Otro treinta de noviembre, el de 1979, hace hoy cuarenta y tres años, un capítulo de la historia del rock está a punto de llegar a su conclusión con todo un momento estelar. Se trata de un final que viene implícito con la puesta a la venta de The Wall, el segundo álbum doble de Pink Floyd. Llegado a los comercios del Reino Unido un día como hoy —a los estadounidenses y al resto del mundo lo hará una semana después, el ocho de diciembre—, con The Wall, el disco en cuestión —El muro para las audiencias españolas— culmina la popularización de una banda que aún era para iniciados diez años antes, cuando el siete de noviembre de 1969 se puso a la venta su primer doble álbum: Ummagumma. Con su portada en mise en abyme —en una foto de la banda se imbricaba otra igual, a excepción del miembro del grupo sentado en el taburete del primer término de la escena, que iba variando—, los Pink Floyd de Ummagumma aún oscilaban entre el rock psicodélico que miraba al espacio y el experimental. Diez años después, habiendo alcanzado una popularidad inusitada en los días de Syd Barrett con The Dark Side of the Moon (1973), revalidada con Wish You Were Here (1975), la banda se decantaba por el art rock.
Ópera para unos, álbum conceptual para muchos más, El muro es la cumbre y el final del rock de los 70. No sólo porque aparece a finales del último de aquellos años, también porque todo lo que va a llegar va a ser distinto. El ritmo del Diablo seguirá gozando mayoritariamente del favor de la juventud durante al menos un par de décadas. Desde la noche de los tiempos, pocas manifestaciones culturales han gustado tanto a tanta gente como el rock en la segunda mitad del siglo XX. No hace falta hablar inglés para entenderlo. Como la pintura abstracta, transmite emociones que obedecen a un lenguaje universal. Pero en cierto sentido, en todo lo venidero habrá cierta voluntad de ruptura con este doble álbum que marca la cumbre de Pink Floyd.
Las angustias de Roger Waters que lo inspiran —la muerte del padre en la batalla de Anzio (1944), la sobreprotección de la madre a consecuencia de la orfandad, la férrea educación británica, los fracasos sentimentales, las miserias de la cima del rock— confieren una gravedad a todos los temas del álbum diametralmente opuesta a la frivolidad de la que habrá de jactarse la Nueva Ola.
De una u otra manera, The Wall va a ser el disco más vendido de los años 70 y el tercero de toda la historia de los registros musicales. Los 33 millones de copias que facturará y los 23 discos de platino que merecerá darán buena prueba de ello. Pero las cifras se quedarán en nada ante el lugar que ha de ocupar en la banda sonora de la existencia de sus oyentes. Para muchos será el último álbum conceptual del rock, no porque éste deje de expresarse en álbumes conceptuales —los mismos Pink Floyd publicarán posteriormente The Final Cut (1983), también temático—, sino porque su experiencia con el ritmo del Diablo discurrirá por otros derroteros.
Serán muchos los oyentes de Pink Floyd que, apenas unos meses después, se dejarán seducir con sumo agrado por las bandas de la Nueva Ola. Lo harán Incluso algunos de los que al ver por primera vez la portada, ávidos de aprenderse de memoria los créditos de la grabación, echen de menos a Hipnosis, el colectivo de diseño gráfico que ha realizado las ilustraciones de todos los álbumes anteriores de la formación. En efecto, entre sus seguidores más entusiastas de los diez años que ya están quedando atrás, abundarán quienes renuncien a sus viejas costumbres en aras de lo que está por llegar. Tras la catarsis punk —de la que surgirá la nueva ola y hace 43 años aún se vive—, uno de ellos hará el viaje a la inversa: del rock de los 70 al rock & roll seminal. Ya rocker, negará a Pink Floyd como se niega a un Dios. Y al cabo de una vida, ya anciano y andando en nuestro tiempo, cuando el día en que se puso a la venta El muro forma parte de los recuerdos del “pelo largo” sostiene que, si volviera a nacer, amaría a todo el rock en su conjunto, del principio al final de su historia, aún más de lo que lo amó y agradece a quien corresponda que le haya dado el tiempo necesario para rectificar.
Pero estamos en 1979. Apenas quince días después llegará a las mismas tiendas, a las que un día como hoy llegó El muro, el London Calling de The Clash. La revolución punk está en su máximo apogeo y los punkies tienen en los Pink Floyd uno de los objetivos a derribar. Nadie quiere a esos maestros que han sido otro ladrillo en el muro para Roger Waters —alma mater de The Wall—, pero para los nuevos amantes del rock, con sus crestas de colores o la furia de The Clash, Pink Floyd, en su conjunto, son otro ladrillo en ese muro que hay que derribar.
La gloria de aquel día tal que hoy tiene su origen en un momento anterior e igualmente estelar. Está fechado el seis de junio de 1977, durante un concierto de la gira de Animals —el álbum que presentaron aquel año los Floyd— localizado en el estadio olímpico de Montreal. Alguien había hecho estallar un petardo y Waters —bajo, vocalista y artífice de la espectacular puesta en escena de los conciertos— estaba muy enfadado: un adolescente intentó subirse al escenario y el bajista de los Floyd, acaso al hilo de la costumbre punk, soltó un esputo al chaval en pleno rostro. Al punto se sintió mal consigo mismo, como aquel que yo me sé que negó a esta banda como se niega a un dios— y se puso a pensar en esas miserias del estrellato del rock que habían de constituir una de las angustias inspiradoras, uno de los ladrillos de El muro.
David Gilmour, el guitarrista de la formación, también es el compositor de algunos de los temas del disco que habrán de pasar a integrar la banda sonora de toda una generación, los recuerdos del pelo largo. Valga como ejemplo Confortably Numb. The Wall es un disco oscuro y violento producido por Bob Ezrin, un “wagneriano”, a decir de la crítica, a quien se debe el sonido de Berlín (1972), de Lou Reed, otro álbum legendario de los 70. The Wall es algo muy profundo y sentido por todo aquel que ame el rock. Así se escribe la historia.
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