La España del siglo XVII no fue el mejor lugar del mundo. La expulsión de los moriscos (que muchos creían necesaria para la unidad religiosa y para alejar el peligro de su complicidad con los corsarios musulmanes) emputeció aún más el paisaje, haciendo desaparecer la poca industria manual que nos quedaba, excepto en algunas zonas de Galicia y la cornisa cantábrica. También, de paso, lo puso aún más fácil a la leyenda negra de los españoles crueles, fanáticos, arrogantes y sin nada que aportar al mundo, alentada por los enemigos a los que la todavía gran potencia internacional tocaba el trigémino. Pero esa imagen era falsa, porque España, pese a las limitaciones impuestas por la Contrarreforma, seguía influyendo en el pensamiento intelectual de Europa. La ciencia y la cultura griega y oriental habían sido traducidas aquí de textos árabes y hebreos, el mecenazgo de la monarquía alumbraba obras artísticas inmortales, la actividad de las universidades se extendía a América, los jesuitas combinaban con eficacia ciencia, política y religión, los escritos de los navegantes españoles eran solicitadísimos por sus competidores ingleses y holandeses, las tácticas de los tercios revolucionaban el arte militar, y el Quijote de Cervantes era un pelotazo internacional. Incluso el matrimonio del gabacho Luis XIII con Ana de Austria había puesto lo hispano de moda en las simbólicas portadas del Hola de la época, con vestidos, maneras y costumbres cispirenaicas. Sin embargo, pese a eso y más, los propios indígenas hicimos cuanto pudimos por confirmar la mala reputación pregonada por los innumerables cabroncetes enemigos. Exhausta de guerras y esfuerzos, España se apagaba (Yace aquella virtud desaliñada / que fue, si rica menos, más temida / en vanidad y sueño sepultada, escribió amargo y genial Francisco de Quevedo). Mientras la monarquía y la nobleza vivían en un lujo basado en la corrupción y en acribillar a impuestos a quien trabajaba y tenía un maravedí en el bolsillo, el pueblo casi ocioso, rezando en el interior de las iglesias o mendigando a la puerta de ellas, se buscaba la vida como podía, y al Estado se lo consideraba única fuente de riqueza de la que todos esperaban sacar algo sin contribuir con su trabajo, como señaló el historiador Eduardo Ibarra. Sin embargo, España siempre tuvo algo de paradoja tragicómica, y en este caso no sería menos. El empobrecimiento y la decadencia social tuvieron como consecuencia (y ahí está la guasa del asunto) un esplendor asombroso: un Siglo de Oro (entre 1580, con las primeras obras de Lope de Vega, y 1681, con la muerte de Calderón de la Barca) que acabó por influir muchísimo en la cultura de Europa. Como el trabajo manual se consideraba en España deshonroso y la Inquisición entorpecía la ciencia y la filosofía política, la inteligencia española se centró en la observación de la vida cotidiana y la sátira social, alumbrando creaciones extraordinarias. El maltratado hidalgo cervantino había desbrozado el camino; y tras él, desgarrados, ocurrentes y sarcásticos, se lanzaron los mayores ingenios de aquel tiempo. El héroe popular ya no era el paladín andante de los libros de caballerías, sino el antihéroe desencantado y pícaro que vivía de engañar al prójimo, en novelas geniales como el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, el Buscón de Quevedo y otras escritas por peña de singular talento, cuya lectura permite penetrar hasta el hueso, con exactitud y precisión documental, el momento y las gentes. Ninguna sociedad se retrató nunca como los españoles de entonces a sí mismos. Las letras llevaron a los libros lo que realmente había en la calle: el estudiante pícaro, el hidalgo pobre, el cura, el mendigo, la mujer audaz, la beata, los criados desleales, el ladrón sin escrúpulos, el soldado fanfarrón o el espadachín a sueldo (de todo eso nació el capitán Alatriste). Los mismos personajes protagonizaron un relumbrar del género teatral que no tiene igual en la historia de la cultura europea: las tramas y recursos de Lope, Tirso, Calderón y tantos otros, traducidos a todas las lenguas cultas, llenaron de público entusiasta los teatros y fueron imitados por los más destacados autores guiris (Corneille y Molière se los apropiaron por la cara), hasta el punto de que Alejandro Dumas (con Los tres mosqueteros), Rostand (Cyrano de Bergerac) y otros compadres del plumífero oficio basarían luego sus obras en la tradición de los espadachines teatrales y novelescos españoles, del mismo modo que la novela viajera y picaresca hispana influyó en narradores anglosajones como Smollett, Sterne, Fielding y Dickens. O sea, vamos. Decadencia, sí; para qué negarlo. Pero según y cómo, oigan. Y no tanto como nos cuentan.
[Continuará].
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Publicado el 26 de enero de 2024 en XL Semanal.
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