Quizá para un joven de ahora sea difícil comprenderlo, y por eso apelo a la memoria de los veteranos de mi quinta: los que seguimos vivos y coleando pese a haber conocido los años 50 del pasado siglo. La tele no se había adueñado aún de nuestras vidas, y los niños que al final de esa década teníamos ocho o nueve años alimentábamos la imaginación con el cine, las primeras lecturas —Cadete Juvenil, colección Historias, editorial Molino, aventuras de Tintín— y los primeros tebeos.
Los tebeos tuvieron en mi generación una influencia extraordinaria. Todavía hoy, cuando los supervivientes nos encontramos en confianza, surgen títulos y personajes que nos mencionamos unos a otros como si de un código o ritual masónico se tratara: Supermán, el Llanero Solitario, Batman, Hopalong Cassidy, Gene Autry, Red Rider, Roy Rogers, Dumbo, Pumby, llegaban cada semana a los kioscos donde los niños afortunados de entonces —lamentablemente, no todos lo eran— podíamos comprarlos. Pero entre ésos y muchos otros destacaban cinco españolísimas publicaciones: Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno, El Jabato y Hazañas bélicas.
De todos ellos, Hazañas bélicas fue el más popular entre los niños y jóvenes de entonces. Eran relatos de guerra, sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, cuyos contenidos evolucionaron con el tiempo desde posturas proalemanas, a tono con la posición inicial del régimen franquista, a otras proaliadas y liberales, aunque sin abandonar nunca un claro anticomunismo. Contribuían a su éxito las excelentes ilustraciones de Boixcar, primer dibujante que dio impulso a la serie. Y fue tanta su influencia que jugábamos a representar sus personajes, llevábamos los tebeos al colegio y discutíamos en los recreos sobre la bondad de tal o cual episodio. En el papel cuadriculado de los cuadernos escolares dibujábamos tanques, aviones y submarinos, estrellas aliadas, cruces de la Resistencia francesa, soles nacientes de kamikazes, esvásticas y cruces de hierro nazis que luego, a la hora de jugar, nos cosíamos a la ropa con toda naturalidad. Con la inocencia de aquellos años.
Jugábamos, sobre todo, a ser norteamericanos y alemanes, pero nunca rusos. La Unión Soviética, como digo, no tenía buena imagen, y en los tebeos sus soldados aparecían a menudo como malvados y sin escrúpulos. Yo tenía ocho o nueve años, y mis juguetes favoritos eran un casco de plástico que imitaba los de acero y una ametralladora Thompson que me habían traído los Reyes. Ese equipo, envidiado por mis amigos, daba unas dosis de realismo complementario a la hora de jugar a la batalla de Stalingrado o al desembarco en Normandía, que eran los escenarios favoritos para mi pandilla. Yo siempre hacía de soldado americano o alemán, con las correspondientes insignias dibujadas; pero un día, tras haber leído un episodio de Hazañas bélicas, decidí probar la experiencia de ser soldado ruso en la fábrica de tractores Barricadas, junto al Volga. Y cierto sábado, con el tesón de los niños de entonces y de ahora, me puse a ello: en papel de cuaderno dibujé una hoz y un martillo y me los pegué en el casco.
Y ahora imaginen ustedes a un niño de ocho años, con su descaro e inocencia, paseándose durante todo un día por las calles y los campos en 1959, en España, en plena dictadura franquista, con una ametralladora y un casco con la hoz y el martillo. No recuerdo las caras de los vecinos que me vieran pasar con tres o cuatro amigos disfrazados de la misma guisa, aunque las imagino perfectamente. Con mi hoz y martillo en el casco, corriendo agachado por los campos y los jardines, aquel día combatí en Stalingrado hasta el último cartucho, y luego me retiré con mis camaradas sintiendo la satisfacción del deber bolchevique cumplido.
Pero lo que mejor recuerdo es el desenlace. Regresaba el soldado soviético Arturín a su hogar, porque era hora de cenar —qué envidiable era la libertad de un niño de entonces y qué felicidad haberla disfrutado—, cuando me encontré con mi padre, que volvía del trabajo. Y nunca olvidaré su expresión cuando estuvo lo bastante cerca para ver lo que llevaba pegado en el casco: se quedó blanco como la cera, miró a un lado y otro, y de un manotazo me quitó el casco de la cabeza y le arrancó el papelito con la hoz y el martillo. No entendí por qué, y él no me lo dijo. En realidad no dijo ni una palabra. Sólo quitó la pegatina y me devolvió el casco sin hacer comentarios. Tampoco luego, durante la cena, comentó nada. Sólo lo sorprendí varias veces mirándome pensativo. Y en algún momento me pareció que se reía quedo, muy bajito. Como para sí mismo.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: