Detesto escribir novelas. Es un trabajo duro, minucioso. Un año o año y medio de rutina laboral, de cinco a ocho horas diarias, festivos incluidos. Para un escritor profesional, o al menos la clase de profesional que soy —no un artista, sino un artesano que cuenta historias lo mejor que puede—, eso no se diferencia de otras actividades laborales. Es como ir a la oficina o a la fábrica, fichando a la entrada y la salida. Nada hay de romántico ni glamuroso en ello. Se trata de un trabajo que se hace de forma rutinaria, organizada. Y que fatiga como cualquier otro.
Es peculiar la cabeza de un novelista. Vives de otra manera, concentrado en un mundo paralelo, imaginado, que a menudo se entrecruza con el real hasta adquirir, incluso, más consistencia que éste. De mí podría decir que vivo más tiempo allí que aquí, y les aseguro que eso tiene razonables ventajas. Se parece a pasar de una habitación a otra cuando lo que hay en una no te satisface, pero la otra está amueblada a tu gusto. Y hay un detalle curioso en esa doble vida que transcurre entre realidad y ficción: cuando ésta precede a aquella, la anticipa o anuncia. Quiero decir —aunque no sé si consigo explicarme bien—, que a veces la realidad se limita a confirmar lo que antes has inventado.
Me pasó muchas veces y me sigue pasando. Si la obra de un novelista se nutre de lo imaginado, lo leído y lo vivido, no es menos verdad que a veces el azar acaba situándote ante lugares, situaciones o personajes inventados o leídos por ti. De pronto te encuentras bajo las murallas de Troya, a bordo de la Surprise, ante el cadáver de Rogelio Ackroyd, o te cruzas con Hans Castorp, con madame Bovary, o incluso —salvando las enormes distancias— con tus propios personajes, a los que hasta ese momento creías fruto exclusivo de tu imaginación.
La última vez fue hace poco, y era un lugar. Un paisaje. Tenía casi acabada mi última novela y necesitaba refrescar recuerdos con algunas situaciones y escenarios. Así que tomé un avión para Corfú, donde se desarrolla la trama. Quería asegurarme del mar, el viento, la luz, la vegetación, el color de las casas, los tonos del amanecer y el crepúsculo. Después eso se traduce, tal vez, en sólo un par de líneas —con los años de oficio tiendo a ser más escueto en las descripciones—, pero me parece importante para que el lector, y yo mismo mientras trabajo, situemos mejor lo que ocurre, cómo y dónde ocurre. Y me encontraba, como digo, en aquella isla, con la ventaja añadida de que al estar fuera de la temporada turística el lugar estaba desierto. No había nadie, háganse una idea. Y como además hacía mal tiempo —lo que me iba muy bien para la novela—, podía pasear concentrado en lo mío.
Fue entonces cuando ocurrió otra vez. Había elegido como escenario para mi historia una isla imaginaria situada al norte de Corfú, a la que di el nombre ficticio de Utakos. La había descrito con exactitud: pequeña, arbolada, con ruinas de un fuerte veneciano y una playa protegida del viento del noroeste. Y de pronto, una mañana lluviosa, me vi ante ella. En realidad no era una isla sino una pequeña península, pero idéntica en todo lo demás a como la había inventado, o supuesto. Cada ciprés, cada olivo, cada piedra, estaba exactamente donde debía estar. Y en ese momento, cual si hubiera esperado a que yo llegara, un rayo de sol desgarró las nubes bajas y grises e iluminó la isla como diciendo aquí la tienes, chaval. Y les doy mi palabra de que me pareció ver, o realmente vi, a dos de mis personajes allí mismo, frente a mí o tal vez a mi lado, caminando por la arena en pos de un enigma. Y reí, claro. Reí en voz alta, muy fuerte, feliz, porque uno escribe novelas exactamente para eso.
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Publicado el 22 de septiembre de 2023 en XL Semanal.
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