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Otro tiempo vendrá - Zenda
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Otro tiempo vendrá

A propósito de Ángel Mientras se pudo Cuando en octubre de 2019 me invitaron a participar en un coloquio que se celebró en la feria LIBER y tuve que pronunciar unas palabras acerca del programa 10 de 30 —una iniciativa de la AECID encaminada a promocionar la nueva literatura española en el exterior—, reconocí que...

A propósito de Ángel

Todos los eneros me acuerdo de Ángel González y del sábado en que me dieron la noticia de su muerte. Nos habíamos saludado fugazmente un mes antes, cuando la Universidad de Oviedo lo nombró doctor honoris causa. Aunque lo vi bastante más envejecido que en nuestro anterior encuentro, ni por asomo sospeché que aquellas breves cordialidades fuesen a ser las definitivas. Nos habíamos conocido en Gijón, en julio de 2002, en la que fue una de las anécdotas más vergonzantes de mi carrera periodística, que entonces daba aún sus pasos primerísimos. Como cada año, él venía a participar en una lectura poética que organizaba la Semana Negra y yo, que oficiaba de becario en uno de los periódicos de la ciudad y me ocupaba fundamentalmente de rellenar páginas en el suplemento de verano, pedí a mi jefa que me dejara hacerle una entrevista. Me costó convencerla de que en aquel cuadernillo frívolo y fiestero podía caber perfectamente una conversación con un poeta, pero finalmente obtuve su aprobación y concerté una cita para la mañana siguiente en el hotel donde se alojaba. Tanto había leído sus versos desde que me los descubrió mi profesora de Literatura de COU, y tanto confiaba en mis capacidades, que caí en la mayor infamia que puede cometer un periodista: ni me molesté en documentarme ni preparé una sola pregunta, convencido como estaba de que una vez que estuviésemos sentados frente a frente los temas brotarían con la misma naturalidad con que florecen los almendros en invierno. En mi descargo, podría alegar que tenía veintiún años, aunque no creo que eso sea disculpa. Me presenté allí con diez o quince minutos de antelación y aguardé a que hiciera su entrada en la cafetería. Llegó con un poco de retraso y recién acicalado, nos dimos la mano y me invitó a tomar asiento en una mesa junto a la ventana. Me preguntó mi nombre, balbuceé alguna obviedad sobre lo mucho que me gustaban sus poemas y pedimos el café correspondiente. Se acercó un hombre a sugerirle un método para dejar de fumar —él ya había prendido el primer cigarrillo del día, que sujetaba entre sus dedos escuálidos— y él fingió prestarle atención antes de despedirlo muy educadamente. Luego se me quedó mirando, a la espera de que diese comienzo el bombardeo de preguntas, y en ese preciso instante yo, que me sentía tan cohibido como si en vez de a un poeta tuviese sentada frente a mí a toda la historia de la literatura, me quedé en blanco. Estuvimos mirándonos a los ojos —él con una curiosidad expectante, yo temeroso de que descubriera mi apagón neuronal— durante un tiempo que no debió de superar los dos minutos, pero que a mí se me antojó una eternidad, y cuando ya estaba a punto de rendirme y o bien confesar mi estulticia o bien inventarme alguna excusa intolerable —«no encuentro ahora mis notas», «el trabajo apenas me ha dejado preparar nada solvente», alguna barrabasada semejante— acudieron a mi memoria los versos de un poema en el que no sólo dejaban constancia de una vivencia concreta, sino que también consignaban un acto fundacional y, como consecuencia de todo ello, se declaraban deudores de un legado que era inagotable por más que en aquel momento histórico concreto se pudiera considerar amortizado. Le pregunté entonces por el viaje que había hecho a Collioure en febrero de 1959 con sus compañeros del Grupo del 50 para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado, y a partir de ahí fue encauzándose una charla que se prolongó durante más de una hora y que recordamos entre risas dos o tres años después, cuando ya nos conocíamos algo más y me atreví a confesarle mis desazones de aquel día. He dicho que me acuerdo de Ángel González todos los eneros y, aunque sea verdad, no es toda la verdad, porque sus versos me vienen a la cabeza muy a menudo. Los visité con frecuencia el año pasado, y más de una vez, en lo más duro del confinamiento, cuando el mundo parecía estar patas arriba y los días se demostraban anticipadamente inútiles, releí ese poema sin título que empieza con el verso «Otro tiempo vendrá distinto a éste» como si se hubiera escrito al calor de una inspiración premonitoria. No sé si encontré en él aliento, consuelo o una mezcla de ambas cosas. Quizá era sólo el vértigo de leerlo a sabiendas de que estaban viniendo tiempos distintos, y tendrán que llegar otros que lo serán aún más, y es inevitable que siempre quede la duda de si realmente hemos acertado a contar lo que tenía que haberse contado en cada circunstancia.

Mientras se pudo

"Sólo pueden presumir de haber vivido quienes se obstinaron en hacer todo lo que quisieron hacer, mientras se pudo"

Cuando en octubre de 2019 me invitaron a participar en un coloquio que se celebró en la feria LIBER y tuve que pronunciar unas palabras acerca del programa 10 de 30 —una iniciativa de la AECID encaminada a promocionar la nueva literatura española en el exterior—, reconocí que mi participación en él me había permitido descubrir América y superar mi aerofobia —lo cual en absoluto era para mí cosa menor, aunque a los allí presentes pudiera importarles poco—, pero también entablar un contacto estrecho con unos cuantos colegas que, si bien no eran en todos los casos estrictos compañeros de generación, casi habían venido al mundo en la misma década que yo y, por tanto, cabía esperar que compartiesen algunas de mis preocupaciones o intereses. Uno de esos compañeros de viaje, Pablo Herrán de Viu, tiene la generosidad de enviarme ahora su última novela, que leo con gusto y detenimiento en estas frías noches con las que arranca el año. Se cuenta en Mientras pudimos (Altamarea) la relación que entablan una anciana dramaturga y un joven aspirante a guionista en el Nueva York prepandémico. Resumida en esos términos, podría pensarse que la historia no reviste ningún carácter especial; es más, cabría preguntarse qué pueden tener de novedoso las andanzas de una maestra veterana y su joven discípulo, un tema tan frecuente que bordea las fronteras del tópico. Las dudas se van resquebrajando a medida que uno se adentra en la novela y se asombra de la solidez y la frescura con que Pablo pone en pie los personajes, que pasan de definirse en unas pocas líneas a traslucir todas sus complejidades al tiempo que la narración se va enriqueciendo con matices y aristas que le aportan un relieve insospechado. Hay muchas cosas destacables en este libro, pero la que a mí más me ha asombrado es la pericia con la que el narrador omnisciente se introduce en la mente de la protagonista para describir desde allí un mundo deformado por los primeros síntomas de la demencia, en un juego que emparenta su desenfoque subjetivo de cuanto tiene ante los ojos con el carácter resbaladizo de esa realidad que pisamos a diario y lo evanescente de las ilusiones que impulsan nuestro paso por la vida. El último acto de la biografía de Eve Friedman no tuvo el final que ella habría querido escribir, pero arroja una enseñanza valiosa que no siempre tenemos presente: sólo pueden presumir de haber vivido quienes se obstinaron en hacer todo lo que quisieron hacer, mientras se pudo.

Una sociedad trasterrada

"Hay en el interior de esta falsa caja de galletas muchas historias que son en realidad una sola, ésa que nos recuerda que también fue la nuestra una sociedad trasterrada"

Me regala Luis Argeo el catálogo de la exposición Emigrantes invisibles, que ha comisariado junto a James D. Fernández y que se exhibió a lo largo del año pasado en el Centro Cultural Conde Duque. Tuve ocasión de verla un día después de su inauguración —recuerdo bien que aquella misma mañana había escuchado a la presentadora de un informativo matinal referirse a un extraño virus que asolaba una ciudad china de la que yo no había oído hablar nunca—, y habría repetido visita si la peste no se hubiese apresurado a cancelar cualquier expectativa. Se desgranaba en aquella muestra una monumental epopeya colectiva: la de los españoles que emigraron a los Estados Unidos entre los últimos compases del siglo XIX y los primeros del XX e instalaron sus hogares en una tierra extraña que sus hijos y sus nietos acabarían asumiendo como propia. Luis dice que lo que me entrega no es un catálogo, sino un latálogo, porque en realidad es una caja de latón que imita a aquellos paquetes de galletas que nuestras abuelas tenían en sus armarios. Es, según me explica, una manera de rendir homenaje a la propia investigación que desarrollaron para materializar su proyecto, porque los descendientes de aquellos emigrantes mantenían a resguardo las viejas fotografías de sus antepasados no en álbumes ni en marcos, sino en esos envases perdurables que se vendían en las tiendas de ultramarinos. Una vez abiertas sus tapas, aparecían en el interior los vestigios de una historia olvidada de la que con suerte quedaban sólo algunos nombres propios, breves referencia a la procedencia de quienes los habían llevado —asturianos, gallegos y vascos en su mayoría— y alguna que otra pincelada desvaída con la que sólo era posible imaginar los bocetos de un gran retrato grupal que estaba por construir. Miro ahora las copias de esas fotografías que se hacinan en el latálogo y voy leyendo los textos que figuran en sus dorsos. Unos son meramente descriptivos —«Mi padre, José María Vázquez, delante de su tienda de ropa en la calle 14, el corazón de Little Spain, Nueva York», «11 de mayo de 1913. Yo, Simón Gómez Mariscal, tenía 35 años; mi esposa, 30 años, Antonia Gómez Barranco; mi hija Ana tenía 7 años y 9 meses; mi hija Antonia, 4 años y 9 meses; mi hijo Johnny, 10 meses. Fotografiados en Ewa Mill, Hawái»— y otros contienen microrrelatos escritos por algunos autores destacados de la literatura española de nuestros días. Observo los rostros de las personas retratadas: algunas posan sonrientes y confiadas ante el porvenir que atisban en sus nuevas moradas al otro lado del océano y otras dibujan en sus rostros la solemnidad que se impostaba antes en las fotografías de estudio, sin duda porque se tomaban esas imágenes con el propósito de enviarlas a sus familiares españoles y querían aparecer ante ellas con un aire de respetabilidad que indicaba que llevaban una vida próspera; hay quienes se inmortalizan en el interior de sus negocios y quienes han pasado a la posteridad desde la intimidad de sus hogares, también algunos que se quisieron fotografiar en el mismo tránsito de una a otra tierra, sobre la cubierta del barco en el que salvaron el océano que iba a marcar un antes y un después en sus vidas. Hay en el interior de esta falsa caja de galletas muchas historias que son en realidad una sola, ésa que nos recuerda que también fue la nuestra una sociedad trasterrada y evoca aquellas palabras de Machado cuando dijo que sólo nos pertenece verdaderamente la tierra en la que morimos. También nos sitúa ante el espejo de un pasado en el que algunos deberían mirarse, por ver si así se vacunan contra los oprobios que ellos mismos pretenden infligir en el presente.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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