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El país de los imbéciles, José Manuel Díez - Zenda
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El país de los imbéciles, José Manuel Díez

José Manuel Díez (Zafra, Extremadura, 1978). Poeta, narrador y músico. Es una de las voces más lúcidas y originales de la reciente poesía española. Desde sus primeros títulos —La caja vacía (Visor), Baile de máscaras (Hiperión) y Estudio del enigma (Visor)— fundamenta las bases de una obra plural e independiente, donde la esencialidad estética y...

José Manuel Díez (Zafra, Extremadura, 1978). Poeta, narrador y músico. Es una de las voces más lúcidas y originales de la reciente poesía española. Desde sus primeros títulos —La caja vacía (Visor), Baile de máscaras (Hiperión) y Estudio del enigma (Visor)— fundamenta las bases de una obra plural e independiente, donde la esencialidad estética y el compromiso ético confluyen hacia una continua innovación de temas y formas.

Zenda publica cinco poemas de su último libro, galardonado con el premio Jaén de poseía, El país de los imbéciles.

DOS FORMAS

Ya conoces dos formas

de regresar al punto

que has dejado a tu espalda:

 

Girar sobre ti mismo

la perspectiva ciento ochenta grados

o dar la vuelta al mundo.

 

La primera es más simple, la segunda es más bella.

La primera es memoria, la segunda es viaje.

 

Si hubiera una tercera

—si la hubiera—

equidistante a ambas,

la llamarás poesía,

te nombrará temblor.

LOS MOTIVOS POSIBLES

Todo porque la luz entró en los labios.

Y los libros hablaron de paisajes posibles.

Y el juez dictó sentencia contra él mismo.

Y me bebí la poca ginebra que quedaba.

 

Todo porque mi nombre

será un día el de un muerto.

Y el mes de julio entero pasé en vela.

Y las aves cruzaron las fronteras del frío.

Y me besó los párpados la lluvia.

 

Todo porque en Plasencia había murallas.

Y rodaron los cuerpos por la nieve de octubre.

Y comenzó la guerra en el poema.

Y yo te pregunté si me querías.

MEMORIA DEL TRÓPICO

Ser el árbol del mango,

el canto y el encanto del pájaro gulungo.

Ser el millo y la papa, la raíz del jengibre,

los sones del candombe, sus danzones.

Ser cocuyos y ranas,

floresta de heliconias y cantutas,

los bochocós, el jaguar, la hicotea,

cochayuyos costeros, guayacanes y mangles.

 

Ser la palma de tagua, rajatrapos y cóndores,

los babalaos, los humos de la sacerdotisa,

salmodia del turpial cuando amanece.

Ser rito milenario y Pachamama,

plumaje de quetzal y ararajuba,

chapulín de alas rojas, cucarrón de alas verdes.

Ser viejo curandero y plañidera,

los caminos que aceptan el regreso, la huida.

 

Ser música de chuchos, marimbas y guaruras,

espíritu de ceiba y de mañío,

la aldea entre frondosos cafetales.

Ser tucán y pijije,

tronamentas, celajes, aguaceros, ventiscas.

Ser la luz de la luna

cuando atraviesa el ojo del cenote,

la flor incandescente del hibisco.

Ser pimienta y onoto,

madera de choibá y de calabonga,

transparencia del agua del alto Putumayo.

Ser pámpana de parra,

la exhalación terrígena,

las nieves de la ruda cordillera.

Ser ají y achiote,

los glifos astrológicos del calendario maya,

la nube que se posa en la planicie.

 

Ser Comala y Macondo, caracola marina

por la que nos susurran los océanos.

Ser la sal de la tierra,

conuco campesino en la llanura,

el águila posada en el nopal.

Ser el niño aturdido

por la visión de un dios, el ojo ciego

del huracán que arrastra un viejo tambo.

Ser trampero en la selva, pescador en los ríos.

 

Ser yuyal y ajolote, las monarcas viajeras,

quebradas, barrizales y potreros.

Ser los huesos molidos, los tambores del baile,

la princesa zenú, la diosa inca.

Ser tiguales y cactus,

serpiente mitológica emplumada,

los páramos de Rulfo, los cielos de Darío,

la fauna del color del alebrije.

 

Ser vuelo vertical de guacamayo,

las manos de la anciana chapolera,

la yuca, el coco, el ñame,

la arepa, el patacón, la chicha andina.

Ser el funyi en el tango y el pañuelo en la zamba,

las rutas que prometen el Eldorado,

los bollos de maíz, la madre negra.

 

Pero también los odios ancestrales,

la alambrada de púas, los venenos del chongo.

Pero también abrazo de anaconda,

dentellada de puma, picazón de tarántula.

Pero también las ruinas y el expolio,

la ciudad de chacales con codicia de hombres.

Pero también guerrilla y dictadura,

las manos en dos puños, los rifles clandestinos,

la plaga del dañoso comején.

 

Pero también la tribu y la matanza,

la errabunda comuna,

la venganza, el secuestro, los sangrientos afiches.

Pero también la fiera acorralada,

los guaicos que sotierran favelas y cambuches.

Pero también los cárteles, los combos,

la fe ciega y fanática, los héroes baleados.

Pero también la paz, la resistencia,

la casa del amigo,

la rebelión sonora, la utopía.

 

Ser uno entre vosotros. Y ser todo entre todos.

Y ser igual que el mundo: distinto en cada hombre.

La sombra inmemorial de mis antepasados,

aquí en la latitud de los asombros.

Los seres que cohabitan al poeta.

Los poetas que callan en mi idioma.

LA LLANURA

Mi memoria de niño

cegada por un cuento de Jack London.

 

El olor de los búfalos

ha sacado a los lobos de las sombras del bosque.

Un graznido de urraca resquebraja el silencio.

La nieve es más espesa en la llanura,

donde apenas resisten la intemperie del clima

los peces bajo el lago congelado

y las zarzas sin fruto.

Las patas de una búfala se hunden.

Tres lobos acorralan a su presa.

Los colmillos confirman

el rito milenario de la muerte.

La manada prospera.

 

Mi memoria de niño

—su conciencia de hombre—

cegada por un cuento de Jack London.

 

Aquí, en el blanco inmenso,

un reguero de sangre.

UNA ODA

Las tienduchas —tú sabes

de las tiendas que hablo—, ultramarinos

que huelen a perfumes innombrables,

a conservas y a quesos, a licores baratos.

 

Las tienduchas de barrio que no tienen ni nombre,

y que todos conocen por el mote del dueño,

un viejo taciturno y apacible

que ve pasar la vida al otro lado

de un mostrador a cuadros blanquiazules.

 

Las tienduchas, tú sabes.

Con su decoración inmarcesible

de ristras de pimientos y laureles y ajos,

y latas de conserva en la alacena,

y pizarras de ofertas rubricadas a tiza,

y un peso de balanza de otro siglo.

 

Las tienduchas de barrio, cada vez más escasas.

Esos tristes negocios familiares,

con su olor a chacina

y el trato confiado que dan a sus clientes

dejándoles fiados los pedidos;

esos lugares aptos al abastecimiento

de lo más necesario; esas tienduchas

humildes, anacrónicas y bellas.

Esas simples tienduchas, por sí solas,

consiguen que me sienta de este mundo.

—————————

Autor: José Manuel Díez. Título: El país de los imbéciles. Editorial: Hiperión. XXXIII Premio Jaén de poesía. Venta: Amazon

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