Hace mucho que no les cuento una batallita del abuelo Cebolleta. Supongo que en los treinta años que llevo en esta página las he contado casi todas, al menos las que puedo contar —alguna queda de las que no se pueden, o momentos olvidados que de pronto dicen hola, aquí estoy—. Pero resulta que esta mañana, cuando me puse a teclear, el asunto me daba vueltas en la cabeza. Y es que anoche me acosté pensando en eso. Había estado viendo imágenes de la guerra de Ucrania y me fui a la cama con ellas: vistas aéreas, tomadas mediante drones, de infelices soldados encogidos en sus trincheras, acurrucados como niños con miedo, mientras desde el artilugio aéreo, teledirigido, les dejan caer pequeñas bombas que estallan entre ellos y los hacen trizas. La guerra tal como se hace hoy, vamos. Y la verdad es que, viéndolo, me alegré de ser lo bastante viejo para no andar por ahí, cubriendo las guerras de ahora. Han cambiado mucho las cosas y dudo que sobreviviera en una trinchera de ésas. Estar en primera línea es jugar a la lotería con demasiadas papeletas a favor de que te toque.
También estuve viendo imágenes de soldados capturados o derrotados: el cansancio, el dolor, el miedo. Eso, sin embargo, no ha cambiado en absoluto. Siguen siendo los mismos rostros, los mismos chicos, los mismos desgraciados tantos años después, como lo fueron y son desde hace siglos, de Troya a Ucrania y tiro porque me toca. Incluso la infame crueldad de algunos vencedores, o del ser humano en general. La bomba que desde el dron cae directa y deliberadamente, en vertical, sobre los cuatro soldados que cargan una camilla con un compañero herido, fría secuencia en blanco y negro. O el soldado que, cuchillo en mano, se agacha sobre un prisionero cuyos chillidos de horror coinciden con el momento en que quien está grabando —ya nunca un periodista, sino otro soldado— aparta el teléfono móvil para ahorrarnos el desenlace. Nada nuevo, como digo. Esa última escena me recordó Beirut en 1976, cuando un combatiente local —da igual el bando, todos actuaban y actúan del mismo modo— me mostró un bote de cristal con lo que creí eran melocotones en almíbar y resultaron ser orejas humanas.
Hago una pausa. Con el último punto y aparte se me quitan las ganas de seguir escribiendo este artículo. Así que dejo el ordenador y telefoneo a Márquez para comentar lo de los drones. Cómo lo ves, le digo. El viejo cámara —tan viejo como yo— se queda callado un momento y luego, con su clásica voz de carraca rota, responde: «Por eso ya nadie va a la guerra de verdad, ni oye un tiro ni un bombazo, y los reporteros hacen la entradilla en un supermercado de Kiev, entre señoras que hacen la compra, con chaleco antibalas y el casco puesto como si fueran ciclistas borrachos». Y luego, tras callarse otro momento, añade: «¿Te acuerdas de las caras de los desgraciados con los que nos largamos de Petrinja?… Ahora ni las caras vemos. Ya no parecen guerras, sino putos videojuegos».
Luego cuelga el teléfono y me quedo pensando en lo de las caras. Y es verdad. Los rostros de soldados eran importantes, o lo siguen siendo, pero apenas se ven ya, excepto en los confusos vídeos que ellos mismos hacen: ni las de los vivos, porque ya ningún reportero los graba cuando combaten, ni las de los muertos o los que van a morir, porque ahora se pixelan, o como se diga, para no herir sensibilidades. Y así cada vez estamos más lejos de lo cierto, del verdadero aspecto físico de la guerra y sus consecuencias, sustituido por esos vídeos de apariencia irreal en las redes sociales a los que además —dicen que la atención del espectador actual sólo dura entre quince y treinta segundos, y me lo creo—, les ponen musiquilla de fondo para amenizar y que no aburran.
Háganme un favor. El 2 de septiembre de 1991, en un lugar llamado Petrinja, Márquez y yo corrimos para salvar el pellejo con lo que quedaba de un batallón de infantería croata destrozado por los tanques serbios. Y cuando nos reagrupamos al otro lado del río, con su frialdad habitual, Márquez se echó la cámara al hombro para grabar a los últimos que habían logrado escapar y llegaban tras correr dos kilómetros, exhaustos, desmoralizados, vencidos. Aquel reportaje se tituló La guerra arrasa Croacia, y aunque con mala calidad de imagen puede verse en YouTube. Dura diez minutos, pero no hace falta que se lo zampen entero. Pueden ir directamente a la última secuencia, minuto 9,54″, antes de los créditos finales. En ella no hay acción, ni violencia, ni nada. Sólo chicos jóvenes que caminan tambaleándose. Pero nunca, en toda mi larga vida como reportero, vi imágenes que mostraran a los hombres en la guerra como los mostraron ésas.
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Publicado el 24 de febrero de 2023 en XL Semanal.
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