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Oz - Zenda
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Oz

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XL: OZ Siempre se había llevado razonablemente bien con sus tíos. Cierto que ya tenían una edad, y que eso los mantenía un tanto ajenos a los tiempos modernos, pero a Dora la habían acogido con cariño, pese al más que lejano parentesco que los unía. Por desgracia, la infancia...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XL: OZ

Siempre se había llevado razonablemente bien con sus tíos. Cierto que ya tenían una edad, y que eso los mantenía un tanto ajenos a los tiempos modernos, pero a Dora la habían acogido con cariño, pese al más que lejano parentesco que los unía. Por desgracia, la infancia es una etapa breve que, a menudo, se vuelve ingrata y olvidadiza con el ardor volátil de la juventud. Cuando los dos ancianos empezaron a cerrar sobre ella el cerco de su vigilancia, preocupados por alguna que otra amistad dudosa, por nuevas y extrañas aficiones, o por conductas más bien cuestionables, Dora sintió que se asfixiaba en las rutinas de la granja que la vio crecer.

La última tarde el ambiente estaba enrarecido, eléctrico. Se mascaba en el aire un no sé qué metálico y peligroso que dejaba en la boca un regusto a pólvora. Daba la sensación de que se avecinaba algo malo, algo peligroso. Era sábado. Dora llevaba un buen rato tratando de obtener permiso para salir. Tenía planes. Quedaba poco para que acabara el verano, y cada instante era un tesoro. Sus tíos estaban de un ánimo espantoso. No dejaban de incordiarla con su interminable lista de molestas tareas y obligaciones, refunfuñando por lo bajo ácidas críticas sobre su atuendo, su peinado, sus modales y sus poco recomendables compañías. La tempestad descargó por fin, con un estruendo de loza rota en la cocina.

—¡Dora! —gritó su tía, siguiéndola escaleras arriba con agilidad de sabueso—. ¡No pienso tolerar semejante comportamiento!

La puerta del pequeño cuarto se le cerró en las narices, y la mujer la aporreó sin descanso. Dora deambuló de un lado a otro, apretándose las sienes, cegada por las lágrimas de rabia, embutiendo algunas pertenencias en su ajada mochila de cuero. Salió como una tromba, bajando los escalones de tres en tres.

—Pero… pero, ¿a dónde crees que…? ¡Querido! ¡La niña se va! ¡Se marcha!

—¡Dora! —bramó el cabeza de familia, dando un puñetazo en la mesa—. ¡Si sales por esa puerta no te molestes en volver! ¿Me oyes, mocosa desagradecida? ¡No te molestes en volver!

Se había levantado un viento caliente y áspero. La desvencijada puerta del corral batía frenética, y en el patio se formaban remolinos de tierra seca. Dora aspiró con ansiedad, sintiéndose casi borracha de una felicidad rara y vertiginosa.

—¡Dora! —rogó su tía, saliendo tras ella—. ¡No seas inconsciente y entra en casa! ¡Viene un tornado, querida!

Corrió, para librarse de su molesto lloriqueo. Solo quería escapar de allí, como fuera. Caminó a buen paso por la linde de la vieja carretera, haciendo visera con la mano. El polvo se le metía en los ojos, tenía las trenzas deshechas, pero un fuego desconocido la impulsaba a seguir andando. Una vieja camioneta amarilla surgió en lo alto de la colina, titilando como un espejismo. Fue aminorando hasta detenerse a su lado. La conducía un hombre joven, atractivo, con pinta de vagabundo. Tenía un pelo pajizo y enmarañado que le daba cierto aire de espantapájaros.

—¿Te llevo a alguna parte?

Ella se encogió de hombros.

—Vas en dirección contraria. Yo voy al pueblo, que está allí.

—En ese villorrio no hay nada. ¿Por qué no te vienes conmigo?

Se fue con él.

La ciudad se alzaba en mitad del desierto. Un engendro de metal que, con los años, se había ido corroyendo, revistiéndose de una pátina verde y luminiscente, casi alienígena. Una bestia que los engulló sin compasión.

—Bienvenida a la Ciudad Esmeralda, Dora —canturreó el Espantapájaros.

La música y las luces podían taladrarte la mente. Todo parecía brillante y fácil allí. Rostros amables, juegos, bailes, espectáculo, promesas, lujo, magia… tanto por ver, tanto por probar… Se decía que la urbe ofrecía oportunidades a cualquiera que osara reclamarlas. El dinero circulaba en riada constante, la belleza cotizaba al alza y la suerte sonreía a los intrépidos. En la ciudad que nunca dormía los sueños eran un lujo por el que muchos estaban dispuestos a pagar. Y se podía soñar de formas diversas. Había sueños de piel, de cristal, de polvo, líquidos, virtuales… todo era posible si pagabas el precio.

Dora y el Espantapájaros tenían grandes proyectos. Se convertirían en los mejores proveedores de sueños de la ciudad. No calcularon el volumen ni la ferocidad de la competencia. Ni tampoco lo difícil que se iría volviendo vender sueños mientras uno mismo iba perdiendo los suyos en aquella vorágine implacable.

—Lo arreglaré —prometia él, mirándola suplicante, con aquel gesto suyo de permanente sorpresa, de ingenuidad, el gesto de los que no saben poner los pies en el suelo—. Tengo ideas nuevas, cariño. Nos haremos de oro, ya lo verás. Muy pronto, esta vez funcionará.

—Nunca has tenido cerebro —respondia ella, sin rencor.

Su siguiente compañero no resultó mejor. Tenia una apariencia brillante, pero pronto quedó claro que por dentro estaba hueco. Quizá pareciera de platino, pero no era más que un Hombre de Hojalata. Uno que rebañó sus restos, la exprimió sin piedad y, cuando ya no quedó nada, la abandonó en un hostal miserable.

—Mírate —espetó con saña—. Ya no vales nada.

Dora esquivó sus ojos gélidos, aún marcada por los últimos golpes.

—Nunca has tenido corazón —musitó.

León fue el último. Al menos se mostró considerado, atento, dulce. Pero resultaba difícil soportar su cobardía. En aquella ciudad no se podía sobrevivir sin arrestos, y León no los tenía. Por eso no duró mucho.

Dora vagó un tiempo, nunca supo cuánto. Los días pasaban idénticos, en una especie de trance cuajado de niebla. El orgullo la mantuvo en pie pero, al final, ya no le quedaba ni eso. se había resistido durante años. Cuando sintió que no podía más, asumió la última humillación y acudió a él. Al dueño y señor de aquella metrópoli enferma y monstruosa. El Mago la recibió con frialdad. Juntó las manos en un falso gesto de tristeza. No podía ayudarla. No a cambio de nada. La maquinaria debía seguir girando, bien engrasada. La ilusión era frágil, costaba mucho mantenerla radiante y bonita. Los intereses serían altos, por supuesto. Salió de allí decepcionada y sin esperanza, consciente de haber caído en una trampa. Nunca podría pagar.

Cuando el plazo expiró, enviaron en su búsqueda a la mejor de las agentes del Mago. La más temida. La Bruja del Oeste jamás rechazaba un encargo, por engorroso que fuera. Dora supo que la seguía mientras se afanaba por los callejones, buscando algo que comer. No intentó escapar. No le quedaban fuerzas.

—Muy bien, querida. Extiende el brazo —rogó la Bruja, melosa—. No te dolerá.

Le sorprendió tanta consideración. Aquella malvada mujer tenía justa fama de resultar sanguinaria.

—Digamos que hoy me siento generosa. Qué pena… eres tan guapa, y tan joven…

Se fue quedando amodorrada en un rincón. Los gastados neones dibujaban arcoíris aceitosos en los charcos. Le dio por pensar en sus tíos.

—No hay sitio como el hogar —murmuró, con una sonrisa de nostalgia.

Se miró los zapatos. Rojos, brillantes. Como el tejado de la granja bajo la lluvia.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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