Conocí a Pedro Olalla en el otoño del 2012 en Sagunto. Impartía una charla presentando el vídeo ¿Por qué Grecia? Lo había leído antes y atesoraba en casa su Atlas mitológico de Grecia, prontuario esencial para todo aquel que quiera comprobar in situ que en la Hélade los mitos se vuelven riscos, bahías, fuentes o árboles. Que Grecia atesora en su arriscada geografía la mayoría de las historias que un humano necesita para surcar los borrascosos océanos de su existencia, cobijando siempre en el alma varias Ítacas por las que haya merecido la pena lanzarse a navegar.
Lo que nos contó sobre la herencia insoslayable que Occidente tiene con la Hélade, legado que una sociedad amorfa e iletrada niega e, ingrata, se empecina en aniquilar, me iluminó para hablar con mi colega Alfredo López y con el cineasta Pedro Pruneda a fin de alumbrar con nuestros pupilos del IES Ingeniero de la Cierva, de Patiño, un vídeo que pusiera de relieve lo que debemos a lo griego. Nació, así, el 12 del 12 del 2012 Gracias, Grecia, una de las experiencias que más me ha marcado en mi ya larga carrera docente. Merced a ella tuve el privilegio de ser nombrado en el estío de 2013 Ciudadano Honorario de la Isla de Quíos y las Islas Enusas, patria de Homero. Justo el mismo año en que también lo fue Pedro Olalla.
Tuve la oportunidad de agradecerle el haber sido faro de esta aventura en su casa de Atenas, en una velada de vino de Nemea, aceitunas de Kalamata y pistachos de Egina. Se mostró devoto de Zeus Xenios: para él la hospitalidad, la filoxenía era sagrada. A pesar de nuestra disparidad de temperamentos (o, tal vez, gracias a ella) noté que congeniamos bastante bien. En un momento dado se dirigió a su biblioteca y extrajo un libro. Leyó el discurso que pronunció Pericles en el funeral de unos conciudadanos caídos en una de las batallas de la Guerra del Peloponeso, uno de los más hermosos alegatos en defensa de la democracia, discurso que algunos defienden que fue ideado por su mujer, Aspasia de Mileto.
Acaba de publicar con Acantilado su última obra, Palabras del Egeo, por lo que aprovechamos esta ocasión para charlar con él y acercar a los lectores de Zenda su poliédrica figura.
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—Hace casi 30 años fijaste tu residencia en Grecia. ¿Qué motivó a un asturiano a cambiar las aguas del Cantábrico por las del Egeo?
—Ciñéndome al sentido metonímico de la pregunta, debo reconocer que ambos mares han sido para mí muy inspiradores. Pero ambos son también muy distintos. Yo comencé a interesarme por lo griego a medida que fui siendo consciente de la penetración de ese elemento en la cultura universal, de su carácter de ingrediente esencial en la conformación de toda la cultura. Y, resuelto a estudiar el helenismo, decidí no hacerlo en la distancia, sino in situ: en contacto directo con la lengua, con sus hablantes naturales, con el entorno físico, con los escenarios de sus mitos y su historia, con las fuentes antiguas, con todos los estímulos vivos. Eso fue lo que me convirtió en meteco. No deseaba sólo conocer el legado de Grecia, sino ser también parte de su presente, y tratar de ayudar, de algún modo, a su continuidad en el futuro.
—¿Por qué Grecia? ¿Qué tiene ésta que aportar a esta sociedad sin brújula en la que navegamos?
—En muchas ocasiones he intentado encontrar respuestas diferentes a esa misma pregunta. En las páginas finales de mi último libro, Palabras del Egeo, he dejado escrito —como un intento más— que la civilización surgida de este mar y esta tierra quiso llegar a ser la civilización del logos, y que aún no se ha rendido del todo en ese empeño. Que aún hoy —que se encuentra dispersa como una vieja galaxia en expansión, que ya no es el acervo de un pueblo sino la patria de infinitos espíritus—, sigue siendo una civilización idealista, porque siempre ha creído en la fuerza de los ideales y en su capacidad de señalarlos. Esta civilización del logos nos ha dejado el amor como fruto maduro del asombro: el amor por las ideas y por las palabras; por la naturaleza y la cultura; por la justicia y la verdad; y también —aunque a algunos les ruborice decirlo o escucharlo— por la virtud y la excelencia. Y una herencia así no merece el olvido. Con todo, creo que lo más valioso de su vasta herencia no han sido sus logros concretos; no han sido tampoco los logros de otros a partir de su ejemplo y su legado; lo más valioso que ha inspirado esa vieja cultura ha sido, a mi entender, una actitud de cultivo y de resistencia: de cultivo del espíritu propio y de resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre. Una actitud que hemos dado en llamar humanista.
Históricamente, hemos necesitado esa actitud para ir contra el dogma moral, y así hemos descubierto la ética; la hemos necesitado para ir contra el fundamento divino del poder, y así hemos inventado la política; la hemos necesitado para ir contra el principio de la autoridad en el saber y hemos inventado la ciencia; la hemos necesitado para ir contra la prepotencia de todos los relatos y hemos definido la dignidad del individuo; la hemos necesitado para ir contra los administradores de la fe y nos hemos abierto al misterio. Y ahora, ahora que se han desmoronado en parte todas esas sólidas y opresivas certezas, seguimos necesitando de la actitud humanista para construir con fundamento y con honestidad en los vacíos que han dejado. Hoy la necesitamos para ponernos límites, para que nuestra responsabilidad crezca a la par de nuestra capacidad de obrar, para alumbrar nuevos relatos sin erigir nuevas prisiones, para no desaparecer como víctimas de nuestras propias ficciones y delirios. Todo esto puede ser, de algún modo, una respuesta.
—Has traducido al español más de un centenar de obras de la literatura griega, gran desconocida por desgracia en la cultura española. ¿Puedes recomendar a nuestros lectores algunos autores u obras y convencerles de por qué deberían leerlos?
—Aunque podríamos citar, sin duda, a los autores clásicos —antiguos y modernos—, mi recomendación no pasa por ninguno en concreto. Como españoles, somos tan afines a la idiosincrasia de los griegos, tan cercanos a su lógica y a su sensibilidad, tan deudores de sus esfuerzos por comprender y por plasmar el mundo, que deberíamos mostrar mayor curiosidad en conocerlos en conjunto. Leer a los griegos no es conocer otra cultura: es conocer la nuestra, profundizar en el conocimiento de nosotros mismos. Mi experiencia con la traducción de los griegos es, como decimos en el cine, “una panorámica total”: va desde la novela de Longo o los fragmentos de innumerables autores antiguos hasta Kazantzakis y los clásicos modernos; desde los catálogos de las exposiciones del Greco hasta la guía del Museo de la Acrópolis; desde guiones de Smaragdis hasta relatos de Markaris; desde la arqueología hasta la poesía; desde discursos políticos hasta documentos geoestratégicos… Añadiendo a esa experiencia con la lengua todas las traducciones que he podido hacer del español al griego, incluidas las de mis propias obras como autor. Y también los muchos años de trabajo como lexicógrafo, como intérprete, como profesor de traducción… He tenido la enorme suerte de poder vivir la lengua griega in situ, día a día y con una conciencia total.
—Una de tus obras más queridas para mí es tu Atlas mitológico de Grecia, para el que te pateaste la Hélade con tu cámara a cuestas y una prodigiosa mochila de lecturas previas con las que documentar los escenarios de los mitos griegos. ¿Qué te llevó a ello? ¿Qué nos aportan esos mitos?
—Como te decía antes, creo que me llevó a ello la conciencia personal del terreno: la conciencia de que los mitos, los cultos o la propia cohesión de la cultura que llamamos griega no pueden ser entendidos sin conexión con el terreno: hay una clara relación biunívoca entre naturaleza y cultura; y, es más, yo diría que, en un alto grado, esa cultura es una emanación de esa naturaleza concreta. Por eso, mi propósito fue conectar de nuevo el mito y el lugar, indagar en esa dimensión espacial que nos ayuda a comprenderlos. ¿Y qué nos aportan? Pues creo que, más allá de la probada inspiración que aportan como imaginario colectivo, los mitos nos ofrecen también un relato en el que sobrevive, de forma fragmentaria, la memoria más antigua de la humanidad. Y eso tiene un inmenso valor científico; pues, a la luz de nuevos métodos y nuevos instrumentos, vamos siendo capaces de extraer del mito nuevas y deslumbrantes evidencias sobre estadios remotos de la civilización. Dicho de otro modo: así como un hueso o un trozo de cerámica aportan cada vez mayor información científica a la luz de la genética o del análisis de materiales, igualmente los mitos arrojan nuevos datos sobre la aventura del ser humano leídos a la luz de nuevos instrumentos de estudio.
—Tu Historia menor de Grecia rezuma humanidad y empatía con figuras secundarias, muchas veces arrumbadas en la historia helena. ¿Qué te llevó a darles protagonismo?
—El hecho de que, junto a un libro de historia, fuera también un libro de ética. Me movió mi propósito de poner de manifiesto la importancia de la actitud individual en la conformación de la historia, y el peso de las decisiones de cada uno en la resultante del conjunto. Creo que es un libro para demostrar, con ejemplos, de qué insospechada manera cada uno de nosotros no sólo es autor de su biografía individual, sino también coautor de la biografía colectiva.
—De senectute política: Carta sin respuesta a Cicerón es una arqueta colmada de poesía dedicada a la ancianidad, una visión profundamente humana de nuestra última etapa vital. ¿Cómo te sientes ante la desolación en la que esta sociedad pandémica ha dejado a los ancianos, arrumbados en residencias, privados de atención en hospitales públicos por orden de autoridades políticas que optaron por dejarlos morir, cometiendo así un crimen de “lesa ancianidad” por el que la ciudadanía no les ha hecho pagar? ¿Tan poco importan ya los viejos? ¿Por qué esa carta a Cicerón?
—La carta a Cicerón fue un recurso literario para poder reflexionar sobre la vejez en el mundo de hoy, amparándome en la auctoritas del clásico sobre la materia. La obra de Cicerón es un libro de ética, pues atañe fundamentalmente a la actitud individual ante los desafíos del paso del tiempo; yo quise preguntarme, además, si el hecho de que nuestra sociedad esté o no organizada para posibilitar nuestro éxito ante esos desafíos no hace, asimismo, que el envejecer bien sea igualmente un reto político. Si una cosa nos ha dejado clara la pandemia es que, para la política imperante, la salud no era lo primero. Lo primero, en todo caso, ha sido hacer negocio con la salud, y lo demuestra el hecho de que lo que debería ser un derecho —la salud— se haya convertido, a escala mundial, en uno de los mayores terrenos de especulación y de enriquecimiento; lo demuestra el hecho de que el desideratum de la big pharma marque de forma incontestable y peligrosa la agenda política de los Estados, la agenda mediática e, incluso, el discurso científico. Lo ocurrido en las residencias es un mero efecto de ello. Ya no es sólo que el FMI considere abiertamente a las personas mayores como una amenaza para la economía; la frontera moral se traspasó sin titubeos al principio de esta pandemia cuando los dirigentes de algunos países europeos valoraron como un mal menor inevitable que los mayores perecieran ante esta emergencia. Sin un atisbo de rubor, se habló entonces de selección natural; y, si no reaccionamos con mayor contundencia, fue porque, por desgracia, tenemos muy interiorizado el darwinismo, con su ley del más fuerte y su selección natural, como una mecánica de la naturaleza a la que no podemos sustraernos. Sin embargo, la verdadera civilización es una creación contra natura, contra la naturaleza tal como la entienden las ideologías que tratan de justificarse desde ese darwinismo. La civilización no consiste en aceptar la ley del más fuerte, sino en ponerle límites para que pueda darse la justicia; no consiste en aceptar la competitividad sin ley para que opere libremente la selección natural, sino en fomentar la colaboración y refrenar el egoísmo para que los derechos y los bienes fundamentales puedan existir y alcanzar para todos. Lo que ese darwinismo llama naturaleza no es sino barbarie. Y lo peor de todo es que volverá a suceder, porque no han cambiado un ápice las bases de un sistema que ha demostrado ser perverso. Es más, la pandemia ha servido para reforzarlas.
—Para terminar este punto, ¿podrías resumir para los lectores de Zenda el pasaje donde cuentas que los hijos de Sófocles trataron de incapacitarlo legalmente apelando a su edad, y la lección que deberíamos extraer de ello?
—Nos lo refiere el propio Cicerón: cuando Sófocles, a punto de cumplir noventa años, fue acusado falsamente de incapacidad para la gestión del patrimonio familiar, se ganó al tribunal recitando de memoria la tragedia que acababa de crear —Edipo en Colono— y preguntándole a sus miembros si tenían aquello por obra de un anciano incapaz y senil. Sófocles fue un cabal ejemplo de persona que llegó a la vejez con cualidades plenas y sin haber dejado nunca de aprender. Todos sabemos que hay muchos ejemplos de logros memorables en la juventud; pero también los hay de grandes logros en la madurez y senectud; y hay, además, infinitos ejemplos, hermosos y discretos, de gente anónima que no brilló nunca por sus triunfos pero que dio, de hecho, lo mejor de sí misma en todas las edades.
—Con Grecia en el aire, un libro del que has hecho también una versión audiovisual, realizas un repaso a la génesis de la democracia ateniense desde los principales escenarios donde ésta se desarrolló, estableciendo paralelismos con lo que hoy en día mal llaman democracia. ¿Cuánto de democracia hay en esto que tenemos actualmente?
—Ésa es, exactamente, la pregunta que, con sentido crítico, debe tratar de responder el lector de la obra. Revisitar los principios de la antigua democracia griega —principios en el sentido cronológico y moral— le ayudará, sin duda, a dar respuesta. Para mí, adentrarme en el conocimiento de aquel proyecto revolucionario me ha dado a entender que la democracia actual utiliza el sistema de voto y el prestigioso nombre de la antigua para legitimar los intereses de una oligarquía encubierta. Y que, frente a esa tremenda impostura, rasgos como la falta de participación ciudadana, el cultivo silencioso de la desafección política, las intrincadas estructuras de representación, la mecánica de los partidos, los intereses que se defienden, el poder de los grupos de presión, las flagrantes desigualdades de hecho y, sobre todo, la creciente brecha entre gobernantes y gobernados, dejan claro que nuestras democracias modernas no son, como suele decirse, una versión realista y moderna de la antigua democracia ateniense. Son, en muchos aspectos, su negación.
—Para despedirnos ya, ¿podrías decirnos qué encontraremos si nos sumergimos en la lectura de tu última criatura, Palabras del Egeo?
—Yo creo que el lector descubrirá una Grecia muy anterior a la que todos solemos conocer: buceará hasta las raíces profundas de esa milenaria civilización gestada en el entorno del Egeo, de la que somos herederos. Este libro es una obra personal de compendio, un testimonio del asombro filosófico, una revisión del relato habitual hecha a la luz de nuevas aproximaciones y nuevas evidencias; y es, en última instancia, una reflexión sobre el logos, entendido como lenguaje y pensamiento, realizada de forma vivencial y poética desde un rincón perdido de las Cícladas; desde un lugar hermoso y esencial, donde, en contacto con el mar, con la tierra y la luz del Egeo, uno puede llegar a intuir —tal vez, a sentir— la gran proximidad del griego a la materia prima de nuestro pensamiento.
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