El topo de la catedral
Es un recuerdo recurrente de la infancia. Siempre que íbamos a León —y solía ocurrir todos los veranos, porque mi madrina pasaba sus vacaciones en la ciudad—, nos acercábamos en algún momento a la catedral y mi madre me contaba la misma historia: «Cuando la estaban construyendo, los obreros veían cómo durante la noche se venía abajo todo lo que habían levantado durante el día; tras mucho indagar, descubrieron que el culpable de todos aquellos derrumbes cotidianos era un topo enorme que se entretenía excavando bajo el suelo del templo en cuanto se ponía el sol, y una noche le tendieron una trampa y lo cazaron.» Como recuerdo de aquella hazaña había quedado la piel del propio animal, que colgaba en el interior de la basílica, sobre la puerta de entrada a la nave septentrional, y recuerdo al niño que fui afinando la vista, por ver si las penumbras góticas me permitían discernir en aquel raro amasijo con forma de quilla el cuerpo del morador subterráneo que tantos quebraderos de cabeza había causado a los constructores medievales. Los viajes a León cesaron en mi adolescencia y no volví a la ciudad hasta que llevaba ya mediada la veintena. Me apunté a una visita guiada por la catedral y, tras atender durante más de dos horas las explicaciones de la guía, me extrañó que no hiciera la menor mención a aquel topo gigantesco cuyo pellejo —lo busqué en cuanto penetré en el interior— continuaba expuesto en el muro occidental sin que apenas nadie reparara en él. «Eso era una simple leyenda», desmintió, «en realidad es un caparazón de tortuga.» El comentario provocó la sonrisa del resto de los componentes del grupo y también echó abajo un mito de mis imaginarios infantiles. Sin embargo, sé ahora que mi madre no mentía, porque la historia que ella me contó se estuvo dando por cierta hasta que, entrada la década de 1990, se bajaron por primera vez las supuestas pieles para llevarlas a una exposición que se iba a celebrar en Barcelona, y cuyo objeto ignoro, y que fue en ese instante cuando se descubrió que no se trataba de los restos de un topo, sino de una tortuga laúd, especie que hasta el siglo XIX abundó en las aguas del Cantábrico. La revelación inspira un misterio aún más sugestivo que el de la leyenda que durante muchos siglos explicó la presencia de aquel cuerpo extraño en el interior de la basílica. ¿Quién llevó hasta allí aquel ejemplar y por qué? Es probable que se tratara de una ofrenda, pero también que su exhibición tenga que ver con aquella costumbre que tenían quienes emprendían viaje a América de traer a su regreso algún recuerdo exótico. No son pocas las iglesias que custodian en su interior cadáveres de reptiles que en su día se mostraron allí como ejemplo de los prodigios que aguardaban en la otra orilla del océano. Y sin embargo, el que esa especie de tortuga en concreto fuese frecuente en el Cantábrico hace apetecible otra hipótesis: ¿no pudo ser la artimaña de un impostor, el subterfugio que algún aventurero frustrado, incapaz de embarcarse en una travesía que duraría meses y cuyo transcurso era incierto, ingenió para regresar a León fingiendo que había visitado unos parajes a los que nunca habría oído? ¿No pudo ese pícaro avispado entregar al cabildo esa tortuga como si la hubiese capturado en cualquier latitud americana, cuando en realidad se había hecho con ella en una playa de Santander, o Asturias, o Galicia? La ficción del viejo topo se maquinó como una especie de alegoría que justificaba la tardanza en terminar la catedral leonesa —se filtraba la humedad, las piedras eran muy porosas, llegaron a derrumbarse bóvedas enteras—, pero la realidad que yace tras sus supuestos restos puede ocultar una historia que quizá, por verdadera, resulte aún más inverosímil.
Privacidad pública
He manifestado en alguna ocasión lo mucho que admiro o envidio a los diaristas su constancia. Ese afán por escribir siquiera unas pocas palabras cada día, aun cuando haya días que no merezcan ningún verbo que los glose, resulta tan encomiable como incomprensible en ocasiones, porque sabemos que no se detendrá el tiempo por más que se lo comprima entre las cuatro paredes de una página que quizá arda, como todo, cuando nosotros seamos ya recuerdo. No soy un devoto del género, pero sí me ocupo con deleite de las entregas que periódicamente van alumbrando algunos de quienes lo frecuentan, y por eso celebro que ahora Manuel Rico haya reunido las anotaciones que fue haciendo en libretas varias entre los años 1985 y 2008. Son apuntes intermitentes, porque hay un gran paréntesis de una década entre la primera y la segunda parte del libro, que van dando cuenta de las cotidianidades de su autor al tiempo que reflejan a vuelapluma la historia de un país que abandonaba una dictadura para darse de bruces con la gran crisis económica que provocaron las ludopatías bursátiles, inmobiliarias y financieras. Quienes están convencidos de que también lo personal es político pueden hallar un buen ejemplo en este volumen que ahora publica Punto de Vista, porque en los días y los afanes de Manuel Rico se entrecruzan las inquietudes literarias —las que lo hacen escribir, pero también las que lo llevan a estar al tanto de lo que escriben sus contemporáneos, o de su regreso a algunos de sus autores queridos— con la militancia política, primero, y la observación atenta de cuanto ocurre en la esfera pública después, unas veces metido de lleno en el trajín de ese Madrid que habita y que, por usar la conocida imagen machadiana, ejerce de rompeolas de todas las tendencias y todas las humanidades posibles, y otras en la quietud idílica de sus retiros rurales, esos que le brindan aire fresco y paz de espíritu e insuflan algo parecido al optimismo en los momentos en los que todo parece desmoronarse alrededor. «La memoria, ese pozo sin fondo, ese lugar donde nunca nos sentimos forasteros», escribe en una de sus notas a propósito de un libro de Juan Cruz. Algo así es este libro: un desván de recuerdos en el que no podemos sentirnos extraños porque los días de Manuel Rico, por más que sean indiscutiblemente suyos, son los que nos ha tocado vivir, de una u otra manera, a todos.
Elegir un cuadro
Ahora que todo es digital, ahora que nada deja huella física, ¿qué ocurrirá si de pronto se apaga Internet? ¿Cómo podrá un museo, por ejemplo, demostrar que un cuadro adquirido mediante trámites electrónicos es realmente suyo, en el caso de que aparezca cualquiera reclamando su propiedad? «¿Tú qué cuadro te llevarías a casa?», me pregunta Raquel. Me cuesta encontrar una respuesta. El Gernika y Las Meninas me parecen, además de demasiado obvios, excesivamente aparatosos: ni tengo en mi casa paredes lo suficientemente grandes para disfrutarlos ni podría trasladarlos fácilmente en el caso de que surgiera una mudanza. Me viene a la cabeza El jardín de las delicias, la fabulosa fantasía que pintó El Bosco, pero recuerdo que estuvo en los aposentos privados de Felipe II y me repele un poco imaginar las maniobras a las que pudo entregarse el monarca escurialense cada vez que tenía ante sus ojos tanta lujuria y tanta lubricidad. Siento verdadera devoción por Goya, pero me cuesta decantarme por una sola de sus pinturas —quizá La nevada, tan inhóspita y tan acogedora al tiempo; o no, mejor La condesa de Chinchón, ese retrato en el que el aragonés arisco desplegó la mayor de sus ternuras para regalar a la posteridad la imagen de una mujer a la que la vida baqueteó con dureza, pero que fue tocada con el don de la bondad— y finalmente me acuerdo de un óleo en la que siempre me embeleso cuando dedico algunas horas a perderme por las salas del Museo del Prado y que acostumbra a pasar inadvertida para los turistas porque ni su tamaño ni su apariencia anuncian las maravillas que se ocultan bajo sus pinceladas. Se trata de la Vista del jardín de la Villa Medici que Velázquez pintó hacia 1630 y cuyos trazos acertaron a intuir el impresionismo dos siglos antes de que el crítico Louis Leroy acuñara el término a propósito de un cuadro de Monet. Se presenta en él el paisaje como un fin en sí mismo, y no como un mero escenario, y los contornos difuminados de ese entorno en el que conviven arquitecturas entrevistas, esculturas clasicistas y figuras apenas abocetadas inspiran tal apacibilidad que no es fácil sustraerse al embrujo a poco que se lo contemple con detenimiento. Es, sin duda, el tipo de paisaje que cualquiera querría estar observando si, de pronto, se le echa encima el fin del mundo.
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