Basil Rathbone caracterizado de Sherlock Holmes.
Hay muchas formas de nostalgia, y escribir novelas es una de ellas. Para ciertos novelistas entre los que me cuento, narrar historias no es sólo un ejercicio de creación sino también una forma de recobrar, de reescribir incluso, libros que en otro tiempo amó. Que marcaron su vida y su trabajo. Su manera de mirar el mundo, la literatura y la vida.
Sólo advertí una forma de resolverlo: combinar al escritor veterano con el lector ingenuo que antaño fui. Mezclar ambos extremos, asombro y experiencia. En un tiempo en que, al socaire del momento, la hoy llamada novela negra tiende a plantear sus tramas como ¿quién lo hizo?, mi intención era volver al viejo ¿cómo lo hizo?, recuperando las maneras de la antigua novela-problema. Aquélla —Agatha Christie, Ellery Queen, John Dickson Carr— cuya construcción y resultado pueden considerarse como la resolución de un enigma matemático.
Una vez decidido eso, esta novela se planteó como un desafío: comprobar si todos aquellos años y lecturas, y la vida vinculada a unos y otras, bastaban para conseguir una trama que fuese reescritura de muchas otras, pero elaborada ahora de modo original, con mecanismos narrativos que las conectaran entre sí. Con referencias cruzadas, guiños, trampas y trucos del oficio. Un estructura novelesca que me hiciera disfrutar mientras la desarrollaba y que hiciera disfrutar al lector inteligente al sentirse víctima, y también partícipe, de una perversa estrategia narrativa.
Esta novela no podía escribirse de modo unidireccional, con el autor limitándose a inventar o reelaborar materiales. Para resolver, no el enigma, sino el problema técnico de contarlo, era imprescindible recurrir, no a la benevolencia del lector, sino a su complicidad. Incluso a su complicidad activa. No se trataba, en fin, del clásico choque entre detective y asesino, sino de un duelo de inteligencia entre el autor y el lector: una partida de ajedrez en la que uno y otro manejasen como piezas —y también como trampas— sus conocimientos de literatura policial: esa enciclopedia lectora que podría, incluso, volverse contra uno y otro.
Confieso que recobré el placer, no sólo por la escritura, planeando jugadas y acechanzas contra el lector, sino porque no era suficiente con recurrir a mi memoria. Debía refrescar viejas lecturas, pero también leer lo que no había leído antes, y hacerlo con la experiencia de sesenta y cinco años de biblioteca y tres décadas de escribir novelas. Con una mirada hecha a la lectura y al oficio. En consecuencia, la construcción de El problema final —guiño a uno de mis relatos preferidos de Conan Doyle— me ha deparado año y medio de felicidad lectora, revisitando no sólo el canon de Sherlock Holmes, sino también cuanta literatura encontré referida al personaje. Pero eso no fue todo, porque la historia me forzaba a profundizar en el relato policial de antaño, la novela de enigma, los problemas de crimen imposible, el asesinato en cuarto cerrado y otros elementos tradicionales; y eso implicaba la deliciosa necesidad de volver a los clásicos citados más arriba, pero también a Poe, Wilkie Collins, Chesterton, Futrelle, Gaboriau, Leroux, Edgar Wallace, S. S. Van Dine, Dorothy Sayers, Stanley Gardner y muchos otros, incluido el Borges de Seis problemas para Isidro Parodi. De todos he vuelto a aprender, y a todos he saqueado sin piedad.
Y en fin, ahí la tienen. El problema final no es una novela negra, dicho sea con todo el respeto para quienes las escriben, sino una novela-problema como las de antes, sólo que de ahora. Una apuesta arriesgada, que mientras trabajaba en ella me hizo sentir lector inocente, a ratos, y manipulador perverso, en otros. Al fin y al cabo —vida, libros, juego, enigma— ¿qué más puede un autor pedir a una buena historia?
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Artículo publicado en ABC Cultural.
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