Se cumplen cien años del nacimiento de la poeta cubana Fina García Marruz y para conmemorar semejante acontecimiento la editorial Huso recupera un libro de corte memorialístico en el que la propia autora, cuando tenía 32 años, rememoró sus orígenes no solo familiares, sino también literarios. Paralelamente, el 18 de abril Casa América (Madrid) rendirá homenaje a esta extraordinaria poeta.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Pequeñas memorias (Huso), de Fina García Marruz.
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Volví la cabeza para ver al curioso joven, y me encontré con un semblante casi de niño. Puesto respetuosamente de pie, movía las manos para hablar como un juglar con una colección imprecisa de objetos que girasen en el aire, el cuerpo amimbrado y ágil, el redondo rostro risueño. Era una de esas caras que no parecen haber experimentado nunca el rencor. Daba la sensación de disponer de una capacidad de simpatía y despego casi equivalente.
Cuando sonó el timbre de receso nos cruzamos por el pasillo. Aprovechaba yo esos momentos para abrir y leer algunos de los libros de poesía que llevaba siempre conmigo. Esa mañana se me acercó: «¿El Romancero?». Como yo asintiese pareció casi saltar de alegría.
Empezó a hablar sin cesar. Recitaba versos de Gil Vicente, de García Lorca, imitaba la entrada de la Xirgu en el último acto de Bodas de sangre, cantaba villancicos de invierno: nos acostumbramos a vernos y hablar a diario. Apoyados en la baranda de mármol del primer piso, me enseñaba sus propios poemas, copiados en una letra desigual de niño en que las palabras se aislaban unas de otras como piedrecitas o brillaban como ocurrencias, y se mostraba tan exaltado y locamente alegre que a veces temía que rompiese a bailar allí mismo. «Te pareces al payaso que da vueltas anunciando los carros del circo», le dije, recordando una vieja película.
Me entristecía comparándome con él, como si el cuerpo me pesase más a su lado y tuviese una sangre más antigua y melancólica, en tanto que él se movía en la ligereza de la luz. Era alegre, o sea, muy vulnerable. Parecía algo que iba a durar poco, que no podía durar. Pensaba que nada hubiera podido decir mirándome, como cuando se lo miraba a él, «el joven» con esa evidencia que sólo después empezó a parecerme equívoca y como encubridora de una misteriosa pérdida. Después he conocido rostros semejantes, aunque menos inocentes, en que uno creería que una precoz malicia empuja el rostro del niño en el cuerpo del adulto para asomar, como un tramoyista por el ojo del telón, clandestinamente, en un espectáculo que no les pertenece y jugar sin ser vistos, y entonces uno se preguntaba si no sería solamente la poesía la que le había dado ese año de más y si en realidad no tendría ninguna edad aquella criatura que podría representar con tal ancestral maestría el papel de su propia y despreocupada juventud. Pero en aquella época significó para mí —en una forma más viva que la de otros poetas más verdaderos que conocí después— el espíritu mismo de una poesía juglar, trastornadora, alegrísima, así como el niño sólo ve de verdad las monedas inusables o falsas con que jugó estando enfermo toda una tarde. No tenía él que ver con el poema que se escribe y que queda, sino con el salto que se da para coger una hoja de árbol durante un paseo feliz. Tenía una energía sobrante, gratuita, inempleada, que hacía que a su lado pareciese todo lo demás con algo de sentado, oficial y burocrático. No siendo en realidad un poeta, me revelaba algo precioso, y que yo no conocía hasta entonces, un aire fino y frío como el que movía los álamos de una cancioncilla sevillana, algo libre, danzante, menor que la realidad, por cuyos entresijos entraba y salía como un duende.
Recuerdo sus ojos redondos, brillantes como chispas, su aire de escapado de todas las clases, el papel de libreta en que nos explicó, para el examen de geografía del día siguiente, de tan original manera, las corrientes del golfo.
Hablo de mi pequeño amigo, porque a él debí el conocimiento de una de las personas que más impresión había de causarme y que tuvo una influencia más secreta en mi vida. No me equivoqué —pues quizás necesitemos muchos años para desentrañar la complejidad y justeza de una primera impresión— al verlo como un anunciador, como un paje que precede la entrada de un personaje más poderoso, un pequeño juglar de rostro a un tiempo endurecido e infantil. Cantor, poeta, ayudante de fotógrafo, dio muchas vueltas después de aquel día en que lo vi por primera vez, confiado y sonriente, dar tan curiosa como imprevista respuesta. En oficios humildes, muy distantes los días en que me entregaba poemas, la poesía quizás no quiso regalarle más año que aquel de 1937, que lo colmó de nostalgia para siempre. Pero cuando Octubre vuelve con el año, si envía por caprichos soplos más húmedos y desiguales como alas de los ángeles navideños que él pintaba para divertirse, me acuerdo de Augusto.
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Autora: Fina García Marruz. Título: Pequeñas memorias. Editorial: Huso.
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