Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. La colaboración entre una joven republicana exiliada y la Resistencia francesa para engañar a los alemanes sobre el punto de invasión del Día D, clave para la victoria de los aliados, es la trama de Operación Quick Silver, de Susana Fortes.
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Avanzó por la carretera en dirección al cabo. En días despejados se podía ver al otro lado la costa de Inglaterra, a sólo treinta kilómetros, pero aquella mañana el cielo estaba encapotado. En lo alto, a un lado del sendero, unas nubes grandes y espesas cubrían el canal y avanzaban en dirección sureste. Calculó que en menos de diez minutos empezarían a caer chuzos de punta. Así que pedaleó deprisa hacia la granja por detrás del acantilado. Iba bien pertrechada con un jersey grueso de cuello vuelto, un impermeable de pesca con capucha que le cubría el pelo recogido en una trenza de espiga, y los pantalones metidos por dentro de los calcetines. Empujó el manillar de la bicicleta dentro del pajar y se dirigió a la trampilla del establo, donde estaba el equipo de transmisión. Una pequeña caja negra provista de batería, envuelta en hule como una máquina de escribir.
Le echó un vistazo a su libreta de anotaciones llena de números y empezó a teclear el mensaje en código cifrado. Pensó que no dejaba de tener su gracia engañar al enemigo con sus propias armas, ya que el equipo era de fabricación alemana, de la marca Telefunken. Ciertas cosas le provocaban admiración, como la minuciosidad de los pequeños detalles, la modulación de las frecuencias, la exactitud, la precisión en la correspondencia de signos. El mundo de las ondas electromagnéticas representaba para ella un universo tan fascinante como las constelaciones.
Se acordaba cuando de niña, con seis o siete años, su padre la había llevado de la mano a la oficina donde trabajaba como radiotelegrafista en Santa Eulalia de Ores. Siempre tenía puesta la radio por si se producía alguna emergencia. Aunque por lo general no ocurría nada.
—¿Qué te parece, pispajo? —le preguntó—. Aquí estamos tú y yo, escuchando a una violinista rusa que ahora mismo está en una sala de conciertos de Amsterdam, tocando para nosotros. Eso es la electricidad.
A ella le pareció un cuento de hadas. Ya no quiso hacer otra cosa que acompañarlo cada día a aquel cuchitril lleno de clavijas que olía a tabaco de picadura y a países lejanos. Aprendió el código morse casi sin darse cuenta.
Las niñas hacen promesas.
Su padre tenía una fe ciega en los inventos modernos, en las cafiaspirinas, y poco más. Era un anarquista puro, formado en la escuela de Ferrer i Guardia. Tenía en casa el atlas de Geografía Universal de Elisée Reclus y toda la colección de la Novela Ideal publicada por ediciones libertarias. Ella había aprendido los primeros rudimentos de la lucha de clases en esas novelitas románticas. Su padre era un hombre de mundo que nunca decía una palabra más alta que otra, aunque a veces se cagaba en la ley de la gravedad. Era una manera suya de blasfemar contra lo más sagrado cuando las cosas se torcían, como cuando el frente republicano se vino abajo en la primavera de 1938. Fue de los primeros en caer intentando frenar la ofensiva franquista en Terra Alta.
Si me quieres escribir / ya sabes mi paradero. / En el frente de Gandesa / primera línea de fuego.
No quedaba nadie. Ni sus padres, ni sus dos hermanos mayores, ni su tío Justino, ni siquiera Fabián de Trevisos, que según decían tenía un ángel de la guarda porque al principio de la guerra una bala le atravesó la garganta sin tocar órganos vitales, pero cuando la legión Cóndor bombardeó el cerro Canalejas, el ángel no estaba de servicio.
Los que pudieron abandonaron todo cuanto tenían y se echaron a los caminos. Una mañana de septiembre de 1939, ella cruzó los Pirineos orientales por la estación de El Pertús con unos vecinos a los que llamaban los Cermeños, que la acogieron por lástima.
—¿Ves aquella loma de allá al fondo, pispajo? —le dijo Sole la Cermeña—. Eso ya es Francia.
Entonces era una cría de 13 años, con el pelo corto, las orejas de soplillo y las facciones todavía toscas de su edad. Llevaba un abrigo corto de colegiala y botines. Seguía la caravana de la diáspora callada, con el ceño fruncido, se le había comido la lengua el gato. Un patito feo. Pispajo.
Entró por primera vez en contacto con la Resistencia cuando los alemanes ocuparon París. En aquel momento Combat aún no era un periódico clandestino, sino un movimiento de resistencia formado para reunir información sobre las fuerzas alemanas de ocupación, sabotear sus instalaciones y combatir al enemigo en todos los frentes que fuera posible. Al principio ella sólo hacía tareas de enlace. Le proporcionaron una cédula de identidad falsa a nombre de Nina Bernard, con su fotografía y sus huellas digitales, una partida de nacimiento, una cartilla de racionamiento, y, sobre todo, la oportunidad de ganar la guerra que su país había perdido.
Desde París esa guerra se veía a veces como algo trivial y cansino igual que una película muda. Los cafés seguían abiertos, se estrenaban obras de teatro y las mujeres elegantes seguían llevando sus banderines clandestinos en bolsos pequeños y coquetos. Pero al otro lado de la línea de demarcación, la situación era algo distinta.
Nina leyó una mañana en un pasquín que los alemanes habían ejecutado a noventa y seis hombres de un mismo pueblo en represalia por el descarrilamiento de un tren que no había producido víctimas. Habían estado fusilando franceses durante tres horas seguidas sin interrupción. Aquello le hizo entender que podía resultar tan peligroso estar en la resistencia como no estarlo. «Si me trincan, al menos que sea por algo». Y entró en el grupo de acción.
La tormenta la pilló en el camino hacia Lille. Iba un poco inclinada hacia delante en la bicicleta para enfilar la cuesta arriba. Estaba en buena forma. Había cumplido dieciocho años, aunque siempre decía que tenía tres más por si acaso. En general mentía sobre casi todas las cosas como medida de precaución. Era parte de su trabajo. La habían aleccionado bien: «Para que te crean, lo más importante es mezclar bien las dosis de información verdadera con la falsa».
En aquellos días el mundo entero estaba pendiente del curso de la guerra.
Al comienzo de 1943, EEUU no había podido ocultar el envío masivo de soldados a Inglaterra para una invasión que parecía inminente. Averiguar el lugar en el que iba a producirse el desembarco se convirtió en la principal preocupación de los alemanes. Para los aliados, evitarlo suponía la única baza de ganar la guerra.
Con ese objetivo el MI6 había desarrollado una estrategia tan arriesgada como imaginativa. En primer lugar, hicieron trasladar a la zona de Dover, en el sureste de Inglaterra, un decorado formado por centenares de tanques y aviones, Pathfinders, Lancasters y B-17 americanos, Hurricanes y Spitfires; más una flota entera de destructores, barcos y vehículos para el traslado de tropas. Todo ello construido con maquetas de madera contrachapada por artesanos de los estudios de cine. A continuación, favorecieron la difusión de los informes transmitidos a Hamburgo por los agentes alemanes del Abwehr capturados en suelo inglés. Naturalmente eran informes falsos. Y por último lanzaron desde distintos puntos de Francia mensajes por radio con información veraz y comprobable, cambiando sólo algunos datos para confundir al enemigo. Ahí era donde entraba en juego Nina y el equipo de comunicaciones radiales, coordinado por un español al que apodaban Garbo. Lo llamaron Operación Quick Silver.
Mientras pedaleaba, le pareció oír detrás el distante petardeo de una motocicleta que se aproximaba. El temor a ser apresada por una patrulla alemana justo en aquel momento le hizo apretar la marcha. Vio cruzar un conejo por delante de la rueda y casi se cae al maniobrar para no atropellarlo. Los pies le resbalaban de los pedales con la lluvia. Sentía los músculos de la pantorrilla acalambrados. Dobló por un sendero y se adentró en el bosque. Mala idea. Una muchacha que no tiene nada que ocultar no se mete en una emboscada.
Cuando los motoristas de la Gestapo le pusieron las esposas, Nina sonrió. No pretendía ser insolente, era un tic nervioso que tenía desde pequeña. Siempre que estaba en apuros sonreía. Durante el interrogatorio en el cuartel general de Lille, se le presentó la ocasión perfecta para completar la misión que había empezado. Debía pensar deprisa y fue lo que hizo.
Los últimos días los alemanes se mostraban inquietos. Veían indicios por todas partes: una explosión en la fábrica de oxígeno en Boulogne-sur-Seine, un tren descarrilado en las Ardennes, un pozo de petróleo incendiado en Boussens, un oficial del servicio de inteligencia asesinado en Lyon, un envío masivo de armas en paracaídas en la Dordoña hacía menos de una semana. El cuadro era claro. Sin embargo en el estado mayor de Hitler la opinión de los estrategas estaba dividida respecto al punto en el que iba a producirse el desembarco. El mariscal de campo Gerd von Rundstedt se inclinaba por Normandía. Por el contrario el almirante Theodor Krancke, comandante de la Marina en el Oeste, estaba convencido de que tendría lugar en Calais. La labor de inteligencia se convirtió en determinante para dilucidar la cuestión.
Nina estaba al tanto de los sabotajes que se iban produciendo en el territorio ocupado. Entendió que lo único que tenía que hacer era confirmar las sospechas del enemigo. Representó lo mejor que pudo el papel de joven asustada dispuesta a todo por salvar el pellejo. Contestó a todas las preguntas que le hicieron ateniéndose a la verdad. Al menos en un 95%. El otro 5% era el mínimo margen de error que va de ganar una guerra a perderla. Se refería, por supuesto, al lugar elegido por los aliados como punta de lanza.
Al cabo de dos horas, sus captores corroboraron que sus respuestas coincidían con las informaciones que tenían los servicios secretos alemanes y con las fotografías aéreas de sus aviones de reconocimiento. Todo apuntaba a la existencia de un importante contingente de tropas y armamento en el sureste de Inglaterra en la región conocida como East Anglia. El paso de Calais, a sólo 30 kilómetros, era en efecto el lugar más próximo al continente. Parecía lógico que los aliados eligieran el camino más corto en pro de la velocidad; la costa más cercana permitiría que los aviones se reabastecieran y retornaran en menos tiempo. Por otra parte el sudeste era mejor plataforma de lanzamiento, con más estuarios y puertos. Sin duda el lugar elegido debía de ser Calais. Además era imposible que los informes del servicio de inteligencia fueran erróneos. Todas las piezas encajaban. Lo cual debería resultar un poco sospechoso. Sin embargo creyeron que Nina decía la verdad. Una chica demasiado joven para pensar por su cuenta. En lugar de enviarla al campo de trabajos forzados en Ravensbrück, la dejaron ir con intención de seguirla y poder capturar al resto del grupo.
Salió del cuartel con un labio partido y la muñeca rota, tarareando una canción en bajito, como hacía de cría cuando tenía que pasar de noche por delante del cementerio. Si me quieres escribir / ya sabes mi paradero… Las aletas de la nariz dilatadas. Había un brillo en sus ojos, un vago destello de algo, que podía tener algún significado o no tenerlo.
Dos meses después, en la madrugada del 5 al 6 de junio, a la una y diez exactamente, 15.500 paracaidistas americanos empezaron a caer del cielo sobre la playa de Utah. A las 6.25 a.m 156.115 soldados aliados desembarcaban en las playas de Normandía. Enfrente sólo tenían al viejo Rommel con unos cuantos cañones.
Los nazis estaban tan seguros de los informes de sus servicios de inteligencia que incluso una semana después, cuando la cabeza de puente de los aliados en Normandía ya estaba consolidada, las principales divisiones acorazadas Panzer del ejército de Hitler todavía estaban esperándolos en el paso de Calais. Se tragaron el anzuelo hasta el final.
Nina se acordaba de eso la mañana del 25 de agosto cuando vio asomar por los campos Elíseos la 2ª División Blindada del general Leclerc. No había podido dormir en toda la noche pensando que, en alguna medida, ella personalmente había tenido algo que ver con aquello. Al igual que miles de franceses, asistía al momento histórico de la liberación de París con sus mejores galas: una blusa ligera sin mangas, la falda campera con bolsillos y unos zapatos de tacón bajo con hebilla. Se dejó contagiar por el ambiente de euforia. Aunque la suya era una alegría quizá más contenida, más cauta, sin lanzarse a atrapar al vuelo los paquetes de cigarrillos americanos lanzados al aire como confeti. Hasta que los vehículos estuvieron suficientemente cerca, no reparó en los nombres que llevaban pintados en grandes letras blancas. Fue al leerlos en voz alta, uno por uno, cuando se le rompió algo por dentro. Ebro, Brunete, Belchite, Teruel, Guernica, Don Quijote, Guadalajara.
Sintió una exaltación física, carnal, una intensa energía interior que le hacía respirar más deprisa. Eran los suyos. Los hombres que, después de haber luchado por su país durante tres años interminables, después de cruzar los Pirineos derrotados y hundidos en la peor desolación, en el más absoluto de los anonimatos, eligieron seguir peleando. Y cuando los alemanes invadieron Francia, no dudaron en alistarse voluntarios en la Legión Extranjera y siguieron combatiendo. Lo mismo aquí que allá. Los republicanos españoles de la 9ª Compañía. La nueve.
Se abrió paso a codazos entre la multitud y se acercó a un tanque semioruga con siete soldados a bordo. Quería verlos de cerca. Uno de los hombres, el que estaba de pie al lado del conductor, le soltó un requiebro un poco atrevido en un francés chapurreado. No era guapa según el canon de la época, pero tenía algo que le gustaba a los hombres, los ojos grandes, castaños, y una sonrisa franca de muchacha avispada que le marcaba dos hoyuelos a ambos lados de las mejillas.
—Soy española, compañero —le respondió divertida.
El soldado entonces le tendió un brazo para auparla en volandas al tanque. Era moreno, bajito, llevaba la camisa remangada y una colilla colgada de la comisura de los labios. Aragonés hasta en la forma de fumar.
Nina se lo pensó un instante. Estuvo a punto de dejarse llevar por el sentimentalismo, pero estaba un poco cansada, un poco melancólica. Además la guerra todavía no había terminado. Quería decir algo, pero no le salían las palabras. Se limitó a sonreír de un modo extraño, muy feliz y muy dulce, también un poco triste, como si por alguna razón le debiera ese momento a España, su país de nunca jamás. Y entonces hizo un timidísimo gesto de adiós con la mano.
Cuando llegó al cuartito del hotel Minerve que era la dirección que tenía asignada en París, se tumbó descalza en la cama. Encendió un cigarrillo Gauloises blue y puso una emisora de radio al azar. Sonaba la orquesta sinfónica de Londres.
—¿Qué te parece, pispajo? —recordó—. Todos esos músicos a miles de kilómetros tocando para nosotros». Durante aquellos breves segundos, mientras escuchaba la Marsellesa desde el Royal Albert Hall en una humilde pensión del barrio latino, sintió revolotear por encima de su cabeza un polvillo de hadas.
—La electricidad —dijo en voz muy baja, como si no viniera a cuento.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
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