Me resisto cuanto puedo, pero no hay manera. Con mi viejo Nokia en el bolsillo, que sólo sirve para hablar por teléfono y no tiene internet, ni aplicaciones, ni siquiera whatsapp –te mando un wasap, dicen, y se molestan porque no tengo–, vivo feliz y no necesito llevar otra cosa encima. Poseo ordenador, como todos, y con eso tengo la vida resuelta, o creía tenerla. Porque resulta que no. Desde hace tiempo, el mundo se confabula para complicármela. Para obligarme a utilizar un maldito smartphone, o como se llame eso. Para reventarme la puta vida.
Vamos a ver, pandilla de cabrones. Entiendo que hay quien por su trabajo, o por gusto, necesita o desea dar con los deditos en un móvil. Lo comprendo y apruebo, pues cada cual plantea su vida como quiere o puede. Pero dejadnos un margen de libertad a los otros, maldita sea. Dejadnos vivir. Y dejad, también, de dar pretextos a bancos, líneas aéreas y demás corporaciones y negocios sin escrúpulos que, con el pretexto de que facilitan tu vida, se la facilitan y abaratan ellos mientras la hacen imposible a quienes no queremos que nos la facilite nadie. Lo que a mí me hace fácil la vida es recibir por correo, en papel de toda la vida para poder archivarlo, los recibos de la luz, el agua, los impuestos, las multas, las comunicaciones oficiales. No tengo por qué pasar una hora descifrando si consume más el lavaplatos que la tele. Ni convertir una operación bancaria, un pago de tasas municipales o lo que sea, en complicada operación llena de claves, firmas electrónicas, confirmaciones de identidad. Eso, en el caso improbable de que todo funcione a la primera y no haya percances cibernéticos que te manden al carajo.
Pero es que la última faena, hijos de la grandísima, es que cada vez menos cosas se pueden imprimir. La tarjeta de embarque, la entrada de cine, la del museo, hay que llevarlas ahora en el teléfono, con su código QR. Cada vez menos sistemas permiten pasarlo a papel. Me ocurrió en el cine, el otro día. Y con billetes de una compañía aérea. Y con la reserva de un hotel. El teléfono de última generación se ha convertido en herramienta imprescindible, incluso para quienes no quieren o saben utilizarla. Si deseas viajar, gestionar algo, moverte por la vida, debes abrirte paso en una maraña de aplicaciones, viviendo en un mundo virtual de mensajes, claves y dependencias. Es cierto que los chicos jóvenes –a los que hemos educado en la suicida negación del desastre– parece que nazcan ya adiestrados. Mejor para ellos; pero ¿qué pasa con la gente mayor? ¿Qué hay de quienes no pueden o no les apetece adaptarse a esa forma de vida? Las soluciones que oyes ponen los pelos de punta. Cursos para la tercera edad, proponen. Para que los viejales nos adaptemos al asunto. Para que un abuelo de 80 tacos que no tiene sobrinos, hijos o nietos sepa bajar aplicaciones y se pase lo que le quede de vida pegado al móvil. En fin, oigan. O sea. Háganme el favor de irse a pastar.
Sé que todo eso es irreversible, claro. No hay otra que tragárselo. Pero al menos tengo esta página para desahogarme. Para ciscarme en los muertos más frescos de quienes me empujan al callejón sin salida, obligándome a vivir de manera insegura y humillante; y también en los muertos de quienes, borregos sumisos, se declaran felices con el sistema y son cómplices por activa o pasiva. Ésos que se resignan o complacen jugándose el subir o no subir a un avión a que les funcione el aparatito. Los que sostienen que hacer que su vida pase única y exclusivamente a través de ese chisme facilita encender la calefacción, tratar con el banco desde casa, poner o quitar alarmas, gestionar viajes o echar gasolina al depósito. Los que aceptan la dependencia absoluta del móvil pero luego se declaran desesperados cuando lo pierden, se lo roban o se les escachifolla, pues pierden las fotos de familia, las aplicaciones para moverse por el mundo, su vida entera, sin dejar atrás ningún papel, ninguna constancia, nada concreto y físico a lo que recurrir para seguir tirando. A quienes –me han hackeado el móvil, exclaman estupefactos, como si fuera imposible– los estafan o les vacían cuentas bancarias desde Singapur o la Patagonia. A todos esos estólidos pringados.
Será porque estoy mayor y amortizado, pero juro por el cetro de Ottokar que a veces sueño con el moderno iceberg del Titanic: una tormenta solar perfecta, el gran apagón que mande todos los móviles y todas sus aplicaciones a hacer puñetas y deje a la humanidad mirándose unos a otros sin saber qué hacer ni cómo hacerlo. Dirán ustedes que si eso ocurre, también yo me iría al diablo. Y sí, en efecto. Me iría, o me iré con todos. Faltaría más. Pero podrán reconocerme entre quienes suelten carcajadas. Aquí murió Sansón, dirá esa risa, con todos los filisteos.
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Publicado el 21 de octubre de 2022 en XL Semanal.
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