El joven profesor Pascual Gil Gutiérrez, con sus 14.000 seguidores en Twitter, se ha convertido en una de las voces imprescindibles dentro de la comunidad educativa española en esta red social.
Por esta razón, este alicantino de apenas veintisiete años, licenciado y doctorando en Historia Antigua, se ha erigido en uno de los líderes de una especie de resistencia u oposición ante la deriva actual de la educación en Europa y España, que cada vez cuenta con más adeptos entre los profesionales del gremio.
En la presente entrevista intentaremos desentrañar cuáles son los puntos clave de su postura.
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—Lo primero de todo: en tu bio de Twitter tienes de fondo una fotografía con una pintada en la que está tapada la palabra “empodérate” y debajo aparece la palabra “estudia”. Entiendo que es una declaración de intenciones, ¿no es así?
—Totalmente. Por supuesto, no tengo nada en contra de que las personas nos sintamos capaces de poder cambiar las cosas, todo lo contrario, pero hay un matiz importante: además de sentirnos capaces, tenemos que ser capaces. Esta capacitación pasa necesariamente por un extrañamiento del mundo existente, por un interés por conocer la realidad, por identificar y someter a crítica las condiciones materiales y culturales que objetivamente nos limitan. En suma, pasa por aprender, y para aprender hay que estudiar. En última instancia, “empoderarse” y “estudiar” deberían significar lo mismo. No obstante, yo prefiero poner el foco en lo segundo, pues es más concreto, baja la idea de las nubes, la libra de una abstracción que la puede condenar a la mera gestualidad, la planta en tierra y nos recuerda que esto no va solo de actitud y sentimientos.
—A primera vista llama la atención que un profesor tan joven y que podría estar disfrutando sin más de su plaza fija haya decidido involucrarse en esta batalla contra los actuales planteamientos educativos, convirtiéndose en un influencer o hasta en una suerte de indignado. ¿Por qué lo haces?
—En primer lugar, no me considero un influencer. Hay que llevar cuidado, porque las redes sociales conforman a tu alrededor una enorme cámara de eco forrada de espejos de feria que tientan a perder de vista la realidad y distorsionan tu papel en ella. Por ejemplo, la postura que mantengo no es nueva y, aunque es evidente que es compartida total o parcialmente por un buen número de personas interesadas o insertas en el mundo educativo, los matices son múltiples y se tienen que evidenciar.
En segundo lugar, ni soy ni quiero que se me catalogue como indignado. La indignación es un sentimiento inevitable ante lo flagrantemente injusto, y todos lo hemos experimentado, pero no se puede construir nada desde la sola y desnuda indignación. El indignado ha acabado convirtiendo a la propia indignación, real o fingida, en una forma de mostrar al resto su pulcritud moral en el terreno de lo público. Y ya. Si el juicio de valor reside en la propia indignación y no las acciones que ésta debería desencadenar, la persona asume, de facto, un papel pasivo en la polis, alejado de la reflexión y apegado al sentimiento. Centrándome en tu pregunta, te diría que, lejos de la indignación, me mueve una insalvable incompatibilidad ideológica respecto de la escuela que se quiere construir. Soy partidario de una escuela re(s)publicana, universal, gratuita, ilustrada, con una función social clara: transmitir conocimientos científicos y humanísticos a todos en la medida de lo posible sin mirar origen, medios, familia… solventando siempre las dificultades de acceso particulares. En síntesis, quiero una escuela que sea herramienta de emancipación real para aquellos que nacen sin red de seguridad privada. Ni concibo ni quiero una sociedad en la que el acceso a ciertos saberes y su aprendizaje efectivo sea coto privado de unos pocos que someten, en todos los sentidos, a unos muchos para mantener una posición de privilegio y reproducir sine die su condición de élite. Por desgracia, veo que muchos de los discursos que están encontrando acomodo en el mundo educativo minan la posibilidad de que esa escuela ideal (al menos, para mí) exista. Me refiero, entre otras cosas, a la novolatría, a la mercantilización, al utilitarismo, a la sumisión a las “necesidades” del mercado laboral, a la deriva hacia a la gestión de corte empresarial de los centros educativos…
—En algunos de tus tuits dices que la LOMLOE rinde “pleitesía” a los valores neoliberales, y a una visión “utilitarista” del conocimiento. ¿A qué te refieres exactamente?
—No solo se trata de la LOMLOE. La ideología hegemónica que quiere penetrar en la escuela es rastreable en las leyes educativas que han jalonado las últimas décadas. En este sentido, se ha venido normalizando un paradigma educativo con un desprecio explícito hacia el “saber por saber”, hacia los saberes que se consideran “inútiles”, hacia lo teórico, hacia lo conceptual y hacia aquellos conocimientos que no evidencien una posibilidad de aplicación inmediata para obtener un producto. Partiendo de un llamado “enfoque competencial” con tremendas lagunas teóricas y sin claros agarres en el campo de la pedagogía (el propio César Coll, hacedor de la LOMLOE, afirmó que no se había llegado a un acuerdo a la hora de definir qué era una competencia) y bajo la etiqueta de “adaptación a lo que demanda la sociedad del siglo XXI”, la LOMLOE y sus antecesoras están entronizando las virtudes gerenciales (“gestión”, “productividad”, “autoeficacia”… son conceptos que trufan la ley), ensalzando el ideal de ciudadano-empresa (“espíritu emprendedor”, “proactividad”, “iniciativa”…) y optando por un etéreo y generalista “saber hacer” que nunca se termina de concretar. Además, al tiempo que las leyes se alejan del ideal de escuela como democratizadora del saber, afilan su perfil de prescriptoras de códigos morales y actitudinales con el objetivo de “enseñar a ser”. Tenemos pendiente un debate esencial para discernir el grado de contradicción que surge cuando afirmamos que se quiere formar a alumnos con capacidad crítica, pero vinculamos la adquisición de la “competencia ciudadana” a una adhesión plena a la Agenda 2030, por ejemplo, o discernir hasta qué punto la escuela debe adiestrar a gente “resiliente” para adaptarse a entornos de incertidumbre, riesgo y cambios constantes (algo que suena muy parecido a una vida precaria con trabajos precarios).
—Insistes también en que algunas de las metodologías propuestas por esta ley (así como por las anteriores), tales como el Aprendizaje Basado en Proyectos “aún no han probado su validez”, lo que las convertiría en seudociencias… ¿Consideras que tenemos unas leyes educativas basadas en eso, en seudociencias?
—Para nada. El ABP no es una pseudociencia, sino una propuesta metodológica más. Además, de innovación no tiene nada, pues ya en 1918 Kilpatrick publicó su famoso The Project Method. Creo que nadie, de partida y por principio, está en contra de una metodología u otra. El problema viene cuando se intenta dirigir y presionar, desde la legislación y la administración, para que se adopte de manera general una metodología concreta. Las metodologías dentro de las aulas son y deben ser variadas porque no hay una receta única ni una varita mágica para enseñar cualquier cosa, en cualquier nivel, con cualquier alumno y en manos de cualquier profesor. Lo que vale para enseñar Lengua en sexto de Primaria no tiene por qué servir (incluso puede que sea contraproducente) para enseñar Física en cuarto de la ESO. Esto es algo tan obvio, tan de cajón, que hace sospechar que al énfasis por dirigir la práctica docente no subyace una razón científica o basada en evidencias, sino un interés ideológico concreto. ¿Qué estudios e investigaciones avalan el hecho de que la Administración recomiende, fomente o proponga el ABP frente a cualquier otra opción metodológica?
—¿También las competencias educativas son seudociencias? Y si lo son, ¿por qué crees que nadie ha levantado la voz para criticar que todo el sistema educativo español (y europeo) esté basado en ellas?
—El tema de las competencias da para una monografía. Yo creo que hay que distinguir entre “competencia” como un “saber hacer” o procedimiento concreto que tiene sentido, que se puede definir, objetivar, enseñar y evaluar dentro de los límites de una disciplina, y “competencia” como “saber hacer” abstracto supuestamente interdisciplinar y transversal que se ha elevado por encima de toda categoría o límite y se puede trasplantar de un contexto a otro. Lo primero siempre ha estado en las aulas, lo segundo es un constructo peligroso e inasible. Por ejemplo, “saber resolver ecuaciones de segundo grado” o “saber hacer un eje cronológico” son competencias, pero “saber resolver problemas”, “tener espíritu emprendedor” o “tener competencia ciudadana” son unas entelequias que, salvo que sean meramente decorativas, no hay manera de concretar, mucho menos de definir, medir o evaluar de manera mínimamente objetiva. Además, la crítica al “enfoque competencial” va mucho más allá de sus debilidades teóricas. ¿Cuál es su origen? Las instancias que desde el siglo pasado abogan por el giro competencial en el mundo educativo lo hacen desde una perspectiva de adaptación necesaria a las condiciones que emanan del mundo económico y laboral, hasta el punto de entender al alumnado como “capital humano revalorizable”, no desde una genuina, independiente y objetiva evidencia de mejora pedagógica.
—Hablas de “continuidad ideológica” entre las distintas leyes educativas, a pesar de que son distintos partidos los que las aprobaron. Cuando hablamos de “política” en las leyes educativas solemos ceñirnos al tema de la asignatura de religión o la educación concertada. ¿Consideras, por tanto, que estos debates son un tanto superficiales, y que el fondo de las distintas leyes es similar?
—No hay diferencias de fondo entre las propuestas educativas de los distintos partidos del “sistema” porque realmente el modelo educativo es el que impone dicho sistema. No nos engañemos, las líneas maestras de lo que debe ser y hacer una escuela las marca la OCDE, y los resultados de los diferentes sistemas educativos están siendo fiscalizados por y a través de la óptica de PISA. ¿Qué fuerza política propone otro tablero con otras reglas de juego? Ninguna. Si ponemos todas las cartas sobre la mesa, comprobamos que nuestro mundo neoliberal está exigiendo una escuela adaptada a las lógicas neoliberales, tanto en la formación de una mano de obra con características específicas como en la promoción de unos valores nada inocentes que se buscan ensalzar hasta convertirlos en cultura hegemónica. ¿Eso quiere decir que los temas de debate clásicos no tengan importancia? Claro que no, pero hay que reconocer que hasta ellos, en la práctica, también tienen mucho de retórica con poco cambio sustancial. Si me preguntas a mí, te diría que la religión, al menos entendida como impartición de doctrina, debe desaparecer de la escuela pública. No pinta nada ahí. Las religiones, todas, y no solo la católica, como manifestaciones de la espiritualidad que se han sistematizado en mayor o menor medida, son esenciales para entender lo humano, pero en la escuela solo tiene cabida su estudio desde una óptica histórica, antropológica, sociológica, política, filosófica… Por otro lado, la cuestión de la triple red educativa es de primer orden, pues su existencia no solo contribuye claramente a la segregación y a la desigualdad sino que está alentando un escenario de competencia entre centros en muchas ciudades, como si se repartieran los trozos de una tarta.
—¿En qué papel queda el profesor en las nuevas propuestas educativas? ¿Hay lugar para el profesor que se limita a dar lecciones magistrales?
—Eso está por ver, y se podrá valorar cuando estén sobre la mesa las concreciones autonómicas, pero sí se nota un empeño cada vez mayor por dirigir su práctica. Es curioso, porque en el relato se hace mucho énfasis en la “libertad” que debe tener el docente, pero esa proclama de “libertad” no casa muy bien con la insistencia en aplicar ciertas metodologías, con una oferta de formación claramente sesgada en favor de dichas metodologías, con la imposición (al menos en algunas comunidades) de formas de organización curricular como los ámbitos, con los peligros que entraña la llamada “autonomía de centro” si se entiende como instrumento para homogeneizar a los claustros… Es lo de siempre, por desgracia: cuanto más insiste en una idea en el relato, más se busca, en realidad, lo contrario.
Por otro lado, atendiendo a la segunda pregunta, habría que recordar que “magistral” significa que algo está bien, que está hecho con maestría, con perfección. Ojalá todas las clases, ya sea con unos métodos u otros, fuesen magistrales. El inconveniente es que “clase magistral” se entiende, incomprensiblemente, como un aula gris en la que el docente está soltando un monólogo soporífero durante una hora mientras los alumnos miran al techo o a la pared rezando para que la tortura acabe. Yo no llamaría a eso «magistral» y, lo más importante, dudo muchísimo que sea la práctica habitual y más extendida, aunque es la que se mantiene en el imaginario colectivo como caricatura u hombre de paja al que atizar. Es más, diría que la inmensa mayoría de los profesores no se limitan a sí mismos, obcecados, a una sola forma de dar clase, porque simplemente es imposible dar dos clases iguales. Hay días de explicar más o menos, días de trabajar más o menos, días de trabajar en grupo o individualmente, días de leer más o menos, días de debatir más o menos… Te diría incluso que hay buenos días en los que el docente sabe que todo ha fluido y días nefastos en los que ese mismo docente, con los mismos alumnos y con los mismos métodos, sabe que todo ha salido mal. Y bueno, sé que esto no es políticamente correcto, pero hay dos detalles que habría que aclarar en este punto de las metodologías: no deberíamos actuar como si aburrirse en un momento dado fuese un crimen y no deberíamos actuar como si el alumno no tuviera que poner nada de su parte para aprender. Sin tener estas dos cosas presentes, muchos docentes se pueden llevar una buena decepción cuando, al aplicar una metodología supuestamente innovadora, activa y motivadora, sigue habiendo alumnos aburridos mirando al techo, desmotivados y rezando para que la tortura acabe. No hay varita mágica.
—¿Crees que los profesores, en general, están bien formados? ¿Cuál es la razón de ser del Máster de Educación?
—Veamos. Como la perfección no existe, estoy seguro de que todos podemos formarnos en cualquier ámbito y permanentemente para intentar mejorar. Dicho esto, hay que admitir que la cuestión de la formación del profesorado es un tema recurrente siempre que hay que buscar culpables de los males de la escuela. Sin embargo, antes de responder sí o no, habría que establecer de forma clara, cristalina, cuáles son las funciones que corresponden al profesor. Es muy fácil aseverar a boca llena que al docente le falta formación cuando su figura se está desdibujando y convirtiendo en un cajón de sastre en el que todo cabe. Si el docente debe transmitir conocimientos, adiestrar en competencias, ser guardián de la moralidad pública establecida, hacer de psicólogo, hacer de burócrata, hacer de acompañante emocional, atender al infinito abanico de la diversidad en clases de treinta alumnos… ¿cómo no va a faltarle formación? Es más, no solo le falta formación, sino que le falta vida. Es triste, pero para asegurarse de que alguien fracasa en su cometido no hay nada como encomendarle una imposibilidad. La cosa cambiaría mucho si hubiese más profesores, si hubiese un gabinete permanente de atención psicológica profesional en los centros, si hubiese un servicio de enfermería, si hubiese que rellenar menos rascacielos de papeles, si hubiese especialistas en atender ciertas necesidades muy concretas… Quién sabe… Quizá si dejamos que la principal función y preocupación del profesor de Física y Química sea enseñar Física y Química de la mejor manera posible podemos abrir el debate sobre la formación de una manera más racional, más concreta, menos demagógica.
En cuanto al Máster, no hay que generalizar. Hay facultades que hacen un mejor trabajo que otras, pero sinceramente creo que sí se debe revisar qué clase de contenidos se enseñan a los futuros docentes. Yo realicé el máster en el 2017 y lamento decir que me intentaron colar las Inteligencias Múltiples, los Estilos de Aprendizaje, la pirámide de Dale y otros planteamientos claramente pseudocientíficos, además de no sé cuántas frases falsamente atribuidas a Sócrates y Einstein. También percibí un discurso unívoco en los profesores (y eso es más propio de las ideologías que de las ciencias), una caricaturización falsa de lo que llamaban “escuela tradicional” y una contraposición sonrojantemente maniquea de ésta frente a una luminosa y perfecta ola innovadora que venía a salvarlo todo y a sacarnos del siglo XIX. Por suerte, parece que está surgiendo un movimiento dentro de las propias facultades bastante crítico con esta realidad. Veremos.
—¿Por qué crees que ha emergido la figura de los “gurús” educativos? ¿Y los “trofeos” a los mejores profesores?
—La figura del gurú es indisociable de una visión salvífica de la educación, que hoy creo que es la dominante. “Se buscan Mesías”, podría llamarse un ensayo al respecto. El “gurú” es esa figura dotada de un conocimiento que el resto desconocemos, dotada de una gracia divina tal que es capaz de llamar masterclass a una charla unidireccional y pasiva en la que condena furibundo la “clase magistral”. A este absurdo estamos llegando en el mundo educativo. En realidad, suelen ser personas totalmente ajenas al aula, aupadas por medios, fundaciones y bancos, que aprovechan la explosión del jugoso mercado de la “innovación” educativa y sueltan los tópicos manidos que todo el mundo espera escuchar, los revisten de una falsa retórica humanista y de un trasfondo pseudofilosófico de baratillo. Su discurso, como no puede ser de otro modo, es totalmente complaciente con los intereses de las corporaciones que les dan de comer. Son la cara amable del sistema para el mantenimiento del sistema. De ellos no podemos esperar una crítica radical a la realidad material impuesta, un ataque directo a los orígenes de las desigualdades o una mínima base científica en sus chácharas. ¿Quién otorga el premio al “mejor docente de España”? ABANCA, una entidad financiera. ¿Quién otorga el premio al “mejor docente del mundo”? Varkey Gems, una multinacional de colegios privados con sede en Dubái. Blanco y en botella.
—Según tú mismo has comprobado, “la palabra Filosofía no aparece ni una vez en todo el currículo de la LOMLOE para la ESO, mientras “emoción», «emociones» o «emocional» aparecen 113 veces, y en otras 30 ocasiones «sentimiento» o «sentimientos». ¿Por qué crees que esto es significativo? ¿Nos dirigimos a una educación puramente “emocional”, alejada del conocimiento teórico?
—Las palabras importan. A nadie se le escapa el “giro terapéutico” que se intenta imprimir al mundo educativo. El foco se ha desplazado del conocimiento del mundo al ensimismamiento solipsista en torno a la propia psique. La machacona insistencia en lo “emocional” y en su necesaria “gestión” empieza a ser sospechosa y nada casual.
Muchos especialistas empiezan a alertar de la instrumentalización del concepto “inteligencia emocional” para generar masas de población totalmente adaptadas y adaptables, acríticamente, a una realidad impuesta caracterizada por la desigualdad y la precariedad. Me podrán llamar tradicional, pero frente a las injusticias del mundo, no se debería fomentar la adaptación, la resignación y la domesticación mediante la modulación emocional, sino la crítica radical, el inconformismo permanente y la lucha consciente desde el conocimiento. Lógicamente, es mucho más peligrosa para las minorías privilegiadas una ciudadanía que estudia Filosofía que un rebaño de ovejas convencidas de que su papel es ser resilientes frente a una realidad en la que ya no tienen nada que decidir.
—¿Cuáles consideras que son los problemas reales y acuciantes de nuestro sistema educativo, y por qué crees que no se les pone solución?
—Hemos hablado mucho de los problemas y quizá sea más interesante proponer algunos cambios que, en opinión de muchos docentes, sí supondrían mejora. Lo primero que haríamos todos sería bajar las ratios, en todos los niveles. También contratar al personal especializado que haga falta para atender necesidades muy concretas como es debido en todos los centros. Inmediatamente, habría que aumentar espacios y renovar equipamientos. Por supuesto, estaría muy bien diversificar la oferta de FP, dotarla para que sea realmente atractiva para un amplio abanico de intereses y que se consolide como una alternativa tan aceptable y prestigiada como cualquier otra.
A nivel político, la Administración se debería responsabilizar de crear y facilitar el software necesario para el trabajo en los centros, tanto en lo burocrático como en la enseñanza. Será una gran noticia dejar de dar dinero a espuertas y toneladas de datos gratis a las grandes tecnológicas que están haciendo su agosto a costa de nuestra fiebre tecnólatra y tecnoutópica. Sobre la formación del profesorado, sería interesante no «externalizar» la formación ofertada. Así, quizá se limitarían las filtraciones de vendehumos, pseudociencias, charlatanerías y magufismos, ya que su volumen empieza a ser preocupante. Adicionalmente, creo que habría que poner el foco de la formación en las didácticas específicas de cada materia, así como en la actualización de sus contenidos. Sí, hay que mejorar la enseñanza, por supuesto, pero siempre respetando los respectivos métodos, lógicas y relaciones internas de cada disciplina. Finalmente, creo que habría consenso docente en revertir la tendencia a «verticalizar» la gestión de los centros. Derivas como la de Cataluña en este sentido solo auguran un proceso de feudalización impropio de un servicio público. La figura del funcionario está precisamente para evitar cortijos, dedazos, imposiciones arbitrarias y correas de transmisión acrítica de arriba a abajo según el poder político de turno. ¿Se puede conseguir todo esto? Lo dudo mucho, al menos hoy. ¿Por qué? Como puede comprobarse, son cambios que no requieren ni de llamadas religiosas a la vocación docente, ni de tropecientos congresos de supuesta innovación, ni de gestión emocional: solo se necesita voluntad política y recursos. Y la voluntad política y los recursos son dos cosas que a un servicio público como la educación hace mucho que se le escatiman.
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