Fotografía de portada: Lee Friedlander
Para esto el teatro
Decía Borges que el teatro consiste en que una persona finja ser quien no es delante de otra que finja que se lo cree. Lo recuerda Juan Mayorga, premio Princesa de Asturias de las Letras de este año, al referirse al que quizá sea uno de los rasgos que más nos determinan como especie: esa necesidad íntima de atender a historias que no ocurrieron, pero que convenimos dar por ciertas durante el tiempo que dura su relato o su escenificación. Cuenta el dramaturgo madrileño algo que le ocurrió durante unas vacaciones en la isla de Gozo, allá por el archipiélago maltés. Había acudido allí con su familia para pasar la Semana Santa. La noche del Viernes Santo, tras todo un día de caminatas por los alrededores, salió solo a dar una vuelta por las calles del pueblo donde se alojaban. Estaban completamente vacías. Caminó sin rumbo fijo durante unos cuantos minutos hasta que dio con la plaza donde se levantaba la iglesia. Ante la fachada, en un puesto rudimentario, una mujer vendía estampitas de santos. Del murmullo incesante que llegaba a través de las rendijas de las puertas y de la luz que filtraban las vidrieras se deducía que había gente en su interior, así que optó por entrar. Comprobó así que no es que hubiese unos pocos parroquianos asistiendo a la misa correspondiente, sino que se encontraba en aquel templo el pueblo entero. Ante el altar, un muchacho portaba una gran cruz y silabeaba una oración que los asistentes repetían con fidelidad ensimismada. En un momento dado, el joven se giró con el crucifijo en sus manos, descendió las escaleras que conducían hacia la nave y, una vez situado en el centro del transepto, giró noventa grados y se dispuso a abandonar la iglesia por una de sus puertas laterales. Los fieles se levantaron, formaron una disciplinada fila a sus espaldas y siguieron lentamente sus pasos. «Esto es que empieza la procesión», pensó Mayorga, que se levantó también para situarse en el último lugar de la comitiva. Ésta, en vez de aventurarse por las calles del pueblo, rodeó disciplinadamente el edificio eclesiástico y volvió a entrar en él por la puerta principal. Los fieles ocuparon los mismos asientos donde se habían sentado minutos antes, y el muchacho de la cruz se situó de nuevo ante el altar para iniciar de nuevo su oración. El forastero, sorprendido, salió y fue hasta el puesto donde la mujer, solitaria, exponía sus estampitas ante una plaza desierta. «No he entendido esto que acaba de ocurrir», le dijo. Ella, con la naturalidad con que aceptamos lo que, por inverosímil que sea, damos por consabido, le explicó: «El rito dice que en Viernes Santo hay que visitar siete iglesias; como en el pueblo sólo tenemos una, lo que hacemos es entrar y salir de ella siete veces.» Mayorga sacó enseguida la única conclusión posible: «Para esto el teatro».
El olvido en bronce
En Times Square hay una escultura erigida en honor de George Michael Cohan, que fue un dramaturgo, actor y cantante al que pocos recordarán hoy pese a que llegó a conocérselo como «el dueño de Broadway» y se lo considera el padre fundador del teatro musical estadounidense. La estatua que inmortaliza su efigie pasa hoy inadvertida, o casi, entre las multitudes que deambulan por esa encrucijada donde la Séptima Avenida acogió en tiempos las oficinas del diario The New York Times y que están más pendientes de los anuncios luminosos o de los carteles de los teatros que de escudriñar la identidad del personaje que los observa encaramado a un pedestal. Observo la efigie de bronce en la fotografía que le tomó Lee Friedlander para su serie The American Monument y no deja de ser curioso que llame mi atención: si por algo se caracteriza ese conjunto de imágenes es por reflejar los monumentos públicos no en su singularidad buscada, sino dentro del contexto que los acoge, lo que lleva a que casi siempre pasen inadvertidos, una pieza más dentro de un entorno que no siempre los tiene en cuenta y en el que acaban siendo meros figurantes, sino elementos absolutamente desechables que terminarán cualquier día arrumbados en algún almacén sin que nadie —o sólo esos eruditos locales que uno encuentra en cualquier lugar y gastan sus muchas o pocas horas de ocio en estudiar hasta el detalle más absurdo o inane de la ciudad donde nacieron o en la que residen— repare en su ausencia. Es inevitable: todos los días pasamos junto a esculturas y placas que recuerdan nombres que en su momento fueron ilustres y hoy no nos dicen nada, y no es raro que en nuestros viajes reparemos en memoriales de cuyos destinatarios no sabríamos decir gran cosa y de los que tampoco conseguimos averiguar nada, puesto que las inscripciones que los evocan dan por seguro que todo el mundo sabe aquello que, en realidad y después de tantos años, es normal ignorar. Es caprichosa la posteridad, y también arbitraria e implacable, y ni las estatuas ni los nombres de las calles evitan que el olvido haga su trabajo si es eso lo que tiene que ocurrir. No conozco a nadie que, de paso por Nueva York, se fijara en la escultura de Cohan o que, en el caso de hacerlo, se detuviera un momento a averiguar quién era ese personaje cuya figura preside una de las esquinas de su meollo sentimental. Tampoco sé de muchas personas capaces de resumir en una o dos frases las existencias de quienes dan nombre a las calles de su ciudad o identidad a sus estatuas, ésas que casi siempre pretenden rendir homenaje a una memoria cuando, en realidad, sólo perpetúan un olvido.
La dificultad de dejar paso
Tuve un abuelo que era muy de Felipe y otro que era muy contra Felipe, lo que provocó que mi niñez y parte de mi adolescencia se situasen en el exacto punto intermedio que separaba las dos Españas de entonces. La figura que poco después de mi llegada al mundo generaba una pasión casi unánime se había convertido ya en objeto de admiración —aunque fuera en algunos casos resignada o voluntariamente olvidadiza— o de inquina, y era difícil, si no directamente imposible, encontrar una persona que supiera juzgar al personaje —pero nunca ocurre esto mientras está sucediendo la historia; siempre se da a posteriori, cuando hay perspectiva y se conocen las consecuencias de lo que entonces aún era presente y transcurría— desde una perspectiva medianamente ecuánime. No busca esa ecuanimidad Sergio del Molino en las páginas de Un tal González, el libro en el que novela de modo fragmentario las andanzas de quien presidiese el Gobierno español entre 1982 y 1996, y acaso sea ésa la razón de que atine a dar con una visión razonada y razonable de quien él considera la figura política más importante de la España del siglo XX. No sé si estoy de acuerdo en este caso: están Manuel Azaña y Francisco Franco, los dos relevantes por razones diferentes en el fondo y en la forma —claramente admirables en el caso del primero, execrables a más no poder en el segundo—, pero sin duda ambos formarían parte de un triunvirato que de modo irrefutable cerraría el que fuera carismático líder del PSOE. Hay en el libro de Del Molino un análisis sosegado de los claroscuros del poder, de su alcance y de sus contradicciones, de la complejidad de supeditar lo individual a lo colectivo y de los riesgos que asume cogiendo el timón a sabiendas de que las tempestades se le reprocharán siempre mucho más de lo que se le agradecerá la calma. Hay también, entre líneas, una reflexión perfilada de lo mucho que cuesta dejar paso, desentenderse de lo que se fue para dejar que sean otros quienes ocupen el lugar donde se halló uno, de la desconfianza que inevitablemente vierten sobre las nuevas generaciones quienes se consideraron protagonistas de la suya. La primera parte del libro se centra en el conflicto que el nuevo socialismo propulsado desde el sur de la península abrió contra aquel otro que conspiraba en el exilio, de cómo se esforzaron primero por hacerles ver que la España que daban por supuesta tenía poco que ver con la real y de qué modo tuvieron que apartarlos cuando observaron sus reticencias a aceptar que el curso de la historia desmentía sus nostalgias. Entre el fin de la guerra civil y aquel periodo habían transcurrido poco más de treinta años. Han pasado cuarenta desde la fastuosa victoria del PSOE en las elecciones generales de 1982, y muchos de quienes entonces saborearon las mieles de la primera mayoría absoluta de nuestra democracia aún se resisten a comprender que la España que enfila la tercera década del siglo XXI se parece poco a aquélla que ellos conocieron, en parte gracias a su propio trabajo, y que las recetas de entonces pueden no sólo revelarse inservibles ahora, sino incluso resultar contraproducentes. Quizá quienes impulsaron un tiempo nuevo en aquel concilio de Suresnes hicieran bien en tomar aquel episodio como espejo y analizar el modo en que se sienten reflejados, y comprender que el mundo gira, y concluir que no se trata de que la época actual desmienta su legado. Más bien al contrario: lo ha incorporado de tal modo a su bagaje que ha hecho irrenunciables sus premisas más relevantes, cuya autoría nadie les niega, pero las circunstancias y los retos ya son otros, e igual que ellos hicieron ver a los viejos exiliados que no había lugar para repetir tramas sabidas en las páginas que estaban por escribir, deberían asumir que lo idóneo ahora sería abandonar los reproches, y ayudar en la que puedan, y ladearse y dejar paso.
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