Fondeo al sur y por fuera de Cala Volpe, en la costa nororiental de Cerdeña, tras haber pasado las bocas de Bonifacio con viento duro y rizos en las velas. Llego cansado, a la anochecida y con poca luz, guiándome por el resplandor del hotel que hay al fondo y por la farola de levante, procurando no arrimarme mucho porque hay piedras a flor de agua por ese lado. Por suerte no es época de turismo náutico masivo y apenas hay algún barco cerca. Al fin largo el ancla frente a la playa, a unos doscientos metros de ésta, dándole treinta y cinco metros de cadena en cinco de sonda para pasar la noche tranquilo, y no la aseguro hasta que el barco queda aproado a la brisa suave que viene del norte. Entonces, ya con todo oscuro alrededor, apago las luces de navegación, enciendo la de fondeo y, hecho polvo, me voy a dormir.
Sobre las tres de la madrugada rola y refresca el viento. Lo oigo silbar cada vez más fuerte en la jarcia; así que, impulsado por esa saludable incertidumbre del marino de la que hablaba Joseph Conrad, me pongo un jersey y subo a tomarle el pulso a la cadena. No vibra, así que me quedo tranquilo. Voy a regresar a la litera cuando veo que las luces verde y roja de un yate grande, de motor, se aproximan en la oscuridad. Para asegurarme de que me ven, doy un par de pantallazos con la linterna y me quedo mirando como la mole oscura se sitúa cerca de mí y oigo el estruendo de su ancla al correr la cadena por el escobén. Al poco rato todo queda tranquilo, la silueta negra del yate permanece inmóvil y yo me vuelvo a dormir. Poco antes del alba vuelvo a despertarme y compruebo que el viento ha caído de nuevo, hasta convertirse otra vez en una suave brisa.
Por la mañana, cuando salgo a cubierta y me siento a leer disfrutando del sol cada vez más alto, descubro con sorpresa, azares del mar, que el yate fondeado por mi banda de estribor tiene pabellón español y matrícula CT-6ª, de Cartagena: un chárter, de alquiler. La brisa que ahora viene del este nos ha hecho bornear hasta acercarnos un poco más. Eso me permite ver y escuchar lo que ocurre a bordo, donde un par de correctos marineros sirven el desayuno a los pasajeros sentados en torno a una mesa, en la popa: media docena larga de guiris, hombres y mujeres jóvenes, ruidosos y maleducados, que tratan a los de la tripulación con una grosería insultante. Arriba, sobre el puente, el patrón —camisa blanca y palas de uniforme en los hombros— lee unas revistas o un libro, y cuando levanta la mirada y repara en mí, nos saludamos con la mano. «¡Estamos lejos de casa!», le grito. «¡Hay días que demasiado!», responde él mientras hace un ademán hacia su popa, como excusándose por el jaleo. Y seguimos leyendo.
Al rato, los guiris piden música fuerte, y se la ponen. Chunda, chunda, chunda. El patrón me dirige una mirada y otro ademán de disculpa y yo me encojo de hombros. Estoy acostumbrado a ver yates grandes y sé cómo son las cosas a bordo. En treinta años de navegar me he visto junto a propietarios o clientes correctos, que se comportan según los usos del mar, y a gentuza grosera y ruidosa, indiferente a las molestias que causan a la tripulación y a sus vecinos de fondeo. Y los de hoy son de los peores. Pura chusma. Parecen ingleses, la mitad de ellos están borrachos a las diez de la mañana, y tratan a los marineros con una arrogancia y una descortesía inauditas. Después les hacen arriar una zódiac y una moto náutica, y como el agua está demasiado fría para bañarse —lo que es una lástima, pues no me importaría ver ahogarse a un par de ellos, o que la moto les hiciera la raya en medio— se pasan varias horas yendo y viniendo entre el yate y la playa, con más música y con los motores atronando sin parar.
Todo apunta a que el vecino va a quedarse ahí todo el día, pero por suerte mis planes son otros. Tengo la intención de dirigirme al sudeste, así que pongo el barco a punto, compruebo nivel de aceite, hago los cálculos adecuados en la carta náutica —soy de los que, sin desdeñar la utilidad del GPS y el plotter, siguen utilizando cartas de papel, lápiz y compás de puntas—, quito la boza al fondeo y me dispongo a irme de allí. Y cuando enciendo el motor, subo el ancla y maniobro para abandonar Cala Volpe, mientras paso muy cerca del yate fondeado saludo al que sigue sentado arriba, sobre el puente. «¡Que le sea leve, patrón —le grito—, y buen regreso!». Y él contesta al saludo levantando una mano, mira resignado hacia su popa y luego otra vez a mí, y responde: «¡Qué ganas tengo de volver a puerto y desembarcar a estos hijos de puta!».
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Publicado el 13 de enero de 2022 en XL Semanal.
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