Hay una larga tradición española de la imagen que tiene al Rastro madrileño como escenario predilecto. Entre las más conocidas cabe recordar aquellas que hoy acogemos como el origen de un cautivador legado histórico, por más que el tiempo nos haya escamoteado los nombres de sus autores ―al referirme a los orígenes pienso particularmente en las que muestran un paisanaje de aire tremendista, entre Galdós y Baroja: hombres aprestados de boinas y bufandas, arrebujados detrás de un carrito lleno de relojes, niños de color sepia ante lo que no eran todavía ni casitas ni tenderetes sino chabolas de madera, ancianas sentadas sobre un cajón de fruta con la inevitable balumba de chatarra a los pies―, pero también los cuadros, los grabados y los aguafuertes de quienes, aparte de ser grandes pintores, fueron también grandes observadores de “los lugares que aclaran el misterio de la identidad del corazón”, como Ramón Gómez de la Serna llamó no sólo a nuestro Rastro sino a todos los Rastros. Goya, Solana, Sorolla, el dibujante e historietista Ricardo Opisso ―que trazó una de las más encantadoras imágenes del lugar en “El club de chicos en el Rastro” para el TBO―, un joven Manuel de la Cruz Vázquez, pintor de cámara del hermano de Carlos III, le dedicaron horas de aterido embeleso. Todos ellos fueron en su día la punta de lanza de una comunidad, más discreta que secreta, de curiosos e interesados en la vida espiritual de los objetos, que no es aquello que queda tras el uso extenuante, la impresión de alma que puede transmitirnos un puchero abollado, sino aquello que los objetos siempre fueron, y que sólo el manoseo de diferentes generaciones de aladinos permite ver. Es evidente que el Rastro nunca significará nada para quienes sólo busquen la ganga o la cosa útil: lo verán como un lugar de estafas, de ágiles sustracciones al abrigo de las multitudes, y (sólo en muy contadas ocasiones) de afortunadas transacciones. Pero el Rastro es un limbo, no un cementerio ni un almacén de chatarra, y menos todavía un supermercado para cosas en busca de una segunda vida. Es una metáfora de nuestra propia existencia, nada menos. Los hindúes acudían al Ganges para meditar acerca de su paso por este mundo repleto de espejismos, para ver en el correr cada vez más legamoso de sus aguas una imagen de aquello en lo que se convierte el ser que no presta atención a su destello divino, la pequeña perla nacida de una fuente remota que termina siendo prisionera del barro. Nosotros tenemos en el Rastro nuestro propio Ganges. Aquí podemos encontrarnos con la célebre (y tan asustadiza) belleza escondida en la maraña, esa delicadeza que tantas veces la prisa nos hace pasar por alto, y que sólo parece brillar para el niño, el joven distraído, el poeta. O podemos encontrar un reflejo insólito de nuestra propia fortaleza en la abolladura y el remiendo, en la costura medio desgarrada que llama a algún lugar de nuestro cuerpo, que apela a alguna nueva cicatriz. O podemos sentir, en la larga orfandad de todos esos objetos, una humanidad como la nuestra, que estamos solos ante la noche oscura, ajenos, sin embargo, a este borde de la piel que todavía centellea, y que todavía es pasto de la luz. Vacilantes, como ellos, entre el lugar del que venimos y al que un día iremos ―por no decir volveremos―, escuchamos en el Ganges madrileño algo más que los gritos de los vendedores y el bordoneo de los regateadores. Es una voz que viaja del objeto al alma, y que ahora que pienso en ella me hace recordar un cuento de los hermanos Grimm, “El espíritu de la botella”, donde una vocecita similar llamaba quedamente al escolar, con un quejumbroso “estoy escondido aquí, bajo la raíz: déjame salir, déjame salir”.
A esta tradición de los Sorolla, de los Solana, de los Ramones dibujantes y de los Opisso caricaturizantes, pero también ―y por su herramienta de trabajo con mayor motivo― a la de Félix García, César Lucas, Carlos Saura y Alberto García-Alix, se suma Alejandra Seijas, que acaba de publicar un elegante libro de fotografías en el que recoge un lustro largo de paseos por el Ganges. La mirada de Alejandra, sin embargo, no se detiene solamente en el cambiante currículum de los carritos y de las mantillas tiradas por el suelo, en el relato variable que cuenta la arbitraria disposición de los objetos: esos abigarrados bodegones elaborados por el capricho de un día sin nubes o por la ignota clarividencia de un chamarilero tocado por no se sabe qué gracia (de hecho nunca llegaremos a averiguar si las piezas colocadas sobre un expositor de pacotilla no responderán al orden de una constelación desconocida, de un universo que todavía nos es ajeno) tienen para Alejandra la misma importancia que las fachadas que asoman desde las orillas a manera de pagodas y que los peregrinos que rebuscan entre la quincalla. Ese acercamiento afectuoso nos permite revisar con idéntica atención las mesas ataviadas de mapamundis, antiguas latas de Cola Cao, fotografías de álbumes familiares que ya no guardó nadie (¿a quién no se le rompe el corazón ante esas fotografías?), prismáticos, relicarios, despieces de maniquíes ―ay, Ramón, si levantaras la cabeza―, cerámicas, anillos, cristos esbeltos y cristos espachurrados, quinqués, y libros editados en un siglo que, de cuantos estamos aquí, no nos vio nacer a ninguno, como las fabulosas y enigmáticas entradas de los templos, la almoneda Emilio, la almoneda Matusalén, la librería Juanito, y el sempiterno cerrojazo de la tiendecita (con cuadros, relojes de péndulo y espejos colgados de su puerta metálica, pintarrajeada de grafitis) que yo siempre he recordado desde niño por el entrañable detallito de que compraba “menudencias”. ¡Menudencias! Imaginemos por un momento la clase de personas ―qué oportuno que antes haya citado a los hermanos Grimm― que comprarían y venderían cositas así. Y luego, para seguir jugando a que hasta el propio Ganges puede transformarse en un bosquecillo encantado, imaginemos esas “cositas así”.
Un poco más allá del río y entre los árboles ―que quizá son farolas― Alejandra nos lleva de la mano a que nos asomemos a una periferia de templetes poco tratados por los exploradores que, cámara o pincel en ristre, pisaron el lugar antes que ella. Me refiero a las corralas de Bastero y de Carlos Arniches, de la calle Ruda, con el interior rococó de sus pasamanos y sus balconcitos de hierro forjado, los territorios silvestres de la Ribera de Curtidores y de la Plaza de Vara de Rey, las sorprendentes vistas de un Madrid con agujas y tejados castellanos, y al fondo el abigarramiento de las fachadas levantadas como meros sistemas de almacenaje sin el menor criterio estético, creciendo y creciendo en espirales hacia un futuro en ruinas. La espectacularidad de un día de sol subidos a una palmera o un tejado (menciono la palmera porque he llegado a ver, bajo un enorme monolito de cristal centelleante, algo similar a una palmera) puede quedar empañada si fijamos la vista durante demasiado tiempo en los ceñudos y como expectantes edificios del fondo. Es muy sencillo hacerlo: aquí un pequeño paraíso, con sus objetos parlanchines, sus fantasmas vestidos de Ramón, incluso los largos y estrechos corredores con una vegetación silvestre pegada a las paredes; allí el canibalismo y la violencia de las cosas hechas para la depredación, el mismo ímpetu que nos ha sostenido desde las cavernas hasta el viaje a la Luna perdido en los pasadizos del laberinto administrativo. Aquello es también un Rastro, de hecho, pero es un tipo muy distinto de Rastro. Lo que se agolpa bajo las marquesinas, a lo largo de las aceras, con terribles abolladuras y con una misma conciencia cariacontecida, es la triste colección del maniquí humano, la multitud arrasada y dividida en cada una de sus piezas, tan extenuadas como todos estos objetos peregrinos y del mismo modo a la espera, resignadamente, de una elección. Desde aquí uno es capaz de escuchar aquel lamento del cuentecito de Grimm: “dejadme salir, dejadme salir”; pero por suerte la naturaleza se desata una vez más, y lo que vemos ya no es la ciudad convertida en su futura ruina, ni los maniquíes con los brazos levantados hacia un cielo que parece escoger cada vez con una mayor arbitrariedad y una mayor codicia, sino el Ganges recubierto por la nieve. ¿Y esto (pag. 195): el bosquecillo de lianas del que brotó, de una perlita de sudor, el dios Hanuman? ¿Y esto otro (pag. 38): espectros ahorcados de las novias que nunca fueron? ¿Y tú: a quién hiciste tú perder la cabeza, mujer desnuda de la pag. 103? ¿De qué reino fuiste diosa, joven de los pechos desnudos de la 197, olvidada entre tronos de terciopelo? ¿A cuántos sedujiste, a cuántos engañaste, cuántos se suicidaron por tu causa, oh diosa Philips de la 157? Borges dijo que las mismas manos que nos piden unas monedas podían reproducir las que fueron clavadas a una cruz: yo he presenciado la historia del mundo en la forma de unos tejados, en todas esas manos fotografiadas por Alejandra que inician o completan un intercambio.
¿Cuánto de Ganges, pues, tiene este misterioso rincón de Madrid? Tanto, seguramente, como de Rastro tiene la vida, o como puede haber en una máscara suspendida de un cordel de verdadero dios (“Cuidado”, dijo Baudelaire, al ver que alguien se deshacía sin contemplaciones de un tosco fetiche: “ese podría ser el rostro del dios verdadero”). Al fin y al cabo, aquí no estamos para dar cuenta notarial de la realidad “real”. Aquí, aunque esta afirmación sorprenda a muchos, hemos venido a jugar. Y este aquí no abarca un rincón muy concreto de mundo, ni siquiera un lugar un poco más grande que ese rincón. Abarca una vida entera. Pensemos en lo distinta que sería esta tierra si cada uno de cuantos llegamos a ella, como Hanuman, de una perlita de sal, fuéramos conscientes de que no hemos venido aquí para sufrir. Esto y no otra cosa es lo que transmite la cámara de Alejandra al triangular pequeñas realidades transitorias: un rincón, menudencias, el alma de un objeto. De pronto la extrañeza se convierte en un estado permanente, y reconocemos que esa extrañeza es extraña porque proviene de algo cada vez más inesperado: un tono de singular alegría, una cordialidad producida por el mero hecho de existir. Su cámara captura el inusual hermanamiento del hombre y el objeto no en aquello que los hace prisioneros de la inercia, sino en el maravilloso reconocimiento de estar vivos. Y ese reconocimiento, bajo la mirada de Alejandra ―¿una cámara encantada, un libro encantador?: yo diría que ambas cosas―, parece que se basta para dar la felicidad.
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Autora: Alejandra Seijas. Título: Todo Rastro Madrid. Editorial: La Librería. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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