Hace unos unos años me regalaron el sorprendente libro de Stefan Bollmann Las mujeres, que leen, son peligrosas (Maeva), donde el autor se concentra en la búsqueda de mujeres y niñas lectoras en el arte occidental, desde la Edad Media hasta nuestros días. En él aparecen retratadas todo tipo de mujeres lectoras, incluso las más insospechadas. Desde la mismísima virgen María, sorprendida leyendo por el ángel en La Anunciación de Simone Martin —una imagen insólita—, hasta la supuestamente frívola Marilyn Monroe devorando ni más ni menos que el Ulises de Joyce, en esa instantánea inolvidable de Eve Arnold. La obra, de preciosa edición, no pretende quedarse, sin embargo, en la única tarea de explorar el universo artístico que refleja la estrecha relación entre libros y mujeres. Además quiere subrayar su peligrosidad desde el propio título. La que le adjudicaron los hombres durante siglos mientras se empeñaban en dificultar —cuando no prohibir— su acceso a la lectura. La novelista austriaca Marie von Ebner-Eschenbach dice que el feminismo surgió cuando una mujer aprendió a leer. Y no seré yo quien la contradiga, cuando toda la vida he creído que el ansia de vivir, de contar y de ser libre se aviva, como el fuego con el viento, con la lectura. Tal vez por eso, en este siglo XXI en el que las mujeres —al menos en ciertos lugares de la tierra— tenemos otro espacio diferente al de tiempo atrás, somos nosotras quienes más leemos y quienes también, si lo elegimos, nos atrevemos a escribir con regularidad y sin seudónimos. Precisamente, el siguiente libro de Bollmann que acaba de caer en mis manos se titula así: Las mujeres que escriben también son peligrosas (Maeva). ¿Peligrosas? Siempre he pensado que ser escritor, independientemente del sexo, es escaparse de las normas establecidas y ponerse en peligro. O al menos predisponerse a él. Incluso aunque implique hacerse daño. O para hacerse daño. Escritores y escritoras vivimos caminando por el alambre mientras creamos y, cuando finalmente nos desprendemos de lo creado, lo hacemos repletos de zozobra. García Márquez decía que los escritores no abandonamos a las novelas sino que ellas nos abandonan a nosotros, porque si no, jamás dejaríamos de corregirlas. Y ese peligro de exponer nuestras almas y nuestras faltas no es el único. Además, está el del mensaje que se encierra entre adjetivos y sustantivos, que a veces emerge de la tripa sin filtro y que en los países libres solo entraña el riesgo de la falta de éxito suficiente, y por ende de subsistencia, pero que en algunos dominados por el fundamentalismo religioso puede llevar a que los escritores se jueguen la cárcel y las mujeres la vida. Escribir siempre resulta peligroso por las propias emociones que es preciso aflorar. Cuantas más mejor. El tan extraordinario como controvertido Premio Nobel de literatura V. S. Naipaul aseguraba que la diferencia entre una carta de un chico a su novia y la literatura era que esa misma carta la escribiera el mismo chico la noche antes de ser ejecutado. El peligro de ser escritor está claro pero, ¿por qué cabría pensar que las mujeres que escribimos somos peligrosas? Obviamente porque nos atrevemos a alzar la voz y a contar todo lo que, antes de escribir, tantas veces se nos prohibió siquiera mencionar. Desde nuestra propia vida cotidiana hasta el sexo, pasando por nuestra visión del mundo o nuestros anhelos de igualdad e independencia. Lo hacemos ya sin demasiado problema las escritoras europeas y estadounidenses y arriesgando el pellejo las iraníes, paquistaníes o tantas otras a las que se les exige vivir con los labios sellados y el tintero seco. Pero el camino hasta este cosmos de igualdad literaria en el que las occidentales nos encontramos hoy —pese a que se siga revisando nuestra obra por ser mujeres, a que continúen siendo escasísimos los nombres femeninos que ostentan el Nobel de literatura (y cualquier otro) o que todavía haya contadas mujeres en la RAE y casi no existamos oficialmente— no ha sido fácil. Ahora algunas tenemos esa Habitación propia que demandaba Virginia Woolf y, aunque sigamos escribiendo con múltiples interrupciones, no tenemos que disimular mientras lo hacemos, como Jane Austen, que se cuidaba mucho de que nadie sospechara de su “vergonzosa actividad”. En el XIX, apenas dos siglos atrás, escribir todavía se consideraba una tarea impropia para las mujeres y más que orgullo, generaba prejuicio, como cualquier otra actividad que se alejara de la principal tarea del sexo femenino, la maternidad, a la que curiosamente parecían verse obligadas a renunciar, desde hacía mucho, todas las mujeres que anhelaban ser escritoras, además de a sus nombres. No fueron madres ni Jane Austen, que firmaba sus novelas «By a Lady», ni las tres hermanas Brontë, ni Mary Ann Evans, que rubricaba como si fuera su amante George Eliot, ni Aurore Dupin, conocida como George Sand, ni Cecilia Böhl de Faber, alias Fernán Caballero, ni la propia Colette, cuyas primeras novelas llevaban el nombre de su marido. Aut liberi aut libri (O hijos o libros). Hasta la aparición de la imprenta, la regla cristiana de la Edad Media establecía que quien quisiera dedicarse a leer o escribir, o incluso a copiar, debía encerrarse en un convento, que era el único lugar en el que debían estar los escritos. Que lo hicieran los monjes parecía natural, que lo eligieran las mujeres y renunciaran a ser madres era tan contra natura como para que los hombres siempre les recomendaran o impusieran que abandonaran el empeño y se dedicaran a lo que les correspondía. A tener hijos. Pero muchas desatendieron consejos e imposiciones. Entre ellas, siglos después, la ya mencionada George Sand, a quien se le atribuye la respuesta a un autor de su época de: “por favor, señor, ¡aplíquese entonces usted la misma receta!”. Las “peligrosas mujeres escritoras” lo fueron en todos aquellos tiempos de renuncia de maternidad, nombre y hasta de sexualidad, bajo indumentarias y seudónimos masculinos, por las mismas dos razones por las que lo somos ahora. La primera porque, como los hombres, queremos arriesgarnos a vivir en peligro. Y la segunda, porque no consideramos —cosa que siguen haciendo muchos de ellos— que la creación, como aquel brandy de antaño, sea “cosa de hombres”, ni la literatura femenina o masculina. “Lo que tiene sexo son las novelas, y no la literatura” —dice la flamante premio Princesa de Asturias, Siri Hustvedt—, “y es independiente de quién las escriba”. Amén.
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Por su interés, reproducimos este artículo publicado en el número 6 de Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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