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Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas, de Melanie Joy - Zenda
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Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas, de Melanie Joy

Esta obra es una mirada en profundidad a lo que la psicóloga Melanie Joy llama carnismo, el sistema de creencias que nos condiciona a comer ciertos animales cuando nunca se nos pasaría por la cabeza comernos a otros. Publicado en 23 idiomas y considerado un trabajo fundamental en la literatura sobre derechos de los animales, Por...

Esta obra es una mirada en profundidad a lo que la psicóloga Melanie Joy llama carnismo, el sistema de creencias que nos condiciona a comer ciertos animales cuando nunca se nos pasaría por la cabeza comernos a otros. Publicado en 23 idiomas y considerado un trabajo fundamental en la literatura sobre derechos de los animales, Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas—que cuenta con un prólogo de Yuval Noah Harari (Sapiens)— ha ayudado a catalizar una causa social que se está convirtiendo en movimiento global.

A continuación reproducimos un fragmento de esta obra.

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Capítulo uno

¿Para amar o para comer?

 

No vemos las cosas tal y como son;
vemos las cosas tal y como somos nosotros.
Anaïs Nin

Imagine por unos instantes la situación siguiente: una amiga le ha invitado a una cena elegante. Está sentado junto a otros invitados, en una mesa dispuesta con esmero. La temperatura es agradable, la luz de las velas se refleja en las copas de cristal y la conversación fluye animadamente. De la cocina emanan aromas sublimes que consiguen que la boca se le haga agua. No ha comido en todo el día y le empieza a rugir el estómago.

Por fin, después de lo que parecen varias horas, su amiga, la anfitriona, emerge de la cocina con una cazuela humeante y llena de estofado. El aroma de la carne, de las especias y de las verduras inunda la habitación. Se sirve una ración generosa y después de haber ingerido varios trozos de la melosa carne le pregunta a su amiga si le daría la receta.

«Claro que sí», le contesta. «Primero coges un kilo de carne de golden retriever, marinada desde la noche antes y luego…». ¿Ha dicho golden retriever? Probablemente se haya quedado petrificado, con la boca aún llena, mientras piensa en lo que acaba de escuchar. ¡Tiene la boca llena de carne de perro!

¿Y ahora qué? ¿Sigue comiendo? ¿O la idea de que haya un golden retriever en su plato y de habérselo comido le resulta insoportable? ¿Aparta la carne y se limita a comer las verduras de la guarnición? Si es como la mayoría de la gente (particularmente en el mundo occidental), en cuanto escuche que está comiendo perro, la sensación de placer se transformará automáticamente en un asco más o menos intenso. Es posible que le repugnen hasta las verduras del estofado, como si hubieran quedado contaminadas por la carne.

Ahora, imagine que su amiga se echa a reír y le dice que solo era una broma. La carne no es de golden retriever, sino de ternera. ¿Cómo se siente ahora acerca de la comida? ¿Ha recuperado el apetito? ¿Sigue comiendo con el mismo entusiasmo que al empezar a cenar? Lo más probable es que, aunque sabe que el estofado del plato es exactamente el mismo que estaba disfrutando hace solo unos instantes, sienta cierto malestar emocional residual, un malestar que posiblemente regrese la próxima vez que le presenten un estofado de ternera.

¿Qué acaba de suceder? ¿Por qué hay comida que provoca reacciones emocionales tan intensas? ¿Cómo es posible que un mismo plato nos resulte enormemente apetitoso si le ponemos una etiqueta, pero absolutamente incomible si le ponemos otra? El ingrediente principal del estofado (carne) no ha cambiado en absoluto. Desde el principio sabíamos que se trataba de carne animal. Lo que ha sucedido es que se ha convertido (o eso nos ha parecido durante unos momentos) en carne de otro animal. ¿Por qué reaccionamos de un modo tan distinto ante la carne de ternera y la carne de perro?

La respuesta a estas preguntas puede condensarse en una única palabra: percepción. Reaccionamos de un modo distinto ante distintos tipos de carne, no porque haya diferencias físicas entre ellas, sino porque las percibimos de un modo distinto.

El problema de comer carne de perro

Este cambio de percepción es como cambiar de carril en una vía de dos sentidos: cruzar la línea continua altera radicalmente nuestra experiencia. Respondemos con tanta intensidad al cambio de percepción porque nuestra percepción determina, en gran medida, nuestra realidad; cómo percibimos una situación (el significado que le atribuimos) determina lo que pensamos y lo que sentimos al respecto. A su vez, lo que pensamos y lo que sentimos suele determinar nuestra conducta. La mayoría de la gente tiene una percepción muy distinta de la carne de perro y de la de ternera. Por tanto, la carne de perro evoca respuestas mentales, emocionales y conductuales muy distintas.

Uno de los motivos por los que tenemos una percepción tan distinta de la carne de perro y de la de ternera es que vemos de un modo muy distinto a las vacas y a los perros. El contacto más habitual (a veces, incluso, el único) que tenemos con las vacas es cuando nos las comemos (o nos vestimos con ellas). Sin embargo, para muchos de nosotros, la relación que establecemos con un perro es, en muchos aspectos, muy parecida a la que establecemos con las personas, pues los llamamos por su nombre, nos despedimos de ellos cuando nos vamos y les saludamos al regresar; compartimos la cama con ellos, jugamos con ellos, les compramos regalos, llevamos su foto en la cartera, les llevamos al médico cuando se ponen enfermos y podemos llegar a gastarnos mucho dinero en el tratamiento, les enterramos cuando mueren, nos hacen reír y nos hacen llorar. Son nuestros compañeros, nuestros amigos, nuestra familia. Les queremos. Queremos a los perros y nos comemos a las vacas, no porque los perros y las vacas sean muy distintos (las vacas, como los perros, tienen emociones, preferencias y conciencia) sino porque la percepción que tenemos de ellos es distinta. Por tanto, la percepción que tenemos de su carne es distinta también.

Y no es solo que nuestra percepción de la carne varíe en función de la especie de la que proceda, sino que distintas personas pueden percibir la misma carne de distintas maneras. Por ejemplo, un hindú podría responder ante la carne de ternera del mismo modo que un occidental cristiano lo haría ante la carne de perro. Las variaciones en la percepción se deben a las diferencias de esquema mental. Un esquema mental es una estructura psicológica que modela (y es modelada por) nuestras creencias, ideas, percepciones y experiencias, y que organiza e interpreta automáticamente la información entrante. Por ejemplo, cuando oye la palabra «enfermería», es muy probable que le venga a la mente la imagen de una mujer vestida con uniforme sanitario y que trabaja en un hospital. A pesar de que hay enfermeros varones, de que no todos los enfermeros y enfermeras visten de forma tradicional y de que tampoco todos trabajan en hospitales, a no ser que usted se haya visto expuesto a enfermeras y enfermeros en una gran variedad de contextos, su esquema mantendrá esta imagen generalizada. Las generalizaciones son el resultado del trabajo que se supone que deben hacer los esquemas: seleccionar e interpretar la gigantesca cantidad de estímulos que recibimos constantemente y clasificarlos en categorías generales. Los esquemas son sistemas de clasificación mental.

Tenemos esquemas para todo. Incluso para los animales. Por ejemplo, podemos clasificar a un animal como presa, depredador, plaga, mascota o comida. En función de la clasificación que le asignemos, nos relacionaremos con él de una manera o de otra: lo cazaremos, huiremos de él, lo exterminaremos, lo acariciaremos o nos lo comeremos. Algunas categorías pueden solaparse (un animal puede ser presa y comida), pero cuando se trata de carne, huevos o productos lácteos, la mayoría de los animales son comida o no lo son. En otras palabras, tenemos un esquema que clasifica a los animales como comestibles o no comestibles.

Y cuando nos enfrentamos a la carne, los huevos o los productos lácteos de un animal al que hemos clasificado como no comestible, sucede algo muy interesante: nos imaginamos automáticamente al animal vivo del que procede y tenderemos a sentir asco ante la mera idea de comérnoslo. El proceso perceptivo sigue esta secuencia:

Carne de golden retriever (estímulo) → Animal no comestible (creencia/percepción) → Imagen de un perro vivo (pensamiento) → Asco (emoción) → Negativa o reticencia a comer (conducta).

Ahora, volvamos a nuestra cena imaginaria en la que le han dicho que estaba comiendo golden retriever. Si la situación hubiera sido real, habría olido el mismo aroma y sentido los mismos sabores que un segundo antes. Sin embargo, es muy probable que ahora tuviera la imagen mental de un golden retriever, quizás corriendo en el parque tras una pelota, acurrucado junto a la chimenea o corriendo junto a una deportista. Y es muy probable también que estas imágenes vinieran acompañadas de emociones como empatía o preocupación por el perro sacrificado y el consecuente asco ante la idea de comerlo.

Por el contrario, si usted es como la mayoría de las personas, cuando se sienta ante un estofado de ternera no ve la imagen del animal del que procede la carne. Solo ve «comida», por lo que se centra en el sabor, en el aroma y en la textura. Cuando vemos carne de ternera, solemos saltarnos los pasos del proceso perceptual que establecen la relación mental entre la carne y el animal vivo. Sí, claro que sabemos que la carne que tenemos delante procede de un animal, pero cuando la comemos, tendemos a evitar pensar en ello. Tanto en mi vida profesional como en mi vida personal he hablado, literalmente, con miles de personas que han admitido que, si pensaran en una vaca viva mientras se comen un filete, se sentirían incómodos e incluso, serían incapaces de seguir. Por eso hay tanta gente que evita comer carne que recuerda al animal de origen. En muy pocas ocasiones nos sirven la carne con la cabeza u otras partes del cuerpo intactas. Investigadores daneses llevaron a cabo un estudio muy interesante que concluyó que las personas se sienten incómodas comiendo carne que recuerda al animal de origen y que prefieren comer carne picada o troceada en lugar de cortes enteros. De todos modos, incluso cuando establecemos conscientemente la relación entre el estofado y la vaca nos sentimos menos incómodos que si estuviéramos comiendo golden retriever porque, en muchas culturas, los perros no se comen.

Resulta que lo que sentimos por un animal y cómo le tratamos tiene mucho menos que ver con el tipo de animal que es que con la percepción que tenemos de él. Creemos que comer vaca está bien, pero que comer perro está mal, por lo que percibimos a las vacas como animales comestibles y a los perros, como no comestibles y actuamos en consecuencia. Se trata de un proceso cíclico porque no es solo que las creencias determinen nuestra conducta, sino que nuestra conducta refuerza nuestras creencias. Cuanto menos perro comemos y más vaca comemos, más reforzamos la creencia de que los perros no son comestibles y las vacas, sí.

Gustos adquiridos

Aunque los seres humanos parecen tener la tendencia innata a preferir los sabores dulces (el azúcar es una fuente de calorías muy útil) y de evitar los amargos y los ácidos (que con frecuencia indican la presencia de una sustancia tóxica), lo cierto es que la mayoría de nuestras preferencias gustativas son adquiridas. En otras palabras, dentro del amplio repertorio del paladar humano, preferimos los alimentos que hemos aprendido que nos deben gustar. La comida, especialmente la comida animal, es muy simbólica y es este simbolismo, acompañado y reforzado por la tradición, el principal responsable de nuestras preferencias alimentarias. Por ejemplo, muy pocas personas disfrutan del caviar hasta que llegan a una edad en la que se dan cuenta de que el gusto por el caviar indica sofisticación y refinamiento. En China, la población consume penes de animales porque creen que estos órganos mejoran la función sexual.

A pesar de que el gusto es una cuestión fundamentalmente cultural, las personas tienden a considerar que sus preferencias son racionales y desviarse de las mismas les resulta ofensivo y les da asco. Por ejemplo, a muchas personas les asquea pensar en beber leche extraída de las ubres de las vacas. Otras no conciben comer bacon, jamón, ternera o pollo. Otras consideran que comer huevos no se aleja mucho de comer fetos (de hecho, técnicamente es lo mismo). Y piense en cómo se sentiría si tuviera que comer tarántulas fritas (con pelo, aguijón y todo lo demás), como hacen en Camboya; o paté de testículo de carnero en conserva, como en Islandia; o embriones de pato (huevos fertilizados que contienen aves parcialmente formadas, con plumas, huesos y alas incipientes), como en algunas partes de Asia. Cuando se trata de comida animal, es posible que todas las preferencias sean adquiridas.

El eslabón perdido

Si lo pensamos, nuestra reacción ante la idea de comer perro y otros animales no comestibles es un fenómeno muy peculiar. Sin embargo, aún lo es más la ausencia de reacción ante la idea de comer vaca y otros animales comestibles. Hay un vacío no explicado, o un eslabón perdido, en el proceso perceptivo que seguimos cuando se trata de especies comestibles: no establecemos la relación entre la carne [6] y el animal del que procede. ¿Alguna vez se ha preguntado por qué, de las decenas de miles de especies animales que existen, le da asco comerse a la mayoría, pero comer un puñado de ellos no le supone problema alguno? Lo más sorprendente de la clasificación de animales en comestibles y no comestibles no es la presencia de asco, sino su ausencia. ¿Por qué no nos asquea comer el pequeño grupo de animales al que hemos clasificado como comestibles?

Las pruebas sugieren que la ausencia de asco es fundamental, si no completamente, aprendida. No nacemos con esquemas mentales, sino que los construimos. Los esquemas evolucionan a partir de un sistema de creencias muy estructurado. El sistema dicta qué animales son comestibles y nos permite consumirlos porque evita que sintamos malestar emocional o psicológico al hacerlo. El sistema nos enseña a no sentir. La emoción más obvia que perdemos es la del asco, pero más allá del asco subyace otra emoción mucho más importante para nuestra identidad: la empatía.

De la empatía a la apatía

¿Por qué se toma tantas molestias el sistema para bloquear nuestra empatía? ¿A qué se deben todas estas acrobacias psicológicas? La respuesta es muy sencilla: porque nos preocupan los animales y no queremos que sufran. Y porque nos los comemos. Nuestros valores y nuestras conductas son incongruentes y esta incongruencia nos provoca un malestar moral. Tenemos tres opciones para aliviar este malestar: cambiar de valores para que coincidan con la conducta, cambiar de conducta para que coincida con los valores o cambiar la percepción de nuestra conducta para que parezca que coincide con nuestros valores. Nuestro esquema sobre la carne, huevos y productos lácteos parte de esta tercera opción. Mientras el sufrimiento animal no nos parezca innecesario ni dejemos de comer animales, nuestro esquema distorsionará la percepción de los animales y de la comida que nos procuran sus cuerpos para que nos sintamos lo suficientemente cómodos como para poder comerlos. Y el sistema que construye el esquema que tenemos sobre la carne nos ofrece el modo de conseguirlo.

La herramienta principal de este sistema es la anestesia emocional. La anestesia emocional es un proceso psicológico por el cual nos desconectamos mental y emocionalmente de nuestra experiencia. Nos «anestesiamos». En sí misma, la anestesia emocional no es perjudicial, sino que forma parte normal e inevitable de la vida cotidiana, pues nos permite funcionar en un mundo violento e impredecible y nos ayuda a afrontar el dolor si somos víctimas de violencia. Por ejemplo, es muy probable que se mostrara muy reticente a conducir por la autopista si fuera plenamente consciente de que va a toda velocidad sobre el asfalto en un pequeño vehículo de metal y de que está rodeado por miles de vehículos semejantes que también avanzan a toda velocidad. Y si tuviera la desgracia de ser víctima de un accidente de tráfico, es probable que quedara conmocionado y en estado de shock hasta que fuera psicológicamente capaz de afrontar la realidad de lo sucedido. La anestesia emocional es adaptativa (beneficiosa) cuando nos ayuda a afrontar la violencia. Por el contrario, pasa a ser desadaptativa (destructiva) cuando se utiliza para permitir la violencia, incluso cuando dicha violencia ocurre en lugares tan lejanos como las fábricas en las que se convierte a los animales en comida.

La anestesia emocional consta de una amplia variedad de mecanismos de defensa, entre otros. Son mecanismos insidiosos, potentes e invisibles y operan tanto a nivel social como psicológico. Distorsionan nuestra percepción y nos distancian de nuestras propias emociones, de modo que transforman la empatía en apatía: de hecho, el tema principal de este libro es el proceso de aprender a no sentir. Estos son algunos de los mecanismos de la anestesia emocional: negación, evitación, costumbre, justificación, cosificación, desindividualización, dicotomización, racionalización y disociación. A lo largo de los próximos capítulos examinaremos estos elementos de la anestesia emocional y desmontaremos el sistema que transforma a los animales en comida. Examinaremos las características del sistema y cómo se asegura de que lo continuemos apoyando.

Anestesia emocional a lo largo de la historia y en distintas culturas: variaciones sobre un mismo tema

Una de las preguntas que me formulan con más frecuencia es si personas de distintas culturas y épocas han recurrido también a la anestesia emocional para matar y consumir animales. Los cazadores tribales, ¿también necesitaban anestesiarse para cazar a sus presas? Antes de la Revolución Industrial, cuando mucha gente se procuraba su propia carne, ¿también tenían que distanciarse emocionalmente de los animales?

Sería imposible afirmar que las personas de todas las culturas y de todas las épocas han usado la misma anestesia emocional que nosotros, que vivimos en sociedades industrializadas en las que no necesitamos carne para sobrevivir. En gran medida, es el contexto el que determina cómo reaccionará una persona ante la idea de comer carne. Los valores personales, modelados sobre todo a partir de estructuras sociales y culturales más amplias, contribuyen a determinar cuánto esfuerzo psicológico necesitaremos para distanciarnos de la realidad de comernos un animal. En las sociedades donde la carne ha sido necesaria para la supervivencia, las personas no han podido permitirse el lujo de reflexionar sobre lo ético de sus elecciones. Tradicionalmente, apoyan el consumo de animales, por lo que es probable que el hecho de hacerlo les genere menos malestar. Cómo se mata a los animales también afecta a nuestra reacción emocional. La crueldad suele perturbarnos más que el sacrificio en sí.

Sin embargo, incluso en situaciones en las que comer animales ha sido una necesidad y en las que se ha matado a los animales sin la violencia gratuita que caracteriza a los mataderos contemporáneos, las personas siempre han evitado comer ciertos tipos de animales y se han esforzado por reconciliar el hecho de matar y de consumir los que sí comen. Existen abundantes ejemplos de ritos, rituales y sistemas de creencias que calman la conciencia del consumidor de animales: el carnicero y/o el consumidor de la carne llevan a cabo ceremonias de purificación después de haberse cobrado una vida o se considera que el animal ha sido «sacrificado» para el consumo humano, una postura que imbuye al acto designificado espiritual e implica cierta elección por parte de la presa. Es más, ya desde el año 600 a.C., ha habido personas que han decidido evitar el consumo de carne por cuestiones éticas, lo que demuestra que comer carne ha provocado tensiones psicológicas y morales desde la Antigüedad. Ciertamente, es posible que la anestesia emocional siempre haya estado presente a lo largo de la historia y en distintas culturas, aunque con distinta intensidad y adoptando diferentes formas.

La principal defensa del sistema es la invisibilidad, que refleja los mecanismos de defensa de evitación y negación, y sobre la que se erigen el resto de mecanismos. Por ejemplo, la invisibilidad nos permite consumir ternera sin imaginarnos el animal que nos estamos comiendo; bloquea nuestros propios pensamientos. La invisibilidad también nos mantiene tranquilamente aislados del desagradable proceso de criar y matar animales para luego comérnoslos. Por tanto, el primer paso para desmontar a los animales es desmontar la invisibilidad del sistema y exponer los principios y las prácticas de un sistema que se ha mantenido oculto desde su creación.

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Autor: Melanie Joy. Título: Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: web de la editorial.

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