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Para qué seguir jugando - Miguel Barrero - Zenda
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Para qué seguir jugando

Mil carambolas De la ideología Se ha hecho común que determinadas corrientes políticas tilden de «ideológicas» las críticas adversas a sus postulados con el fin de desacreditarlas. No sé si la maniobra surte efecto, pero sí que la repiten sin cuestionarla abundantes columnistas y casi todos los teóricos orgánicos, omitiendo que tan ideológicas son esas...

Mil carambolas

Me encontré hace unos días en Madrid con Milagros Gonzalvo, la viuda de José Avello. No la veía desde que en 2018 presentamos en Oviedo la reedición de la que fue la última novela de su marido y desde entonces nos habíamos escrito de manera esporádica. Se da el caso de escritores a los que parece que hay que estar reivindicando siempre de manera un tanto absurda, porque la envergadura de su obra debería servir para garantizar una memoria que, sin embargo, se revela tan atolondrada como esquiva. No tuvo demasiada suerte Avello en vida, por más que tampoco se quejara de la que le correspondió en un mundo en el que irrumpió con pulso firme, pero sin el arropamiento mediático que habría correspondido a una figura de su talla. Su primera novela, La subversión de Beti García, quedó finalista del Nadal y sus Jugadores de billar corrieron una suerte idéntica cuando, una década después, los presentó al premio Alfaguara. Ambos títulos se publicaron y los dos recibieron el aplauso de los críticos que se ocuparon de sus páginas, pero su eco se diluyó con el paso de los años y aún hoy son muchos quienes desconocen esos dos títulos que merecen figurar, sobre todo el segundo, en los listados que a menudo pugnan por establecer un canon de la literatura española contemporánea. Llegué tarde a La subversión de Beti García —estaba descatalogadísima cuando supe de la existencia de Avello y no pude leerla hasta que se reeditó en Trea a finales de la pasada década—, pero sí adquirí la edición que hizo Alfaguara de Jugadores de billar, creo que por recomendación de Álvaro Díaz Huici, y sorprenderme hasta el entusiasmo con una trama que concentra en los avatares supuestamente intrascendentes de una ciudad de provincias algunos de los males recurrentes de un país en perpetua confrontación consigo mismo. Se ha emparentado a esa novela con La Regenta, y aunque la equiparación sea justa y atinada también constituye una injusticia, porque circunscribe a un marco geográfico muy completo lo que no deja de ser un argumento con validez universal. En realidad, no es muy distinto de lo que ocurre con Clarín, cuya adscripción deliberadamente provinciana lleva a que no siempre se reconozca su novela como la mejor de cuantas se escribieron en España durante el siglo XIX y su nombre termine siempre relegado bajo la sombra de un Galdós que, si bien hizo méritos suficientes para acreditar su condición de epítome de la corriente realista, en ninguno de sus libros alcanzó la altura que sí logró su colega cuando urdió aquel triángulo cuyos vértices —Ana Ozores, Álvaro Mesía, Fermín de Pas— sintetizaban las tres almas inacabadas de una sociedad que se complacía en la observancia rigurosa de sus defectos. Hay otra circunstancia que emparenta a Avello con Clarín: los dos publicaron sólo dos novelas y pasaron la mayor parte de sus vidas atentos a lo que escribían otros. La única vez que coincidí con José Avello quise saber por qué. Era un anochecer otoñal, estaba a punto de entrar el invierno y nos refugiábamos de una lluvia intermitente bajo los soportales del mercado del Fontán. Le pregunté cómo era que no hubiese dado más páginas a imprenta, a qué se debía aquel silencio que por entonces duraba más de una década y que, tristemente, será ya eterno. Me he referido muchas veces a la respuesta que me dio, porque ejemplifica la lucidez que cabría exigir a cualquier creador, pero también la frustración que conlleva. Avello, gran aficionado al billar él mismo, sonrió con un deje de amargura y contestó: «Si en una partida has conseguido hacer mil carambolas, ¿para qué seguir jugando?».

De la ideología

"Se ha hecho común que determinadas corrientes políticas tilden de «ideológicas» las críticas adversas a sus postulados con el fin de desacreditarlas"

Se ha hecho común que determinadas corrientes políticas tilden de «ideológicas» las críticas adversas a sus postulados con el fin de desacreditarlas. No sé si la maniobra surte efecto, pero sí que la repiten sin cuestionarla abundantes columnistas y casi todos los teóricos orgánicos, omitiendo que tan ideológicas son esas reacciones como la acción que las desencadena y menospreciando la ecuanimidad que ellos mismos aseguran defender con sus diatribas. Dice la Real Academia que la ideología es el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, o una sociedad, o una época, de lo cual se deduce que absolutamente todas las cosas que nos rodean tienen un componente ideológico —desde las canciones de Rosalía hasta los envasados al vacío— y que tan legítimo es defender una cosa como oponer su contraria, sin que eso signifique que ambas sean ciertas ni infalibles: es ideológica —y deseable— la reivindicación de una sanidad pública, gratuita y universal; es ideológica —e infame— la persecución de homosexuales o la prohibición de expresar cualquier opinión contraria a nuestro pensamiento. Quienes abogan por el fin de las ideologías —y reciben aplausos entusiastas cada vez que pontifican al respecto— suelen pretender en realidad la erradicación de cualquier cuestionamiento del poder establecido, lo que a la postre concede a la autoridad competente mando en plaza para incurrir en cuantos desmanes considere, con resultados que conocemos porque se han venido dando en abundancia a lo largo de la historia. Por decirlo de otro modo: lo que de verdad quieren decir es que somos los demás quienes hemos de renunciar a nuestras propias ideas, para así poder imponer ellos las suyas.

Mientras embalo mi biblioteca

"Voy lidiando como puedo con el crecimiento progresivo y no siempre sostenible de una biblioteca con la que también he venido escribiendo una suerte de biografía"

Hace unos años, Alberto Manguel me recomendó que me comprara una casa en el campo para resolver los problemas de espacio que, de un tiempo a esta parte, me vienen planteando los libros, ésos que en una época no demasiado lejana tuve a bien custodiar en una de las habitaciones de mi vivienda y poco a poco han ido usurpando otras estancias hasta el punto de instalarse en los rincones más insospechados del piso, igual que en el cuento de Cortázar. Mientras aguardo la ocasión de seguir su consejo, voy lidiando como puedo con el crecimiento progresivo y no siempre sostenible de una biblioteca con la que también he venido escribiendo una suerte de biografía. Ahora que me dedico a poner a resguardo algunos ejemplares para salvarlos de los efectos indeseados de una reforma mínima, la selección propicia un ejercicio de memoria en el que voy recordando cuándo y dónde los compré, quién me los regaló, en qué momento aparecieron en el buzón o en las manos de un mensajero, qué impresiones saqué de su lectura —si es que llegué a leerlos— y por qué razones decidí postergarlos —en los casos en que no lo hice— o a relegarlos por un tiempo tan indefinido y elástico que se ha venido estirando hasta el presente. Me enternezco al hallar reminiscencias de los años en que creí que los domesticaría fácilmente alineándolos por orden alfabético —algún vestigio queda de aquel empeño en unos pocos estantes— y clasificándolos asimismo por géneros o temas específicos, cuando se trataba de ensayos. Me hace gracia observar los emparejamientos que ha propiciado el azar, estableciendo entre autores diametralmente opuestos unas relaciones de vecindad cordial, y constato que, a la postre, intentar constreñir una biblioteca termina siendo un empecinamiento tan absurdo como el de contener el mar, porque ella misma se va edificando a su modo y manera, traza sus reglas e instaura sus condiciones, marca el territorio —o lo desborda— y delimita las provincias que lo configuran y las lindes que separan unos de otros. La confino ahora parcialmente y sé que no será la misma cuando vuelva: habrá libros que no regresen y habrá otros que buscarán nuevas amistades cuando la colección siga creciendo, desbocada, a la espera de hallar algún día cobijo en ese vergel campestre al que Manguel me animaba a retirarme. Quizás así se ordene y se apacigüe, o tal vez cobre nuevos bríos, animada como se verá por unas tierras nuevas y vírgenes en las que seguir ejerciendo su irrefrenable vocación de conquista.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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