La escritora estadounidense Anne Lamott también es profesora de escritura y ha convertido su libro Pájaro a pájaro en una auténtica guía para aquellos letraheridos que aspiren a una vida creativa. Un ejemplo de sus consejos ante el miedo a la página en blanco: “No importa, escribe un primer borrador de mierda”.
En Zenda reproducimos el arranque del primer capítulo de Pájaro a pájaro, de Anne Lamott (Plankton Press).
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Ponerse manos a la obra
Lo primerísimo que digo el primer día de un taller nuevo es que escribir bien consiste en decir la verdad. Como especie, necesitamos y queremos entender quiénes somos. Los piojos de las ovejas no parecen experimentar el mismo anhelo y, en parte por eso, no escriben casi nada. Pero nosotros sí: hay infinidad de cosas que queremos decir y entender. Un año tras otro, la gente viene a mis clases cargada de historias que contar y abordan sus proyectos de escritura con ilusión e incluso con alegría: por fin su voz será audible y podrán dedicarse a eso que llevan queriendo hacer desde la infancia. Pero bastan apenas unos días ante el escritorio para que contar la verdad de forma interesante se revele tan sencillo y placentero como bañar a un gato. Algunas personas pierden la fe. Su concepto de sí mismas y de la historia se hace añicos y se desmorona. Normalmente, van al taller el primer día como patitos alegres y torpones con ganas de seguirme a todas partes, pero para la segunda clase me miran como si se hubiera roto definitivamente el compromiso.
Empieza por tu niñez, le digo. Tápate la nariz, zambúllete y anota todos tus recuerdos con tanta fidelidad como puedas. Flannery O’Connor dijo que cualquiera que haya sobrevivido a la infancia tiene material de sobra para escribir durante el resto de su vida. No importa que tu infancia fuese espantosa y horrible mientras la cuentes bien. Pero tampoco te preocupes por hacerlo bien todavía. Tú limítate a empezar a escribir.
Ahora bien, igual semejante cantidad de material resulta tan abrumadora que te bloquea. Después de unos cuantos años escribiendo crítica gastronómica, tenía en la sesera tantos restaurantes y tantos platos que cuando alguien me pedía una recomendación no se me ocurría ni un solo sitio en el que hubiera comido. Pero si esa persona me lo acotaba a, pongamos, comida india, igual me acordaba de cierto fastuoso palacio indio donde mi acompañante había pedido al camarero el surtido de Rudyard Kipling y luego el tartar de vaca sagrada. Entonces me venían a la mente varios recuerdos de otras citas y de otros restaurantes indios.
Así que tal vez te convenga empezar escribiendo absolutamente todo lo que recuerdes de tus primeros años escolares. Empieza por el último curso de preescolar. Intenta anotar las palabras y los recuerdos tal y como te vengan. No te apures si lo que te sale es una caca, porque no va a verlo nadie. Sigue con el primer curso de primaria, el segundo, el tercero. ¿Quiénes eran tus profesores, tus compañeras de clase? ¿Qué ropa llevabas? ¿De quién y de qué tenías envidia? Ahora ábrete un poco. ¿Te fuiste de vacaciones con tu familia durante esos años? Escribe sobre las vacaciones. ¿Te acuerdas de que las familias de los demás parecían mucho más presentables? ¿Te acuerdas de cuando flotabas en algún río sobre un neumático y tu familia había perdido el taponcito a rosca de la válvula y cada vez que entrabas y salías del neumático volvías a rasparte los muslos? ¿Y de que las otras familias nunca perdían los taponcitos? Si eso no sale bien, o si sale bien pero se te acaba ese filón, comprueba si el hecho de centrarte en vacaciones y acontecimientos importantes te ayuda a recordar tu vida tal y como fue. Escribe todo lo que seas capaz de recordar sobre todos los cumpleaños, Navidades, Séders, Pascuas o lo que sea, sobre todos los parientes que asistieron. Escribe todas esas cosas que juraste que jamás le contarías a nadie. ¿Qué recuerdas de tus fiestas de cumpleaños? ¿Los desastres, los días de gracia, los rostros de tus familiares iluminados por las velas de cumpleaños? Escarba en busca de detalles sobre la comida, la música, la ropa: esos espantosos gorros de natación con pétalos, los horrorosos bañadores de los hombres, el vestido de noche que se ponía tu voluptuosa tía, tan ajustado que necesitaba poco menos que separadores hidráulicos para quitárselo… Escribe sobre los rulos con cerdas por dentro que se ponían las mujeres, sobre las jarreteras que usaban tu padre y tus tíos para que no se les cayeran los calcetines de vestir, sobre los sombreros de tus abuelos y sobre los perfectos uniformes de exploradoras de tus primas, mientras que en los tuyos parecía que acabara de romper el cascarón un polluelo. Describe las gabardinas, las estolas y los sobretodos, lo que revelaban y lo que cubrían. Intenta recordar lo que te regalaron por Navidad cuando tenías diez años y cómo te hizo sentir por dentro. Escribe lo que decían y hacían los mayores después de unas cuantas copas; sobre todo, aquel Día de la Independencia cuando tu padre preparó ese ponchebomba y los adultos iban de una habitación a otra poco menos que a gatas.
Recuerda que lo que te ha ocurrido te pertenece. Si tu infancia dista de haber sido ideal, tal vez crecieras pensando que, si revelabas lo que realmente pasaba en tu familia, surgiría de una nube un dedo blanco, largo y huesudo que te señalaría mientras una voz escalofriante bramaba: «Te dijimos que no lo contaras». Pero eso fue hace mucho. Tú limítate a escribir todo lo que recuerdes de tus padres, hermanos, familiares y vecinos y ya nos ocuparemos más tarde de las querellas por difamación.
«Pero ¿cómo? —me pregunta alguien en clase—. ¿Cómo se hace eso exactamente?».
Te sientas, le digo. Intentas sentarte todos los días más o menos a la misma hora. Así es como educas al inconsciente para que se te active a nivel creativo. Te sientas todos los días, pongamos que a las nueve de la mañana o a las diez de la noche. Pones una hoja de papel en la máquina de escribir o enciendes el ordenador y abres el documento en cuestión y te quedas mirándolo durante más o menos una hora. Empiezas a mecerte, al principio solo un poco y luego como un enorme niño con autismo. Miras al techo, consultas el reloj, bostezas y vuelves a quedarte mirando el papel. Después, con los dedos listos sobre el teclado, contemplas con los ojos entrecerrados una imagen que se te está formando en la mente —una escena, una ubicación o un personaje, da igual— e intentas acallar tus pensamientos para poder oír, por encima de las demás voces mentales, lo que quiere decir ese paisaje o ese personaje. Las otras voces son banshees y monos borrachos. Son las voces de la ansiedad, el juicio, la condena y la culpa. También de una grave hipocondría. Quizá haya una lista de cosas que hacer en ese preciso instante, en plan enfermera Ratched: comida que sacar del congelador, citas que cancelar o concertar, pelos que depilar. Pero tienes que apuntarte a la cabeza con una pistola imaginaria y obligarte a no levantar el culo de la silla. Sientes cierto dolorcillo en la parte baja del cuello. Se te pasa por la cabeza que tienes meningitis. Entonces suena el teléfono; miras al techo con furia, te armas de educación y contestas a la llamada con amabilidad, tal vez con un levísimo dejo de irritación. La persona que llama te pregunta si estás trabajando y dices que sí, porque es verdad.
Sin embargo, pese a todo, consigues hacerle un hueco a la voz de la escritura podando las otras a machetazos y empiezas a redactar frases. Empiezas a enristrar palabras como abalorios para narrar una historia. Te acucia la desesperación por comunicar, edificar o entretener, por preservar momentos de gracia, alegría o trascendencia, por insuflar vida a acontecimientos reales o imaginarios. Pero desearlo no basta para hacerlo realidad. Es una cuestión de perseverancia, fe y dedicación, así que más vale ir arrancando.
Me encantaría poder confiarte algún secreto, alguna fórmula que me hubiera transmitido mi padre en un susurro momentos antes de morir, algún santo y seña que me haya permitido sentarme ante el escritorio y hacer aterrizar vuelos de inspiración creativa como un controlador aéreo. Pero no puedo. Lo único que sé es que el proceso es prácticamente el mismo para casi todas las personas que conozco. Lo bueno es que algunos días es como si no tuvieras más que quitarte de en medio para que eso que quiere ser escrito pueda usarte para escribirse. Es un poco como cuando tienes que hablar con alguien de un tema delicado y vas de camino deseando y rezando para que te vengan las palabras oportunas con solo presentarte allí e intentarlo. A veces te vienen las palabras oportunas y, bueno, «escribes» un rato; pones por escrito un montón de pensamientos. Pero lo malo es que, a nada que te parezcas a mí, seguramente eches un vistazo a lo que has escrito y te pases el resto del día comiéndote la cabeza y rezando por no morirte antes de poder reescribir por completo o destruir lo que hayas escrito, no vaya a ser que el mundo, que aguarda con avidez, se entere de lo pésimos que son tus primeros borradores.
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Autora: Anne Lamott. Título: Pájaro a pájaro. Traducción: Paula Zumalacárregui Martínez. Editorial: Plankton Press. Venta: Todos tus libros.
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