Que no se entere nadie, pero vamos a disfrutar por aquí de un instante de franqueza. ¿Tienen ustedes prejuicios? No me mientan, que engañarme a mí no es grave, pero cuando uno se miente a sí mismo las consecuencias suelen ser lamentables.
Tuve que cumplir más de treinta años para, tras entornar los ojos por el suplicio que me venía encima, atreverme a viajar a mentes antiguas. Qué delicia Frankenstein, de Mary Shelley, cuánto contenido y qué bien expuesto. Y la técnica, ¡ah, la técnica! Un flashback por aquí, un viaje temporal por allá. Drácula, de Abraham Stoker; los relatos de Edgar Allan Poe; Austen y las hermanas Brontë, Walter Scott, Byron, Henry James… ¿Se han fijado? Donde hubo una llama poderosa el tiempo no erosiona ese viejo fuego lleno de ingenio, sino que lo asienta y transmuta la palabra en una sólida roca.
No se asusten, no pienso ofrecerles un discurso pretencioso lleno de citas decimonónicas para que se animen a leer a estos autores. No tendría espacio para contarles mis otros prejuicios. Cuéntenme, ¿qué opinan de la novela/comedia romántica? Hasta no hace mucho tiempo, con solo pensar en dedicar mi tiempo a leer un género semejante, salía de mi pecho un lastimero suspiro lleno de hastío. A esta clase de libros los había clasificado dentro de un género literario inventado, que era el de la “Literatura Cosmopolitan”. Me imaginaba un reportaje de una de esas revistas de mujeres llevado al infinito de trescientas o cuatrocientas páginas, y pensaba que era demasiado, por muy buena y poco pegajosa que fuese la historia de amor. Sin embargo, no hace mucho tiempo conocí en persona a Elísabet Benavent, autora de romántica que vende millones de libros y que ha visto cómo algunos han sido llevados a la gran pantalla. Mientras la observaba tuve la sensación de que ella ya había medido a todos los interlocutores del grupo en el que nos encontrábamos con un solo vistazo, y me llamó mucho la atención su modestia y humildad. También su inteligencia, porque esa parte de las personas es difícil de esconder: hay algo en la forma de moverse y de mirar de la gente que, sin querer, la muestra. Así pues, decidí leer a Benavent. Ya sé: que una mujer resulte interesante no promete que su trabajo esté al mismo nivel, pero supone un buen punto de partida. No se imaginan qué bien me lo pasé leyendo su novela Un cuento perfecto. Los diálogos, ácidos a veces, con frecuencia guardaban un significado más profundo. Siempre eran rápidos y brillantes. Las escenas de sexo, bien cuidadas; la trama, cerrada sin almíbar. Y con estilo: “Me miró. Como si yo fuera un continente de cristal y pudiera ver a través de mi piel”.
Como pueden comprobar, los prejuicios se me van derritiendo a la par que cumplo años. Menos mal: ya que el cuerpo entra en declive, que la mente mejore un poco. Además, si enfocamos el asunto con perspectiva, uno de los más grandes y sonados autores de la historia, Shakespeare, fue también célebre por sus comedias románticas y de enredo, como El sueño de una noche de verano o Noche de Reyes; en mi opinión, por cierto, es mucho más divertida la segunda que la primera, aunque ambas acaben felicísimamente.
Pero no les he contado todas mis vilezas pues, como han podido comprobar, soy un ser oscuro. ¿Qué pasa con los ensayos? Confiesen: no se les ocurre nada más aburrido para pasar la tarde, aunque fuera llueva y se acerque la tormenta. Normalmente, yo solo los usaba para documentarme en algún tema concreto sobre el que estuviese trabajando, y había párrafos resabidos que leía en diagonal. Sin embargo, por puro placer, he descubierto ensayos interesantísimos; no solo porque estén bien estructurados y escritos, sino porque me han obligado a pensar. A darle vueltas a algún asunto que ya daba por sentado. Tenemos, por ejemplo, el famoso El infinito en un junco, de Irene Vallejo; o el Sapiens, de Yuval Noah Harari; el otro día empecé Enseñar a hablar a un monstruo, de José C. Vales, sobre el origen del lenguaje, las lenguas y la escritura. Gracias a él, me he enterado de que un médico y filólogo del siglo XIX —Emil du Bois-Reymond— estableció los siete enigmas del mundo, absolutamente irresolubles; he leído esa página varias veces. Qué listo el amigo Emil, qué interesante esa forma de enfocar el asunto. Ya sé que ahora querrán saber cuáles son esos siete misterios, pero comprenderán que este artículo tiene una medida que no es infinita. Otro día, si aún no se han comprado el libro, se lo cuento.
José C. Vales también hablaba en su ensayo de Jane Austen; de cómo la autora, en Orgullo y prejuicio, disponía de una habilidad increíble para describir los caracteres humanos. Era capaz de lograr tensión narrativa en una escena por lo que no decían los personajes. Creo que tiene razón, y es fantástico que me haya hecho ver algo sobre lo que no había reparado.
Hablando de Austen, una de las mayores expertas sobre esta autora, en España, es Espido Freire; otra escritora interesantísima, por cierto. En su ensayo/biografía Tras los pasos de Jane Austen no solo cuenta la vida de Austen, sino que la contextualiza en su ámbito familiar y logra un cuadro muy completo, en el que Freire llega a decir —con su característica y elegante prosa— que “en ocasiones es la historia y lo que de verdad encierra lo que permanece, y no el conocimiento puntual”.
¿Han visto? El orgullo y prejuicio no vale para nada, es un jardín en el que solo crecen flores para ignorantes. Se lo digo como indirecta directísima para cuando alguien, o alguna lista creada por gente intelectual, les diga qué es buena literatura y qué se supone que es literatura comercial. Confieso que yo conservo todavía más reticencias, como con la literatura de autoficción, porque casi siempre incluye detalles irrelevantes que lastran la narración, pero estoy intentando abrir mi mente. Que crezcan nuevas flores y llegue más luz a este pequeño y oscuro jardín.
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