Hace unas semanas compré una lámpara de lectura, de ésas que tienen un pie y un tallo largo, flexible. La busqué convencional, como la que había tenido antes: veinte años de honrados servicios junto al sillón, ayudándome a leer. La difunta había sido una lámpara seria, buena, ejemplar. Una lámpara de toda la vida, con sus luminosas bombillas. Y ahí estaba el problema, en las bombillas, porque la última de reserva se había fundido y ya no había manera de encontrar repuestos. Así que tuve que jubilarla y fui a una tienda donde adquirí la nueva. Me mosqueó un poco que en vez de interruptor convencional tuviese una especie de sensor que encendía y regulaba la intensidad de la luz pasando suavemente un dedo. «¿No hay de otra clase?», pregunté suspicaz al vendedor. «Sólo con este sistema —respondió—, pero ya verá que es mucho más cómodo». En los últimos tiempos, cada vez que me dicen que algo es más cómodo me echo a temblar, pero no había opción. Necesitaba una luz de lectura y compré la nueva lámpara.
Pero no es la puta lámpara, claro. Ojalá fuera sólo eso. Es que me tienen rodeado. O nos tienen, si es que se ponen ustedes de mi parte. Hace una semana, en un restaurante supermegapijo, fui a lavarme las manos: un acto sencillo en principio, sin complicaciones previsibles. Pues fíjense. Las puse primero bajo un dispensador de jabón que me echó un chorrito. Y luego, incauto de mí, busqué el activador del grifo. Pero el grifo era una cosa de acero lisa, sin nada visible. Busqué manivelas, pedales, pero ni flores; así que supuse que se trataba de un sensor —para mi comodidad, por supuesto—. Estuve, y no les exagero, casi un minuto haciendo pases mágicos debajo del grifo, pero aquello estaba más seco que los Monegros en agosto. Así que me tuve que limpiar el jabón con un clínex y volver a mi mesa con cara de gilipollas.
Creo que escribí hace tiempo sobre estas cosas —aquel hotel ultramoderno que era una auténtica pesadilla—, pero es que me lo están poniendo cada vez peor: restaurantes con luces indirectas o circunstanciales donde no ves lo que comes, habitaciones de hotel bellamente ambientadas con penumbras diversas donde no hay ni un solo lugar con luz suficiente para leer, mandos de ducha que exigen del usuario haber hecho previamente un curso de ingeniería hidráulica y que siempre disparan el agua fría cuando estás toqueteándolos debajo del chorro… Etcétera, etcétera e innumerables etcéteras más.
Y, bueno. Si a todo eso añades que algunos diseñadores de ambientes que se pretenden rompedores son tontos del ciruelo, encuentras casos como el de la habitación de un hotel en el que estuve hace poco, donde el cuarto de baño y el dormitorio estaban separados, en vez de por una pared —que al parecer es una zafia vulgaridad—, por un bonito y elegante cristal transparente. Lo cual puede ser agradable si te acompañan un señor o señora estupendos, porque verlos ducharse es un agradable espectáculo; pero en otra clase de situaciones resulta incómodo. Por fortuna, en mi caso estaba solo; pero aun así el panel de cristal me dio la noche. A mi edad no es raro que una cena excesiva, un dolor de cabeza o la puñetera próstata te despierten en mitad del sueño, de modo que una luz encendida en el cuarto de baño, tras la puerta entornada, ayuda a orientarse en la oscuridad. Pero al no haber pared sino cristal, la luz encendida no me dejaba dormir. Tuve que apagarla, claro. Y cuando me levanté a miccionar, lo primero que hice fue darme un leñazo con el cristal. Y allí tuvieron ustedes al amigo Reverte, o sea, a mí, a las tres de la madrugada, con setenta y dos tacos de almanaque a cuestas, blasfemando en voz alta y clara de las lámparas, de los grifos, de los hoteles, de los diseñadores, de los fabricantes, de los arquitectos y de la madre que los parió.
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Publicado el 1 de marzo de 2024 en XL Semanal.
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