible, nuevos-viejos capítulos de Expediente X.
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