Tremendamente nostálgico como soy, si aprecio las historias en las que el pasado del protagonista vuelve a su encuentro, es porque la analepsis o flashback, mediante el que suele contarse ese retorno a lo pretérito, siempre acaba por suscitarme mis propios recuerdos. Ése ha sido el caso de Mendel, el de los libros, un relato de 1929 del gran Stefan Zweig. Llegado ahora a las librerías en una edición de Alma, con una traducción de Itziar Hernández Rodilla, ilustrada por Marc Pallarés, lo que en esta breve pieza se recuerda —una más de las siempre cautivadoras miniaturas del maestro vienés— es la peripecia de un corredor de libros que atendía a su clientela en el Café Gluck de Viena. Más concretamente, en la Viena de comienzos del siglo XX. Pero, espiritualmente, en esa Viena fin de siècle tan querida a Zweig.
Frente a la nueva barbarie, la Joven Viena fue ese pasado que siempre es mejor. Aquel grupo de grandes autores —Arthur Schnitzler, Jakob Wassermann, Frida Uhl…— que se reunían en el café Griensteidl a debatir sobre el ya caduco naturalismo y el emergente modernismo, el simbolismo, el impresionismo y cuantos ismos fueran dignos de discusión en la escena cultural, debió de ser uno de los recuerdos más frecuentes de Zweig, ya viajero, siempre que volvía a Viena. Con el Griensteidl —cerrado en 1897— a la cabeza, a decir de Zweig —en esa despedida que fue, de hecho, El mundo de ayer— aquellos cafés vieneses constituyeron una suerte de Arcadia urbana. En ellos, cualquier interesado podía asistir al debate de una élite que, consciente o inconscientemente, estaba protagonizando un capítulo de la historia de la ciudad —y de la cultura europea— que aún se descubre con entusiasmo.
Por unas pocas monedas, era posible “sentarse durante horas y horas” en aquellos templos de la sabiduría que el mercantilismo y lo que el futuro reservaba a las ruinas del imperio austrohúngaro no tardarían en convertir en establecimientos totalmente ajenos a aquellos recintos afortunados donde “discutir, escribir, jugar a las cartas, recibir la correspondencia y, sobre todo, revisar un número ilimitado de periódicos y revistas en busca de noticias sobre literatura, acontecimientos artísticos o teorías filosóficas”.
Jakob Mendel debió de ser al café Gluck, de lo “alto de la calle Alser”, algo así como esa estatua de Pessoa que, en nuestro siglo XXI, recibe al turista literario en la entrada de A Brasileira, en el Chiado lisboeta. Desde primera hora de la mañana, apenas abría la casa, Mendel se sentaba a una pequeña mesa de mármol —todo un clásico de estos establecimientos, desde el Flore de París, hasta el Florian de Venecia, por citar un par de los más literarios— y comenzaba a leer, meciéndose y tarareando, como le ensenaron en el jeder a leer el Talmud.
Pero ya hacía mucho tiempo que el buen Mendel “dejó de creer en Jehová como único dios, para convertirse en politeísta, haciendo una divinidad de cada libro”. Ahora bien, como en los cultos antiguos, sólo sabe de sus dioses el nombre y el motivo de su adoración. El verdadero contenido de sus páginas le era desconocido. Jakob Mendel sólo leía los catálogos, aquellos donde se daba noticia de las ediciones de lance, de las que malvivía, y esos otros donde se anunciaban los títulos nuevos, para alimentar su erudición, el único placer que le reservaba la vida.
Sobre este último aspecto conviene llamar la atención. En base a este detalle, Zweig, con la elegancia que le caracteriza, evita caer en esa crítica literaria que hacen todos los escritores cuando tienen que hablar en sus ficciones de la bibliografía de sus colegas. Desde Cervantes hasta Vázquez Montalbán, por poner dos parámetros sobre la marcha, no faltarían ejemplos donde elegir.
Cuando comencé a leer estas cincuenta y tantas páginas, creí que me iba a encontrar con un relato tan prolijo en títulos como Los libros de mi vida (1952), el también encomiable ensayo de Henry Miller sobre sus recuerdos de lector. Pero, exclusivamente, se nos refiere un título: la Bibliotheca Germanorum erótica et curiosa de Hayn, el único de sus libros que sobrevive a Mendel en el Gluck. Esa es la única referencia bibliográfica. Esa y, vagamente, ese algo sobre mesmerismo que va buscando el narrador a “donde Mendel”. Se lo recomienda otro estudiante, al comienzo del flashback. Porque Mendel es un compendio andante de todos los pies de imprenta de la edición en alemán. Está al corriente de cualquier librería, por muy recóndita que esté, donde se pueda encontrar el ejemplar buscado por sus clientes.
Definido por Zweig como un “maestro innombrado del saber del libro viejo”, el vienés nos presenta a su pequeño gran hombre como un portento para la concentración. Treinta años leyendo catálogos en su pequeña mesa del café Gluck. Ajeno al resto del mundo hasta el punto de que no llega a enterarse de que estalla la Guerra del 14.
Reclamará entonces los boletines a los que está suscrito en los países enemigos y eso será el principio del fin. Cuando sus clientes más sobresalientes se enteran de que le han encerrado en un campo de concentración, acabarán por sacarle. Pero el Mendel que regresa a Viena no es ni sombra de quien fue. Ya no puede concentrarse.
Salvando humildemente todas las distancias que haya que salvar, a mí esta historia de Mendel me ha recordado a otro baratillero de libros que hubo en Madrid, hasta entrados los años 80. Tenía su tenderete en la esquina de la calle de la Princesa con Altamirano y yo le compraba esas ediciones de Jack Kerouac de Losada que ya he evocado en estos artículos. Permítaseme el inciso por eso mío con los flashbacks.
Suele decirse que el siglo XIX no acabó en 1900, sino en 1918. Fue con el fin de los imperios centrales, vencidos en la Gran Guerra, cuando murió en verdad el viejo mundo, la centuria decimonónica. Es fácil visualizarlo en dos imágenes. La primera sería la de las damas, con la falda cubriéndoles hasta los tobillos, que acuden a despedir a los soldados que marchan a morir en las trincheras; la segunda, la de las flappers, con sus faldas por encima de las rodillas y bailando el alegre charlestón, que reciben a las tropas aliadas que vienen de ganar la guerra.
Leída esta sublime delicia —como la práctica totalidad de las miniaturas del maestro vienés—, esa elipsis que nos lleva de las señoras decimonónicas a las primeras chicas del siglo XX, para los lectores de Zweig podría sustituirse por una estampa de Mendel, concentrado en la lectura de sus catálogos en su mesa del Gluck, y esa misma mesa ya con el Mendel desmemoriado que vuelve del campo de concentración. Este pequeño gran hombre es un verdadero símbolo del mundo de ayer del maestro vienés.
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Autor: Stefan Zweig. Traductora: Itziar Hernández Rodilla. Título: Mendel, el de los libros. Editorial: Alma. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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