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Para ser quien quería - Miguel Barrero - Zenda
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Para ser quien quería

«Live vest under your seat» Vida de un busto En el número setenta de la calle Ferraz está la sede del PSOE. Allí, nada más cruzar la puerta, recibe al visitante mínimamente avisado —no sé si todos los que vienen por aquí repararán en él; el pedestal sobre el que reposa está un poco elevado...

«Live vest under your seat»

Una graciosa mezcla de azar y oportunidad me lleva a compartir un vuelo a Madrid con Luis García Montero. La circunstancia me resulta simpática porque siempre que me subo a un avión me acuerdo de él en cuanto tomo acomodo en el asiento y me abrocho el cinturón de seguridad y leo en el respaldo delantero esa inscripción en inglés —«Live vest under your seat»— que inevitablemente nos provoca una sonrisa a los escépticos. Vienen entonces a mi mente, y ocurre así en este mismo viaje —me ha tocado una de las filas delanteras, él está más o menos hacia la mitad del aparato—, los dos primeros versos del poema que él escribió con ese título —«Señores pasajeros buenas tardes / y Nueva York al fondo todavía»— y que es un canto al amor, o a sus preludios, o a su epílogo. Algunas veces me entretengo buscando el texto completo en el teléfono móvil para leerlo antes del despegue —pese a todos los aviones a los que me he subido en estos años, no he llegado a aprenderlo de memoria— y lo voy susurrando despacio, como una letanía laica, mientras el aparato rueda en el tránsito paquidérmico que lo conduce desde la terminal hasta la pista —«buenas tardes señores pasajeros, / mantendremos en vuelo doce mil pies de altura, / altos como su cuerpo en el pasillo / de la Universidad, una pregunta, / podría repetirme el título del libro, / cumpliendo normas internacionales, / las cuatro ventanillas de emergencia»— y las azafatas imparten esas instrucciones gestuales a las que casi nadie presta atención porque todos sabemos que, de ocurrir algo, no habrá chalecos salvavidas ni mascarillas de oxígeno que eviten lo inevitable. Va creando uno al cabo de los años vínculos inquebrantables con ciertas frases, determinadas músicas o alguna que otra imagen que lo reconcilian con el mundo, o lo ubican en él, o cuando menos lo hacen parecer algo menos árido. Ha amanecido calurosa y despejada la mañana, aprecio el contraste amable entre el azul celeste y el verde de los campos al otro lado de la ventanilla —«bajo el cielo violeta / de los amaneceres de Manhattan, / igual que dos desnudos en penumbra / con Nueva York al fondo, todavía»— y el tipo que viaja a mi lado se entretiene enviando mensajes y pienso que acaso escriba a sus seres queridos, siguiendo ese ritual medio supersticioso que rige los prolegómenos de los desplazamientos aéreos. Una hora más tarde, cuando ya hemos aterrizado y el autobús nos ha llevado hasta las puertas de la T4S y esperamos juntos el trenecito que nos conducirá a su edificio gemelo y recorremos luego los pasillos de éste en busca de la salida, le contaré a Luis esta suerte de carácter ritual que tiene para mí su poema —«rogamos hagan uso / del cinturón, no fumen / hasta que despeguemos»— y él, con su modestia y su discreción habituales, se limitará a sonreír y a poner su mano en mi hombro. Hace un calor bíblico en Madrid a estas horas, ya está cercano el mediodía, y la multitud que abandona el aeropuerto toma al asalto los taxis que hacen cola ante sus puertas. Es domingo y goza el día de esa laxitud perezosa de los veranos que arrancan. Las calles desiertas que vemos desde el coche parecen brindar una tregua, un momento para detenerse y tomar aire y creer en las cosas que aún serán posibles mientras nadie las impida por completo —«cuiden que estén derechos los respaldos, / me tienes que llamar, de sus asientos.»

Vida de un busto

"La escultura se ve maltrecha y si bien podría pensarse que sus mellas obedecen a alguna veleidad expresionista, lo cierto es que no dejan de ser las huellas de una historia agitada"

En el número setenta de la calle Ferraz está la sede del PSOE. Allí, nada más cruzar la puerta, recibe al visitante mínimamente avisado —no sé si todos los que vienen por aquí repararán en él; el pedestal sobre el que reposa está un poco elevado y hay que girar la cabeza hacia la izquierda y levantar la mirada— un busto de Pablo Iglesias Posse. La escultura se ve maltrecha y si bien podría pensarse que sus mellas obedecen a alguna veleidad expresionista, lo cierto es que no dejan de ser las huellas de una historia agitada. La cabeza la esculpió el artista Emiliano Barral, que la integró en un fastuoso conjunto monumental erigido en memoria del fundador del partido socialista en los terrenos del Parque del Oeste. Se inauguró en mayo de 1936 y el artista tuvo poco tiempo para disfrutarla, porque falleció pocos meses después, en los inicios de la guerra civil, alcanzado por un obús que cayó en el barrio de Usera. Antonio Machado, que fue un buen amigo suyo, escribiría que Barral había caído «a las puertas de Madrid, defendiendo su patria contra un ejército de traidores, de mercenarios y de extranjeros.» Cuando los franquistas lograron ocupar la capital española en abril de 1939, el conjunto en honor de Pablo Iglesias fue demolido y tapiado, obedeciendo a esa damnatio memoriae que tan grata resulta a los acomplejados y que es prima hermana de la que recientemente llevó al alcalde Almeida a borrar en un cementerio unos versos de Miguel Hernández. Unos años más tarde, los escombros se trasladaron al Retiro para emplearlos en la construcción del muro oriental del parque, colindante con la calle Menéndez Pelayo. José Pradal, que era delineante del departamento de parques y jardines del ayuntamiento y también militante socialista en la clandestinidad, podía observar la evolución de los trabajos desde la ventana de su despacho en la Casa de Fieras. Una mañana distinguió entre los cascotes la efigie de Pablo Iglesias, aún reconocible pese a los estragos de la piqueta. Se acercó con discreción a los obreros, se ganó su confianza y alcanzó un trato con ellos: les pagaría por excavar una gran zanja y resguardar en ella la escultura. Esa misma noche se citó con al menos uno de los trabajadores en el mismo parque. En plena madrugada, trasladaron el busto hasta la zanja, que abrieron en los llamados Jardines de Cecilio Rodríguez, y se ocuparon de rellenarla con tierra y alisar el terreno a fin de que la maniobra pasara inadvertida. Pradal confiaba en revelar pronto su argucia: las potencias aliadas habían ganado la guerra, Hitler se había suicidado en su búnker berlinés y la lógica y la decencia exigían que las democracias occidentales acudiesen en auxilio de las abolidas libertades españoles. No ocurrió así, tristemente, y en 1957 el delineante emprendió un viaje a Toulouse. En la ciudad francesa se había exiliado su hermano Gabriel, que había sido el último diputado que cruzó la frontera de Portbou en el gran éxodo de 1939, y le entregó un plano del Retiro en el que se señalaba el lugar exacto del enterramiento: «No digas nunca nada. Vuelvo a Madrid, pero sólo tú y yo conocemos este secreto.» Ninguno de los dos vivía ya cuando la democracia regresó a España, pero los hijos de Gabriel llevaron el plano a Máximo Rodríguez Valverde, uno de los dirigentes del recién recompuesto PSOE, y éste a su vez se lo hizo llegar a Alfonso Guerra para que iniciara las gestiones oportunas con el entonces alcalde de Madrid, José Luis Álvarez, que se negó a conceder la licencia que hubiese permitido recuperar la estatua. Hubo que esperar a que llegara un nuevo alcalde, Luis María Huete, para obtener el documento correspondiente e iniciar el rescate. No fue sencillo: el plano era minucioso, pero algunas referencias que se indicaban en él habían quedado obsoletas. Pasaron varios días hasta que, al fin, una excavadora hincó en la tierra y dio con algo duro. Señalaban los calendarios el siete de febrero. Era una tarde fría, seguramente oscura, y el busto de Pablo Iglesias emergía de las profundidades como una premonición. Unos años después, el nueve de diciembre de 1982, el PSOE inauguraba su nueva sede en la calle Ferraz, en el mismo edificio en el que cincuenta y siete años antes había fallecido su creador. Ése cuyo busto saluda ahora a quienes entran en sus dominios, con la seriedad mayestática y digna de quienes saben lo que es sobrevivir a los naufragios.

Muerte de un mago

"Álvaro Cunqueiro descubrió su secreto y lo divulgó en un libro, Merlín e familia, que es una de las grandes obras que se escribieron en España durante el siglo pasado"

Me entero de que se ha muerto Manolo Montero, el mago Merlín de Mondoñedo. Lo conocí en una fría mañana de octubre de 2013, cuando la casualidad nos llevó a caer por sus dominios. Tenía en una calle céntrica y apartada —la conjunción de ambos adjetivos parece una paradoja, pero quienes hayan experimentado el gozo de extraviarse por los laberintos de la pequeña villa episcopal podrán acreditar su estricto realismo— una extraña mezcla de librería y almoneda que había consagrado por completo a la memoria de Álvaro Cunqueiro, a quien tenía por uno de sus amigos más queridos. Había en su caótico escaparate —y fue eso lo que nos llevó a detenernos allí— una rara combinación de ediciones antiguas, retratos en sepia y recortes de periódico que conferían a aquel rincón una singularidad tan pintoresca que era imposible resistir la tentación de pararse a curiosear un rato. La puerta del establecimiento estaba abierta, pese a que era domingo, y nos lo encontramos a mano derecha, junto a un oratorio de hechuras barrocas, en cuanto nos animamos a entrar. «Si, eu son o mago Merlín», dijo por todo saludo en cuanto divisamos en la penumbra su figura enjuta y encorvada. Nos invitó después a recorrer las dos o tres plantas de su casa —en la que había almacenado un tesoro extravagante que incluía revistas antiguas, maniquíes, barajas, cubiertos, bandejas, carteles, tapices, hornacinas, imágenes religiosas y cualquier otra cosa que fuera susceptible de exhibirse— y también un bajo que se encontraba en el edificio anexo y sobre cuya puerta había colocado una inscripción, Museo del Mago Merlín, que en absoluto permitía imaginar lo que se custodiaba al otro lado: larguísimos estantes en los que se almacenaban muñecas —algunas desprovistas de ojos o con algún miembro amputado—, bastones, piezas de ebanistería y artilugios de toda clase cuya utilidad no fui capaz de adivinar. Lo que él contaba de sí mismo lo conté yo en un viejo artículo: una vez concluida su andadura por los ciclos artúricos, había salido en busca de un lugar en el mundo y lo terminó encontrando en las tierras de Miranda, donde vivió camuflado bajo la apariencia de un modesto librero hasta que Álvaro Cunqueiro —que acababa de regresar al lugar que lo había visto nacer tras su fallida incursión madrileña— descubrió su secreto y lo divulgó en un libro, Merlín e familia, que es una de las grandes obras que se escribieron en España durante el siglo pasado y en cuyas páginas nació el realismo mágico antes de que el realismo mágico existiese. El mago se vio así libre de sus cadenas, dejó de esconderse y, aunque mantuvo su alias y su librería abierta como un modo de congraciarse con los convecinos a los que había mantenido engañados durante tantos siglos, empezó a escenificar en público sus conjuros y a abrir las puertas de su casa a aquellos que, como nosotros, mostrásemos un mínimo interés en escudriñar sus entresijos. Hace unos días escuché a la escritora Laura Fernández decir que nos gustan tanto las ficciones porque nos permiten sobrellevar la realidad. Deduje aquella tarde que la de Manolo Montero, por las pocas confesiones que se le escaparon durante el largo paseo que dimos por sus predios, había sido dura: sus problemas evidentes lo habrían convertido en un personaje marginal de no haber encontrado en las páginas de Cunqueiro la clave para hacerse pasar por quien no era y, en un ardid deliciosamente quijotesco, hallar en su disfraz de mago el modo de sobrellevar una existencia que sin esa apelación a la fantasía habría resultado plana o anodina o directamente frustrante. Parecía pobre de solemnidad y apenas tenía familia, sólo una sobrina que, según nos dijo, regentaba un hostal a las afueras del pueblo y con la que comía de vez en cuando. Regresé a Mondoñedo alguna que otra vez, pero no volví a encontrármelo. Ahora sé que pasó sus últimos años ingresado en una residencia de ancianos de Foz, en la costa lucense. Allí murió el pasado mes de abril. Tenía noventa y cuatro años y había pasado la mayor parte de ellos instalado en el sueño que había forjado para ser exactamente el personaje que quería. No me parece poca cosa.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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1 año hace

La novela de ficción puede ser fingida, o no. El teatro puede ser fingido, o no. El cine puede ser fingido, o no. Hasta el ensayo puede ser fingido, o no.

Pero, yo creo, la poesía nunca es fingida. Es imposible. Porque se escribe, no con la pluma, no con el teclado (aunque creo que la poesia siempre hay que escribirla a mano, con una pluma), sino con el corazón, con el alma, con los sentimientos más profundos. Porque, si no es as´í… no es poesía.

Con esta reseña, despertado ha mis propios sentimientos de nostalgia y de pérdida…

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