Jacinto es un anciano que, cada día, inmaculadamente vestido y en silencio, se detiene frente a la ventana de la residencia en la que vive, como queriendo adivinar algo en el exterior. Cuando su secreto sale a la luz, una operación para sacar a Jacinto de la residencia se pone en marcha.
Rodrigo Palacios nos trae la primera entrega de su serie Operación Jacinto.
***
—¿Escaparse de la residencia? —preguntó Marcial, más molesto que curioso. Era calvo y de mirada severa, como los malos de las películas.
Delante de él estaba Amparo, esperando su respuesta desde aquella profunda mirada azul. Amparo Ojitos, la llamaban. Marcial había perdido la cuenta de las veces que había intentado llevársela al huerto, sin éxito. Los dos tenían ochenta y tres años, pero seguía poniéndose nervioso cuando la tenía enfrente.
—¿Para qué narices quiere escaparse Jacinto de la residencia? —insistió.
—¡Baja la voz! —le regañó Amparo, y se acercó a él, a tiro de beso, antes de desviar la cabeza para susurrarle en la oreja.
Entonces se lo contó: el secreto de Jacinto. Ese que no conocía nadie más. El motivo por el que caminaba todos los días hasta la misma ventana del salón de la residencia y se quedaba mirando hacia la calle. Siempre a la misma hora. Siempre con la misma cara de perrito encerrado al que nadie quiere llevar de paseo. Habían intentado sonsacarle todas las enfermeras, una por una. Pero nada. Jacinto no soltaba prenda. Hasta que Amparo se plantó a su lado y se puso insistente. Y erre que erre. La mujer era incombustible. Al final se lo dijo. Y la Ojitos guardó silencio, mientras el resto de los residentes observaban desde sus respectivas posiciones, expectantes.
Todos vieron cómo Amparo le daba una palmada en el hombro, que sacudió el cuerpo delgaducho de Jacinto, siempre vestido de traje, como preparado para el ataúd.
—¡Nosotros te ayudamos, hombre! —le dijo. Eso sí que llegaron a oírlo.
Y por eso estaba ahora Amparo tratando de liar a Marcial para la causa.
—Tú sabes de estas cosas —planteó, como acusándole—. De preparar planes y así. Como cuando estabas en la policía secreta de Franco.
Marcial torció el gesto. Bastante tenía con soportar las miradas de decepción de su hijo. Desde que se enteró de aquello, lo trataba con obligación, más que con respeto.
—¿Y por qué no pide que le acompañe una enfermera? —cuestionó Marcial.
—¿Lo pedirías tú? —preguntó Amparo, echando la barbilla para delante.
Marcial comprendió el doble sentido de la pregunta. Hablaba de Jacinto y hablaba de ellos también; de lo que habría sido capaz de hacer Marcial por Amparo, si hubiera tenido alguna oportunidad.
—No —admitió, y le echó una ojeada al salón, aunque solo fuera para escapar un momento de la penetrante atención de la Ojitos.
El calendario de la pared decía que era jueves. Tendrían que hacerlo mañana. Un poco precipitado.
Suspiró, dándose cuenta de que no tenía escapatoria, y murmuró un principio de plan.
—Habría que conseguir la llave de la puerta que sale del jardín a la calle.
—Eso lo hacemos tú y yo —atajó ella, dándole una palmada en el pecho con la mano abierta.
—No sé —dudó él, todavía dándole vueltas—. Jacinto lleva un reloj de esos que les dice a las enfermeras dónde está en todo momento.
—¡Se lo quitamos! —respondió Amparo a todo correr.
—No podemos. Saltará una alarma.
—¿Entonces?
—¡Entonces necesitamos un chispas, Amparo, leche! —replicó Marcial, perdiendo la paciencia.
—¿Eso qué es?
Marcial balanceó la cabeza, sintiéndose atrapado por el empeño de la mujer. Ojalá hubiera puesto tantas ganas para largarse con él de aquella iglesia, en lugar de casarse con el imbécil de Cipriano, que no tenía más que una finca y poca gracia.
—Uno que sepa de cables —explicó—. Ricardo nos puede valer.
—¿Ricardo Maquetas? —puso ella en cuestión—. No fastidies…
El Maquetas le caía mal a todo el mundo. Se pasaba el día encerrado en su habitación, con sus soldaditos de plomo y sus carros de combate en miniatura. Solo salía para jugar la partida de dominó. A veces.
—También hará falta un conseguidor —añadió Marcial.
—¿Un qué?
—Alguien que traiga cosas de fuera de la residencia —dijo él—. Para eso es bueno Fermín.
Amparo zarandeó las manos en el aire, haciendo ver que la conversación se alargaba demasiado.
—Bueno, venga, pues lo que tú veas —aceptó, con la misma prisa que si tuviera que ir al baño—. ¿Por cuál empezamos?
***
Amparo se quedó vigilando la entrada de la habitación de Ricardo Maquetas, mientras entraba Marcial. Lo encontró encorvado delante de su pequeña mesa de modelismo, iluminada por una lámpara de despacho y rodeada de penumbra. Era bajito, robusto y con el pelo rizado, ahora menos poblado que antaño.
—¿Qué quieres? —le espetó Ricardo, seco, por el rabillo del ojo.
—Buenas tardes para ti también —dijo Marcial.
—A mí no vienes a verme más que para jugar al dominó o para tocarme las narices —añadió el Maquetas—. Supongo que es lo segundo.
—¡Que no, Ricardo! —tranquilizó Marcial—. No es nada de eso. Necesito tu ayuda.
El Maquetas estaba frotando un pincel seco sobre la falda de un guerrero escoces del tamaño de una cerilla.
—¿Con qué? —preguntó.
—Estamos echando una mano a Jacinto.
La cara de Ricardo había estado arrugada hasta que escuchó aquel nombre. Metió el pincel en un bote con agua y se limpió los dedos con un trapo. La curiosidad le comía por dentro, igual que a todos.
—¿Lo sabes ya? —preguntó, intrigado—. ¿El secreto?
Marcial asintió, y apuró un par de pasos hacia él. Se inclinó y transmitió la información en un susurro. Luego retiró la cara para examinar su reacción. Lo mismo que había hecho Amparo con él, pero sin sensualidad ninguna.
—No me fastidies… —murmuró Ricardo, sin poder creerlo—. ¿Por eso mira todas las tardes por la ventana?
Marcial encogió los hombros y se frotó las manos, ya con prisa, por si venía alguna enfermera.
—¿Y quiénes le estáis ayudando? —preguntó el Maquetas.
—Amparo y yo, de momento —dijo—. Pero quiero liar a unos cuantos más.
—¿A quiénes?
—¡Jolín, a unos cuantos, Ricardo! ¡Qué más te da! —se quejó Marcial, apretando garganta mientras disparaba una mirada hacia el exterior. Amparo le indicó con un gesto que abreviara—. ¿Te apuntas o no?
El Maquetas hinchó los carrillos al soplar, intranquilo.
—Pero, ¿qué quieres que hagamos? —dudó, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Jacinto lleva puesto un reloj de esos que te localiza —explicó Marcial, apresurado—. Tú sabes abrir cacharros.
—¿Y?
—Que lo abres y miras a ver cómo nos lo podemos cargar.
Ricardo se mordió los labios.
—No sé…
—No sabes, ¿qué?
—Que no puedo abrir el reloj sin que se lo quite —defendió Ricardo—. Pero, cuando se lo quite, les llegará un aviso a las enfermeras. Y vendrán a buscarlo.
—Entendido —aceptó Marcial—, pero imagínate que puedes abrirlo. ¿Qué necesitas para dejarlo sin funcionar?
El Maquetas afiló la mirada, pensando rápido.
—Será cosa de hacer un corto… Tendría que fabricar un soldador, para empezar.
—¿Un soldador? Pero, ¿qué dices, hombre? ¿De dónde saco yo eso?
—¡Que no, leche! —rechazó Ricardo, y se golpeó el pecho con rabia, tratando de afianzar sus palabras—. ¡Me lo fabrico yo! Necesito un mechero y un clip. ¿Eso puedes conseguirlo?
Marcial no había esperado una respuesta tan directa, así que tardó en reaccionar.
—Supongo que sí —dijo—. Hablaré con Fermín.
—Pero escucha: necesito tiempo —se apresuró a aclarar el Maquetas—. Tenéis que darme quince minutos. Por lo menos.
Marcial le guiñó un ojo y alargó la mano para darle una palmadita en el hombro, cosa que ni él mismo habría esperado que llegara a hacer nunca con Ricardo.
—Entendido —dijo—. ¡Te voy contando!
Marcial salió de la habitación y se colocó lo más cerca que pudo de Amparo, aprovechando que tenía que hacerlo.
—¡Se apunta!
***
A Fermín, el Conseguidor, lo encontraron en el salón, por la tarde, sentado a la mesa del dominó y esperando a sus compañeros.
—¿Ya te hace caso tu novia? —soltó Fermín al verlos llegar, mirándolos por encima de las gafas. Tenía un abundante pelo cano, que todavía peinaba a raya, y los ojos achinados, en permanente desconfianza.
Amparo se limitó a negar con la cabeza y a dejarlos solos, mientras Marcial reprobaba la frase de su amigo con un bamboleo de cabeza.
—Mira que eres cabrón… —dijo, sentándose en la silla de al lado.
—¿Juegas hoy? —preguntó Fermín, un tanto sorprendido.
—No. Necesito que me traigas dos cosillas para mañana —luego lo pensó mejor—. Tres cosillas.
—Uy madre… —murmuró Fermín, comprobando los alrededores—. Muchas cosas son esas… Dispara.
Marcial las enumeró marcando los dedos de una mano con la otra.
—Un mechero, un clip y unas pastillas.
Fermín frunció el ceño.
—¿Qué pastillas?
Marcial apuntó hacia algo que quedaba oculto debajo de la mesa.
—Esas pastillas. Las azules.
Fermín soltó un respingo cínico.
—No tienes remedio… —declaró, en un sutil ataque.
—¿Puedes o no puedes?
—El clip es fácil, tengo unos cuantos —respondió el Conseguidor—. Las pastillas también las tengo. Pero solo dos.
—Me sobra una.
—Lo del mechero es complicado, ya lo sabes.
Lo sabía toda la residencia. En el tercer piso tenían a una pirómana: Josefa, la Fuegos. Se llevó una de las velas de la capilla y prendió una cortina de su habitación. En cuestión de dos minutos ya salía humo por el pasillo. Se armó la de Dios. Entraron los bomberos, la policía y el SAMUR. Y todo sin que hubieran acabado de desalojar el edificio. Al día siguiente, la foto del periódico mostraba una fila de ancianos saliendo a la calle en medio de la humareda y con caras de tormento por el ruido de las sirenas.
Desde entonces, estaba prohibido todo lo que fuera susceptible de provocar un incendio.
—La enfermera Maite fuma —añadió Fermín—. A lo mejor podemos birlarle el mechero. Le preguntaré a Pilar…
—No sé quién es Pilar —le dijo Marcial a Fermín—, pero tú consígueme eso y te pago lo que pidas.
Justo en ese momento se sentaba Ricardo Maquetas en otra silla.
—Buenas. ¿Ya le has contado lo de Jacinto? —preguntó.
Marcial le fulminó con la mirada.
—¡Eres un bocazas, Ricardo!
Fermín perfiló una sonrisa de satisfacción.
—¿Esto es para Jacinto Ventanas? —indagó. Abrió la caja de piezas de dominó y las volcó sobre la mesa—. Pues no pienso mover un dedo hasta que me contéis el secreto.
Marcial se recostó sobre el respaldo de la silla y miró hacia Amparo, que estaba junto a la mesa camilla del ajedrez, y que en ese momento abría mucho los ojos, dando a entender que no se fiaba de Fermín. Pero Marcial sabía que no había otra manera de seguir adelante, así que se arrimó al Conseguidor y se lo contó.
Fermín iba a sonreír otra vez, pero algo llamó su atención en la entrada del salón. Todos se giraron para ver llegar a Jacinto, como cada tarde, con su andar pausado y su retahíla de gestos repetidos. Fermín lo miraba con más atención que de costumbre; lo que acababa de contarle Marcial daba sentido a algo que antes había juzgado excéntrico.
Jacinto recorrió el camino hasta la ventana y se detuvo. Posó la mano sobre el cristal, cosa que no había hecho nunca, como si supiera que aquel día tenía que dar más pena.
—¿Quién es Pilar? —preguntó Marcial.
—La de la habitación cuatro.
—¿La Ausente?
—No está ausente, solo se lo hace.
—¿Seguro?
—Sí —dijo Fermín—. Pilar puede ayudarnos.
—Perfecto —aceptó Marcial—. Entonces, la operación está en marcha.
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