Tan solo diez relatos, de entre los 1.200 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos del séptimo concurso de #cuentosdeNavidad, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 12 de enero. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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ES TRADICIÓN
Jorge Juan Codina Ripoll
Hoy hace cuarenta años que lo repetimos. Ahora, ya se puede decir que es tradición.
Cuando bajo del tejado y apago la linterna, la casa está envuelta en un silencio que tranquiliza, solo roto por el crepitar de los troncos en la chimenea y el susurro de la noche que se cuela por alguna rendija, en secreto. En la penumbra del salón, suponiendo que los demás duermen o fingen dormir, por fin me siento libre para despojarme del pesado traje de Rey Mago. Es antiguo, de colores apagados, algo discreto según mis gustos, de ropajes gruesos y desgastados. Me lo llevé a casa cuando cerraron la sucursal bancaria: hacíamos un modesto festival para los hijos de los empleados en la mañana de cada seis de enero. Dejo la capa en el respaldo del butacón, la corona sobre la mesa del comedor, las botas cerca del fuego para que se sequen. Me dejo la túnica puesta mientras preparo un rincón especial: solo la chimenea y yo esperamos con ansia la visita.
Con sigilo, arreglo la mesita de madera taraceada con su mantel de ganchillo. La cafetera italiana, cómplice, en vez de silbar, emite un zumbido misterioso mientras el olor del café recién hecho impregna la habitación. De un cazo, vierto la leche muy caliente en una jarrita de loza de la Cartuja, y lleno un azucarero a juego. Despliego las servilletas rematadas con encaje de Almagro, elegantes y níveas, sobre la mesa; las cucharillas de acero inoxidable decoradas relucen; las tacitas en orden, sobre sus platillos; y una bandeja con los últimos dulces que han sobrevivido a chicos y a grandullones. Me cercioro de que no faltan las empanadillas de boniato que tanto le gustan.
Del bolsillo interior de la capa, saco dos pipas de madera de brezo y una bolsa de tabaco escocés. Tras llenar las cazoletas con destreza, mis ojos se deslizan hacia la licorera en la que reposa el Pedro Ximénez oscuro, como un tesoro en su cofre. Del mueblecito con vitrinas, extraigo dos copas de cristal tallado. La licorera suena a eco distante al destaparla, liberando el aroma embriagador del vino, elixir especial de fragancia y dulzura sin parangón. Sirvo las copas con cautela, con la antelación precisa para que el generoso se atempere, y las coloco: una frente a mí, y otra frente al butacón vacío, donde sé que mi tío Fernando tomará asiento.
Mientras el fuego chisporrotea y unas bailarinas de sombra danzan en las paredes, me acomodo en el butacón, estiro las piernas y muevo los dedos bajo los calcetines como si fueran los de las manos del maestro von Karajan en el concierto de Año Nuevo.
La puerta del salón se abre con absoluta precisión y en sincronía con el inicio de la Marcha Radetzky. Allí está él: con su bigotito fino de mosquetero, pero con traje de Rey Mago, irisado y reluciente, emergiendo de las sombras como un personaje que se ha confundido de cuento; con la corona ladeada por el chichón, con la evidente cojera a cada paso de su pierna malamente retorcida, con la mueca de una risa nerviosa y sus historias de tejados resbaladizos por el rocío helado de las noches de enero y de aleros que no resistieron su peso. Nos sentamos juntos, en el rincón de la chimenea iluminado por la complicidad de dos generaciones. El café, el vino dulce, las empanadillas, las pipas, el resumen de las peripecias del año, lo que ha cambiado el mundo y las risas en voz baja se mezclan en la penumbra del salón.
Y así, en la madrugada de Reyes, mientras alguien ronca en el piso de arriba y las bailarinas sombrías hacen un bis sobre el papel pintado, mi tío Fernando y yo compartimos el obsequio más preciado: la continuidad de la magia de la Navidad y la promesa de seguir celebrando la tradición de bajar los regalos de los chicos desde el tejado, por muchos años más. Como siempre, la mirada del tío lleva consigo un consejo adicional: cambia las suelas de las botas, que no esbaren sobre las tejas. Sí, tío. Sirvo otra ronda de Pedro Ximénez y esperamos sin prisa el amanecer.
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EL RETORNO
Domingo Jiménez Lacaci
A pesar de haber muerto sobre las nueve de la mañana, el día de nochebuena a eso de las tres de la tarde, me pegó un dolor en el oído derecho de esos que no te dejan ni pensar. Es como los dolores de muelas, ahí taladrando dentro del cerebro, que no se paran ni se alejan, y tampoco se detienen en esas minucias de si tú estás vivo o estás muerto. Me dio el día en el tanatorio, con tanta gente entrando y saliendo, y el dolor punzante metido dentro del alma. También debo añadir que la incineración del día siguiente no me hizo ningún bien. Me acordé de mi abuela que decía que el calor aliviaba mucho, y frotaba un trapo y me lo ponía en la oreja. Será el calor húmedo, pensé por pensar algo. El pitido interior dentro del cráneo continuaba y me estaba enloqueciendo. Al final, el molino de la funeraria para dejar unas cenizas homogéneas y bonitas fue lo que ya me acabó de rematar. El runrún, los golpazos, todo vibrando, un horror. Seguro que me echan muchas coronas de flores, pensé, incluso algún objeto personal, pero ya verás como no cae ni un frasquito de gotas Otogén o una píldora de Nolotil. Al final del día, me dejaron en la tumba familiar, junto a las cenizas de mi madre, fallecida quince años atrás, y sobre la caja de mi padre, mis cuatro abuelos y demás familia. Todos en fila de abajo a arriba.
Sobre las dos de la madrugada, que es cuando los dolores de oído se agravan ya no sabía qué hacer. Estaba desesperado con aquel maldito zumbido pulsante. Chillé, creo que lloré, y al final puede que incluso llamara a mi madre, quizás por la inercia de tantos años solucionando así los problemas. Al poco escuché movimientos de metal sobre cerámica, giros, roces. Algo cayó sobre la madera del ataúd de mi pobre padre. Clonc. Era una tapa metálica, sin duda. Lo tuve claro desde el primer momento. Cuando escuché los ruidos ya tan cercanos y noté cómo mi tapa giraba y se levantaba, solo pude decir: mamá, me duele muchísimo el oído. Y un fino limo, a la vez suave y tibio, comenzó a caer dentro de mi vasija hasta que se llenó con copete, como decía ella. Entonces me abrazó con sus brazos llenos de pecas, livianos y amantes, me embebió en su pecho que aún olía a lavandas, y me acunó con besos junto al oído hasta que el zumbido fue desapareciendo. Ea, ea, ea escuchaba yo en un ritmo constante y narcótico que cada vez me despegaba más del dolor y de mí mismo. Finalmente, en algún momento de la noche caí rendido, y no desperté hasta media mañana. Tenía esa sensación antigua y colegial de haber vencido al dolor gracias a mi madre, como siempre. Ella se habría ido ya en las primeras luces a sus cosas, siempre tan atareada, y más el día de Navidad. Se oían peroles chocar, tintineo de cristales. A saber qué estaría haciendo. Me estiré lo que pude y comprobé que estaba descansado, no tenía fiebre, y que el zumbido había desaparecido. También pude escuchar los ronquidos de paquidermo de mi padre que llegaban desde abajo, y el tictictac constante de mi abuela con las agujas de hacer punto. Entonces me olisqueé las cenizas como un sabueso y comprobé que habían quedado impregnadas de ese delicioso olor a lavandas con el que mi madre volvía cada mañana del mercado, con algo de compra, flores frescas y una hogaza de pan. De repente un rumor familiar que aumentaba. Aquel espacio se llenaba de vapor que olía a marisco de las cazuelas. Y al poco llegó el aroma inconfundible de su cordero, como ella sabía asarlo, con la piel crujiente como papel de arroz. Y allá al fondo, el sonido nítido de su voz transparente cantando un villancico. Campana sobre campana.
Había vuelto a casa.
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EPIFANÍA
Antonio Jaén Osuna
El arresto de Santa conmocionó al mundo. Las imágenes de su figura —amplia, sólida— saliendo de una casa en la costa de Irlanda, con las esposas puestas, inundó portadas, telediarios, redes sociales. Aquel hombre, ejemplo de generosidad entre niños y adultos, cayó al instante en el abismo de una acusación ineludible al confesarse culpable.
Pese al esfuerzo de cientos de periodistas, no se conocieron los detalles hasta cumplirse el primer aniversario de los crímenes. Fue cuando Onni Korhonen, periodista finlandés, obtuvo permiso para visitar a Santa y grabar una entrevista en la cárcel. El vídeo de esa conversación pasó a ser lo más visto en la historia de Internet, a los veinte minutos de ser publicado.
—No sé de quién es la culpa —comenzó Santa—. Si de la sociedad que ha matado a la infancia y le ha robado la capacidad de sorprenderse. Si de los padres, que entierran a sus hijos bajo estúpidos regalos. O si de esa criatura sin alma de ojos helados, que me castigó año tras año con su indiferencia.
Se refirió de esta manera al hijo de la pareja asesinada. Nadie había vuelto a saber nada de él después de la tragedia.
—Ya desde pequeño fue un problema. —Santa movió la cabeza de un lado a otro, contrariado, los ojos encogidos, pasándose la mano por la barba—. Nada de lo que hacía le gustaba —continuó—. Le dejaba regalos maravillosos, en los sitios más divertidos. Arriesgaba a que me descubriera, con tal de poder sacarle una sonrisa o un gesto, algo que indicara que mi presencia le traía la misma felicidad que al resto de niños del planeta. Pero esa cara sin expresión… —El recuerdo parecía afectarle. Un primer plano de su rostro lo mostraba consternado. Bebió agua con torpeza; se derramaron unas gotas sobre el abrigo rojo—. Mandé a Pepper y Bushy, dos de mis trabajadores, a que fueran a investigar. Volvieron a los días con la noticia de que aquella criatura era normal, feliz incluso, y que le encantaba la Navidad. Pero no los creí.
Santa presionó a sus empleados durante horas. Finalmente, reconocieron haber ocultado información, para evitarle el disgusto. Infiltrados como personal del colegio, narraron cómo en uno de los recreos habían escuchado al niño decirles a sus amigos que Santa era un perdedor, un tipo predecible sin ropero ni agallas.
—Que no tengo agallas… ¡Un mocoso de ocho años! —Golpeó la mesa. Se escucharon unos gritos de sorpresa, posiblemente del equipo de grabación—. Perdí confianza en mí mismo —continuó Santa, más calmado—. Apenas me interesaba por la producción del taller, pasaba las tardes en la taberna de la montaña y, conforme se acercaba diciembre, la soriasis se hizo insoportable y los ataques de pánico más frecuentes. Mi esposa me rogó una y otra vez que buscara ayuda profesional, pero no quise hacerle caso.
En los siguientes meses, Santa dejó de lado sus responsabilidades y se refugió en el ponche.
—Sólo quería quitarme de la cabeza el rostro inerte de aquella bestia. Era imposible. Cada noche, cuando caía dormido, escuchaba su cuerpo acercarse con pequeños pasos, que apenas crujían sobre la madera. Intentaba gritar, huir, pero no tenía voz ni conseguía moverme. Mientras, su sombra avanzaba entre la espesa oscuridad de mi cuarto, trepaba sobre mi barriga con sus garras y dientes pequeños, y comenzaba a morder, a escarbar sin prisa hasta alcanzarme las entrañas. Entonces tiraba, las desgarraba, las sacaba de mi cuerpo, se llenaba la boca con ellas y las masticaba, en silencio, durante minutos de húmeda agonía. Era ahí cuando decía algo, siempre la misma frase, que nunca lograba recordar, pero que me hacía despertar aterrorizado, palpándome la barriga, sudando alcohol y miedo.
Santa confesó que su adicción al alcohol le hubiera llevado a una muerte segura, de no haber ocurrido aquel evento extraordinario que lo cambiaría todo.
El 24, despertó con la energía de todos los años y preparó la jornada con la eficiencia de costumbre. Cuando llegó la hora, partió a cumplir los deseos de cuantos hogares lo hubieran invocado. La casa del niño, la dejó para el final.
—Los padres habían preparado en el jardín un vaso de leche, galletas y zanahorias para los renos. Creyeron que sería divertido despertar al día siguiente con mis pisadas sobre la nieve. Pero yo había planeado algo mucho más espectacular que las huellas de mis botas.
Las fotografías del forense mostraron cómo Santa había abierto en canal a los padres, había vaciado los cuerpos y los había usado para dejar los regalos dentro —los intestinos marcaban sobre la nieve la dirección de dónde buscarlos—. Mojando galletas en la leche, Santa esperó a que llegara el niño.
—Había tenido la solución frente a mis narices todo aquel tiempo —explicó Santa—. Los sueños mostraban el camino, pero no fue hasta la mañana de Nochebuena que pude verlo. Ese día desperté con la voz ensangrentada de aquel monstruo aún en mi cabeza. “La Navidad está en el interior de cada uno”, decía. ¿Lo entiende? ¡En el interior! —exclamó entusiasmado, tocándose la cabeza con las puntas de los dedos, como quien subraya una evidencia.
El periodista tardó en reaccionar. Un silencio líquido se extendió en la grabación y más tarde también entre las personas que llegaron a ese punto de la entrevista.
—Desde aquel suceso —dijo, al fin Onni Korhonen—, el mundo lo ha cancelado y ahora son los Reyes Magos quienes ocupan su lugar.
¿No se arrepiente de haber terminado así tras toda una vida de trabajo?
El primer plano de Santa mostró una luminosidad nueva en su rostro.
—¿Arrepentirme? —preguntó—. Usted no vio la sonrisa de aquel niño al encontrar sus regalos.
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POR LO MENOS AL NEGRO
José Ignacio Tofé Ortego
No lo puedo soportar, si me vuelve a pasar un día más les voy a detener. Me da igual que sean tres viejos. Si tres viejos roban merecen un castigo ¿No? Estos tres están robando, pero no consigo pillarles. Todos los días, cuando entran me saludan y sonríen, sí los cabrones me saludan y sonríen. Ellos saben que yo lo sé, pero no les importa. Tres viejecitos vestidos un poco antiguos, con capa, llevan capa. Tienen pasta, se nota que no necesitan robar, pero roban. En cuanto entran les sigo con las cámaras. Veo claramente todo lo que se llevan: ropa, móviles, libros, zapatos, perfumes, más libros, todo lo meten debajo de sus capas. Lo peor es que mientras lo esconden miran hacía la cámara, me sonríen, me saludan. Saben que les estoy mirando, pero no les importa. Cuando han pasado por todas las secciones van hacía la puerta, no disimulan, van directos hacía la salida. Sonriendo. Otra vez mirándome a los ojos. Sin disimular. Sonriendo. Yo les espero junto a la puerta porque sé que van a pitar ¡tienen que pitar! ¡¡¡Tienen que pitar!!! Pero me dicen buenas tardes, cruzan la puerta y no pitan ¡Pero como no van a pitar con todo lo que se han llevado! ¿Cómo lo hacen? ¡Tienen que pitar! Al día siguiente lo mismo, los tres viejos otra vez saludándome en cuanto entran por la puerta. Sonriendo. Los veo llevarse de todo, cruzar la puerta y no pitan ¡No pitan! ¿Cómo lo hacen? ¡No lo puedo soportar! ¡Tengo que pillarles! Si no es a los tres, por lo menos a uno, por los menos al negro.
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RENO AL HORNO
Pilar Asuero Salazar
Mamá me dice que prepare las galletas y la leche. Yo cruzo los brazos como mis figuritas de acción y hago buf buf como un burro. Ya no tiene que fingir. Porque ya lo sé todo. Todo, todo, todo. Sé que papá es el Viejo Pascuero. La miro con una ceja levantada, porque en algún cuento leí que cuando levantas una ceja es que desconfías de una persona. «Desconfiar» es no confiar y «confiar» es creer lo que alguien te dice. Y yo ya no creo nada de lo que me dice mamá. ¿Por qué no me lo habían contado? Quizás no confían en mí. Confiar también tiene que ver con los secretos. Y yo sé guardar secretos.
No le contaría a nadie que papá es el Viejo Pascuero. Ni siquiera al Mati que es mi mejor amigo y siempre nos contamos todo. Incluso le conté de esa vez que escuché a papá y a mamá jugar al zoológico en la pieza, me daba mucha vergüenza porque ya están mayores para jugar a los animales, ni yo juego a los animales ya, pero se lo conté al Mati porque es mi mejor amigo.
El Mati le dice Santa al Viejo Pascuero porque es de Venezuela. Mi abuelo le dice Papá Noel porque es español. Me pregunto si a papá se le hace raro que el abuelo le llame Papá Noel en vez de Viejo Pascuero. No entiendo por qué le cambian el nombre. Al final el Viejo Pascuero es como Jesucristo y Jesucristo se llama Jesús en todo el mundo. A veces las cosas no tienen explicación, me dice mamá cuando no dejo de preguntar por qué.
Tampoco contaría el secreto de papá para alardear. Ni al Tomás que se cree muy bacán porque todas las semanas tiene láminas nuevas para el álbum de fútbol. Aunque tenga ganas de decirle que mi papá me podría traer todas las láminas del mundo, no voy a hacerlo. Guardaría el secreto, porque soy un niño confiable.
Descubrí que papá es el Viejo Pascuero porque empecé a prestarle atención a las pistas. La primera pista es que nunca pasa con nosotros la Noche Buena. La pasábamos solo con mamá y yo me quedaba mirando el puesto vacío en la cabecera. Si preguntaba, en mi tercer por qué mamá me interrumpía: comeríamos helado de postre y veríamos la película que yo quisiera antes de dormir. Obviamente papá estaba repartiendo regalos por todo el mundo, si no, no tenía sentido.
La segunda pista es que al otro día, en Navidad, siempre llegaba después del almuerzo. Hablaba raro del cansancio y apenas se podía mantener de pie. Quedaba tan agotado el pobre que se dormía en un dos por tres en el sofá del living y no se levantaba hasta el otro día. Es normal cansarse tanto después de recorrer el mundo, aunque vayas en un trineo y los que vuelen sean los renos.
La tercera pista la descubrí ayer. Bajé al sótano porque no encontraba mi auto de carreras y yo sé que mamá a veces llena bolsas para donar a los niños pobres. «Pobre» es que no tienes juguetes y tienes la ropa rota. Yo tengo juguetes pero mis pantalones siempre están pelados en las rodillas, así que supongo que soy medio pobre. Y yo sabía que mamá guardaba esas bolsas en el sótano. Así que fui a buscar mi auto de carreras y al abrir la puerta lo vi. Vi lo que demostraba que papá es el Viejo Pascuero.
Uno de los renos estaba colgado de las patas desde el techo. Sí, era un reno. Tenía que ser un reno. Estaba despellejado y con la cabeza metida en una bolsa. Di un paso hacia atrás porque me asusté y olía un poco raro. Qué triste, se le había muerto un reno a papá. Seguro que por eso había pasado la noche anterior fuera. Tuvo que ir a buscar otro reno porque quedaba un día para Noche Buena y no iba a poder entregar los regalos con un reno menos. Estaban esperando a que terminara la Navidad para hacerle el funeral y por eso ahora estaba escondido en el sótano.
Hoy es veinticuatro y todavía no es la hora de la cena. Papá aún está en casa, pero yo sé que en cuanto el reloj suene con siete campanas va a salir. Está en el sofá viendo la tele, en la mano tiene la botella de ese líquido dorado que es su remedio para sentirse bien y que nunca me ha querido dar de probar, ni siquiera cuando estoy enfermo. Mamá está yendo de aquí para allá con un delantal de cocina. Invitó a cenar a los abuelos y a su hermana, así que yo me tengo que poner guapo y portar bien.
Pero yo ya no aguanto más este secreto, ni que piensen que no soy confiable. Entonces les grito ¡ya lo sé todo! Y hago que me sigan hasta el sótano. Mamá hace buf buf como un burro pero me sigue y papá se queja mientras levanta su poto gordo del sofá y me sigue también. Los paro en la puerta del sótano y la abro para que sepan que ya he visto al reno. Pero no está, solo queda un charquito de sangre en la alfombra. Arrugo las cejas que es lo que uno hace cuando está enojado o confundido. Se cuela el olor a asado de lo que sea que está cocinando mamá en el horno.
No entiendo a dónde fue el reno, quizá no estaba muerto como creía. Pero me da lo mismo no tener pruebas y les grito de todas formas:
—¡Ya lo sé todo!, ¡todo! ¡El papá es el Viejo Pascuero!
Y papá, que tiene las mejillas rojas como narices de payasos, empieza a reírse con un jo, jo, jo, mientras se le bambolea la guata con cada carcajada e intenta que no se le resbale la botella de la mano.
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EL CORAZÓN DEL BOSQUE
Juan Pablo Sosa
En las extrañas alturas de los árboles se juntaban las aves. Las palomas y los aguiluchos, posados entre la hirsuta maleza oscura, atraían la atención del niño. El sol brillaba oculto entre los árboles como una decoración de diamantes. Era una tarde soñolienta de verano pampeano. El silencio era pesado. El aire era cálido, como la respiración de un diablo dormido.
Era en verdad un bosque pequeño, apenas un conjunto caótico de arbustos y árboles bajos habitados por criaturas del campo. Unos senderos sinuosos conducían, como las venas de un cuerpo con vida, a dos inmensos robles en un corazón de tranquilidad.
—El bosque respira —le dijo su abuela alguna vez—, tiene vida. Tiene un corazón.
El bosque estaba dentro de una estancia, junto a una enorme casa del mil novecientos. Una vez al año, para las fiestas, el niño iba con sus padres a la casa de su abuela en el campo. Era la casa de las navidades. Los primeros recuerdos, las primeras luces de la memoria infantil, le traían imágenes de un bosque conocido, pequeño pero inmenso en su infinitud soñada. La curiosidad involuntaria de la memoria le traía también algún retaso de la casa de la abuela. Las paredes de madera, de un color verde oliva en el interior, que hacían pensar en una película antigua. Los muebles viejos, algunos gastados y desvencijados, y otros cuidados hasta el hartazgo. Los pasillos de la planta superior, que daban la impresión de estar inclinados como los camarotes de un antiguo barco. Las lámparas de kerosene desperdigadas por toda la casa le hacían pensar en navidades de tiempos pasados, acaso porque solo las veía en la época de las fiestas. Lo hacían pensar en el calor abrazador y sofocante del verano. Pensaba en su abuelo muerto a quien no conoció, y en cómo habría sido su infancia campesina, recorriendo bosques en la oscuridad, auxiliado por la cálida luz de una lámpara de kerosene, que eran ya su fascinación. El fuego y las luces. Luces de colores. Pensaba en el cuarto del árbol de navidad. Todos los años el mismo árbol, en un pequeño salón al fondo de la casa. Por las noches sus luces intermitentes resplandecían por el pasillo y con la duración de un suspiro lo convertían en un laberinto carmesí, habitado por brujas y enseres de otro mundo.
—¡Tomasito! —el niño oyó que lo llamaban, interrumpiendo su contemplación de las catedrales arbóreas. Creyó reconocer la voz de su abuela. La delataba el borborigmo espasmódico que se acrecentaba en el grito.
—¡Tomasito! ¡Vení para acá!
Podía escuchar como su abuela se acercaba. Las botas de goma hacían crujir ramas y hojas muertas a su paso.
—¡Pero que chico más maricón! Tenes que ayudarme a desplumar.
El niño sentía todavía el olor de la sangre animal, y tenía adheridas a su ropa algunas partículas blancas de lo que fueran plumas, que volaron por el aire en diminutas espirales y se posaron sobre él para conferirle una apariencia de ancianidad prematura. Lamentaba haber dicho que sí, apenas unos instantes atrás, cuando su abuela le pidió que la acompañara al gallinero.
—Vamos a elegir una gallina para la noche, para la cena de navidad. La más gorda, la más rica.
Un pequeño alambrado mantenía encerrados a unos pocos gallos y gallinas. Los animales comían del suelo las semillas que la abuela dejaba caer como limosnas. El niño permanecía junto a su abuela, intranquilo por las gallinas que hurgaban en la cercanía de sus pies. Temeroso de que a los apáticos gallos se les diera por picotear sus piernas desnudas de las rodillas para abajo.
—Y, ¿cuál te gusta?
El niño recorrió el gallinero con su mirada. Dos gallinas peleaban por su alimento. Algunas semillas volaron hasta sus pies y una de las gallinas se le fue encima, cacareando espantosamente, agitando unas alas deformes y malolientes que rozaron sus piernas. El niño gritó de terror, y tironeando las faldas de su abuela como si intentara treparla dijo en un acceso de llanto:
—¡Esta! ¡Esta! ¡Esta gallina de mierda es la que quiero que se muera!
La abuela rio, murmuró algo para sí, tomó al animal por el pescuezo y lo agitó en el aire, girando su brazo en círculos. La cabeza se desprendió en una explosión de sangre y menudencias y permaneció en la mano asesina de la abuela. El cuerpo de la gallina cayó al suelo agitando mecánicamente sus patas. El cuerpo sin vida del animal continuó corriendo por el gallinero, levantando en su carrera el polvo y la porquería del suelo. De tanto en tanto cambiaba su dirección con movimientos espasmódicos. Dejaba a su paso un reguero de sangre de un rojo brillante por el sol. El niño contemplaba la escena como un Dante espantado por las vejaciones de los condenados al fuego eterno. Entorpecida su vista por las lágrimas y el horror, se desprendió de su abuela, forcejeó con el portoncito del gallinero, y salió corriendo a ocultarse en el bosque.
Allí lo encontró su abuela, en el corazón del bosque, contemplando desde la sombra de los robles a las criaturas aladas en las alturas. Pensando en la sangre. Pensando en la muerte. Pensando en su abuela cubierta de sangre de gallina. Pensando en su abuelo muerto y en la casa de sus abuelos. Un árbol de navidad resplandeciendo al final de un pasillo. Lámparas antiguas que son dadoras de vida y de muerte. Un fuego sacrificial, iluminando el campo profundo cuando el reloj diera las doce de la noche, aquella noche, la noche buena. Un fuego beatífico devorando las carcomidas maderas de la casa de sus abuelos. Un fuego que cayera de las alturas, de los fuegos artificiales perdidos y de los globos de seda que flotan en la noche de navidad. O quizá un fuego iniciado por su propia mano. Por qué no.
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CUENTO DE NAVIDAD
Nerea Vergara González
Los villancicos suenan estridentemente. Vienen de la boca de los niños, en el salón. Repaso la lista. La guardo en el mandil. Compruebo: el agua hierve, he echado los garbanzos, he echado sal, laurel, una cebolla entera… La verdura se deshace en la vaporera: queda más sabrosa, más intensa. Mi madre la hacía así también: “Áurea”, me decía, “no te olvides de que la verdura va aparte”. Nunca la he cocinado en el agua. Qué bien le salía a mi madre el cocido.
Esos villancicos me despistan. ¿Iré a decirles que se vayan a jugar al piso de arriba? No, no, mejor no. Podrían hacer preguntas. Repasaré la lista, mejor. ¿Dónde la he metido? Ah, sí. En el bolsillo del mandil.
La casa entera huele a cocido. Olerá durante varios días. Siempre me cuesta que se vaya el olor, pero no me molesta. O molestaba. O molesta. Ya no sé. ¿Qué importa?
Manuel trae su bandeja y empieza a hacer los platos. Qué majo es, qué majo ha sido siempre. Me dice “deja, mamá, que estarás cansada, tú siéntate”. Paula arruga el morro, pero yo le doy las gracias a Manuel. Ella trata de dirigir, él se enfada. Les pido que no discutan. Es Navidad.
—¡Mamá, se te va a enfriar!— Manuel me señala mi plato, lleno a rebosar.
—Sí, hijo, sí.
Digo que sí, pero no. Prefiero comer con los ojos.
—Mamá.
La voz de Manuel me hace pensar que me he dormido, que van a llegar tarde a clase. Luego recuerdo que es Navidad, que son adultos, que ya no me encargo de esas cosas. Miro a mi alrededor: la conversación se ha apagado, me miran. Sito está a mi lado, de pie. Las manos tendidas hacia mí. Los adultos (repaso lentamente sus nombres en mi cabeza: Paula, Gus, Blas, Manuel, Iria) también se han levantado.
—Qué susto, Áurea. Casi te caes.
—Me he quedado dormida— confieso, frotándome los ojos.
—Es que ya es tarde y llevarás levantada desde la madrugada. Venga, Manu, Gus, vamos a recoger…
—No, no, dejad todo quieto. Prefiero recogerlo yo, que luego no sé dónde habéis metido las cosas.
—¿Dónde las vamos a meter, mamá? ¡En el lavavajillas!
Los miro un segundo, confusa. El lavavajillas. Cierto.
—No funciona— confieso.
—¿Desde cuándo?
Pienso. Vuelvo a pensar. No lo recuerdo exactamente.
—Ayer.
—¡Qué mala suerte!— resopla Manuel, pasando revista a la mesa llena de vasos, platos, cubiertos…— ¿Y si nos repartimos la vajilla y las lavamos en nuestras casas? Te la traemos en unos días, mamá.
—¡Qué va! Yo ya lavaba todo esto cuando erais pequeños. Y más cosas también, ¿os acordáis? Cuando venían los tíos de Madrid…
Me parece que los veo allí sentados, alzando sus copas para brindar mientras los niños (mis niños, sus niños) cantaban villancicos. Luego, en un despiste, Paco salía diciendo que iba a comprar tabaco y colocaba los regalos en el vestíbulo.
—Anda, mamá, no te vas a poner ahora a fregar— Paula empieza a recoger—. ¿Por qué no vas a dar un paseo con Manu, Gus y los chicos? Nosotros dejamos esto recogido en un momento.
Le guiña un ojo a sus hermanos. Finjo que no me doy cuenta.
—Está bien— bendita la gracia que me hace. Verás cuando intente encontrar las cosas para fin de año.
Voy a coger el abrigo, pero en el último momento recuerdo: ¡la lista! Tengo que hacerla desaparecer antes de que entren en la cocina.
Una nube de humo flota en el techo al encender el fluorescente. El olor del tabaco de Paco y mi hermano Manuel me sacude la pituitaria. Me detengo en la puerta, sobrecogida.
Como en aquel cuento, sus fantasmas han venido a verme. Se sientan alrededor de la mesa llena de cacerolas, fuentes, cubiertos… Comentan lo contentos que están los niños con los regalos. Se ríen de sus triunfos.
Algo me tiembla en el pecho.
—Anda, Áurea— Iria me toma por los hombros—. Vaya tranquila al paseo, que cuando vuelva estará todo recogido.
Cristina me trae el abrigo.
—Lo he encontrado en el baño— me sonríe—, como si fuese la toalla de la ducha.
Un sudor frío recorre mi nuca. Se lo quito de las manos con más brusquedad de la que pensaba.
—Se me mojó el otro día y lo dejé ahí con el deshumidificador— rumio. La respuesta me deja satisfecha. A ella también.
Salimos a la calle: aunque son más de las ocho, nos sacude la retina la luz de las farolas, de las bombillas coloreadas. Una suerte de paquete de regalo gigante nos mira desde la plaza. Laurita corre hasta él, se reúne con otros niños para esconderse en su interior. Un regalo de niños.
Los villancicos suenan por los altavoces de la plaza. La gente canturrea, da palmas, anima a los más pequeños a cantar. Me doy cuenta de repente de que no conozco a nadie del barrio: se han ido todos.
Giro en redondo. No veo a los niños. Los llamo: ¡Manuel! ¡Gus!
Un hombre calvo se me acerca:
—Estamos aquí, mamá. ¿Estás bien?
Se parece a Paco. A mi Paco.
Que ya no está.
Sacudo la cabeza. Sé que me caen lágrimas a ambos lados de las mejillas.
—Vámonos a casa— murmura Manuel. Gus llama a los niños.
Me tiemblan las manos cuando tomo la tila que me ha servido Manuel al llegar a casa. ¿Mi hermano? No, mi hijo. Manuel mi hijo, que ya es adulto.
Me sonríen al entrar en el salón. Incluso Gus sonríe. Cómo se parece a su padre.
Rodean la mesa de comedor, se acercan a los sillones que están libres. ¿Dónde estarán los demás?
Entonces, me doy cuenta: Paula tiene la lista en las manos. Me había olvidado completamente de la lista. Qué estúpida.
—Mamá: ¿te encuentras bien?
—Claro. Es solo que en estas fechas echo mucho de menos a vuestro padre.
Se miran. No sé qué he dicho, pero no he acertado.
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LECHE, GALLETAS Y CONTRATIEMPOS
Luis García Donate
El señor K se estaba haciendo viejo. Le dolía todo el cuerpo, como si acabase de pasarle por encima el camión de la basura. Sus gafas estaban empañadas y uno de los cristales se había mellado. La boca le sabía a sangre y estaba agazapado sobre el tejado de una casa, ensuciando la nieve acumulada a su alrededor. ¡Vaya nochecita!
Echó la vista atrás, rememorando su extensa carrera y fue incapaz de recordar una noche peor que aquella. Tenía un trabajo difícil, viajaba mucho y necesitaba de una exhaustiva preparación a lo largo del año. También existía el desagradable inconveniente de tener que entrar en las casas valiéndose de medios poco usuales. Visto de ese modo, podría parecer que el señor K se dedicaba a robar, pero no era así. Él entraba en las casas y cuando se iba, dejaba más cosas que cuando había llegado, no menos. Además, había que ser un ladrón bastante idiota para tratar de colarse por una chimenea encendida. Algo así requería magia para salir ileso.
Sonrió al pensar en ello, trató de reírse y eso le provocó un punzante dolor en el costado. Se palpó los bolsillos de su traje rojo con las manos entumecidas por el frío hasta encontrar lo que necesitaba: Una gran petaca metálica con bastones de caramelo grabados. Era su arma secreta, su provisión de emergencia, una buena dosis de ponche navideño mágico. Un sorbo te mantenía espabilado toda una noche, para curar aquellas heridas a tiempo iba a necesitar todo el recipiente. Acercó sus machacados labios a la boquilla y se echó al coleto todo aquel brebaje de un solo trago. Pudo notar como bajaba por su estómago, cálido y suave como el abrazo de una madre y al instante, todas sus heridas se evaporaron como barridas por el viento.
—Eso está mucho mejor —dijo poniéndose en pie—. Ahora acabemos con esto antes de que amanezca.
Echó a caminar, llevando entre sus brazos el último regalo que debía entregar, como si fuese un bebé al que proteger de todos los males del mundo. Aunque nada podía ir ya peor de lo que iba, temía que algún otro problema surgiese como por arte de magia. El viento helado le azotaba la cara enrojeciendo sus mejillas. No era nada comparado con el hogar, pero en Madrid hacía frío en esa época del año, eso era indiscutible.
Le encantaba aquella ciudad, con sus luces, sus famosos, y sus políticos. Siempre la dejaba para el final, porque así, una vez acabada su ronda, podía aparcar el trineo en algún sitio discreto y sentarse a comer galletas mientras admiraba la iluminación y el ajetreo. Aquella gente nunca dormía, eso acabaría dándole dolores de cabeza en el futuro. Atravesó los tejados orientándose por las estrellas como cuando era joven y las noches de verdad eran oscuras, por suerte había podido salvar el mapa y tenía claro a dónde se dirigía. Había estado en todas las casas en un momento o en otro, con varios ocupantes a lo largo de los años. Por desgracia, en aquella ocasión tenía que hacer el recorrido a pie.
Desde un principio todo se había dado bien, ni un solo desvío del rumbo, ningún niño despierto, las galletas estaban recién hechas y todos los albaranes habían sido rellenados correctamente. Fue llegando a la Villa y Corte cuando todo se precipitó. Al parecer, algún graciosillo del departamento de juguetería había colado una bomba fétida entre los paquetes y esta fue a romperse justo cuando tenían viento de cola. Por desgracia, el pobre Rudoph tenía una nariz muy sensible además de brillante y se había espantado, provocando que sus compañeros se alzasen de manos y lanzasen al señor K fuera del trineo en pleno vuelo. Había podido salvar sólo el regalo que le faltaba por entregar. Los renos habían vuelto a casa, dejándole tirado y los albaranes se habían perdido. Los elfos de administración iban a matarle.
Por suerte para él, no tardó en divisar su objetivo. La última casa de aquella noche para olvidar, la meta. Atravesó los dos tejados restantes con sendos brincos y ahogó una maldición al hallarse por fin ante el edificio. No tenían chimenea, simplemente uno de esos malditos extractores de humos coronados por un cacharro giratorio. No podía pasar por ahí, tendría que usar la ventana.
Llegó hasta la terraza resbalando sobre aleros húmedos y llenos de escarcha, con el regalo apretado contra su pecho. Entró con todo el sigilo del mundo, ni siquiera sus cascabeles tintinearon al pisar sobre la moqueta del salón. Dejó el paquete bajo el árbol, se bebió la leche de un solo trago y cuando se disponía a salir algo le sobresaltó. Una niña, de unos tres años, que le miraba somnolienta sujetando un osito de peluche.
—Creí que no vendrías —dijo ahogando un bostezo—. Siempre me levanto para ver que has traído. Hace un buen rato he venido y no estabas. ¿Me dejarás sin regalo?
—He tenido algún contratiempo, pequeña —respondió en un susurro, sonriendo con ternura—. Ahora vuelve a dormir, yo no he visto nada.
Salió de allí en silencio mientras oía a la niña reír. Cada año se sentía más viejo, pero detalles como aquel hacían que mereciese la pena. Había cumplido con su labor un año más y tenía un buen montón de galletas. Ya averiguaría más tarde como volver al Polo Norte.
*****
EN UN DISCRETO SEGUNDO PLANO
Jesús Gella Yago
Permitidme que me presente. Aunque, pensándolo mejor, mi papel es tan insignificante en esta historia que mi nombre carece de importancia. Además, poco es lo que de primera mano puedo contar de aquella noche. Casi todo lo he reconstruido a partir de lo que oí después en corrillos donde se confundían exageraciones y hechos ciertos.
Yo era entonces un zagal y andaba ayudando a un pastor que, junto a otros de la región, velaban de noche con sus rebaños. Las ovejas estaban adormiladas y me escabullí para darme un festín. La docena y media de dátiles que llevaba en el zurrón y un odre de leche tibia originaron un calamitoso trastorno en mis tripas. Recordé que algo más allá, cerca del río, había un peñasco cubierto de musgo tan alto como un hombre. Se me antojó el lugar idóneo para solventar mi apuro. Estaba ya al abrigo del peñasco cuando, por encima de mi cabeza, el cielo nocturno resplandeció con un fulgor como jamás había visto. Fue tal mi pasmo que no pude culminar el menester que me había llevado hasta allí.
Salí de mi escondrijo y me vi arrastrado por los pastores que conducían a toda prisa sus rebaños hacia el puente. Yo no entendía nada. Otro aprendiz de mi edad me preguntó dónde me había metido y si no había presenciado el fenómeno. Sin darme oportunidad de responder me explicó que una criatura luminosa, bañada en un esplendor que no podía ser sino divino, había batido sus alas sobre pastores y rebaños mientras pregonaba gozosas nuevas. Todos los testigos del prodigio se pusieron en marcha para buscar un niño envuelto en pañales que acababa de nacer en un pesebre cerca de la ciudad. Yo miré a mi compañero con cierta suspicacia porque la gente de monte y dehesa es muy dada a chanzas y mojigangas. Pero, incluso cuando mencionó huestes celestiales que imploraban paz para los hombres de buena voluntad, me pareció que hablaba completamente en serio. Así que traté de amansar los vaivenes de mis tripas y me dejé llevar por el tropel.
Al otro lado del puente ya no podía aguantar y me separé del grupo para ir detrás de unas zarzas. Una pastorcilla por la que yo bebía los vientos me alcanzó con un corderito en brazos. Estaba preocupada por si no resultaba un presente digno del niño a cuyo encuentro nos dirigíamos. Yo fingí buscar moras para el recién nacido y la tranquilicé asegurando que aquel cordero tan blanco me parecía la más generosa y honrada de las ofrendas. La pastorcilla sonrió y me dijo que no era tiempo de moras, así que tuve que desistir de mi encubierta intención y seguir caminando a su lado. De vez en cuando carraspeaba o imitaba el balido de una oveja para, además de parecer un poco más botarate, disimular el estrépito de mis retortijones.
Alguien señaló en el cielo una estrella que trazaba una trayectoria inusual. El grupo de pastores consideró que quizá pudiera servir de guía. Fue una idea acertada y pronto nos topamos con la retaguardia de un majestuoso cortejo que, encabezado por tres formidables dromedarios, parecía seguir nuestra misma ruta. Me acerqué a un paje y le pregunté de dónde venían. Antes de obtener respuesta acepté un pellejo de cuero que me ofreció para celebrar que ya podíamos ver el establo sobre el que se había detenido el insólito lucero. Pensé que era un lugar demasiado modesto para que allí viniera a nacer nadie importante, pero tomé un largo trago del pellejo para no mostrarme desdeñoso. Ahora sé que hubiera sido preferible rehusar con buenos modos, porque al notar la quemazón del licor en mis entrañas tuve que salir corriendo hacia un palmeral.
Bajo sus hojas dejé que por fin se desatara un cataclismo que, a pesar del alivio, en verdad resultó enojoso para todos los sentidos. Como no quería que mi pastorcilla me viera en tan lamentable estado y siendo tal la desazón que me apesadumbraba, decidí volver a casa sin enterarme de lo que acontecía en aquel establo.
Casi una semana tardé en recuperarme y aún seguía hablándose de lo mismo. Me contaron que el séquito que habíamos encontrado acompañaba a tres astrónomos llegados de oriente que buscaban al rey de los judíos. Su vasto conocimiento los había conducido hasta allí siguiendo la misma estrella que guiaba al grupo de pastores. Se habían alojado en el palacio del rey Herodes que, taimado e intrigante, había tratado de reclutarlos para localizar al niño que amenazaba su trono. Pero ellos habían preferido adorar en su pesebre al recién nacido y ofrecerle dádivas y presentes. Al parecer, entre la magnificencia del oro, el incienso y la mirra de los sabios, había provocado asombro la radiante blancura de un corderito que saltó de los brazos de una pastorcilla para acercarse al niño y darle calor.
La singular familia abandonó el establo antes de despuntar el día. Temían que Herodes pudiera tomar represalias por el revuelo que había ocasionado la veneración unánime de humildes pastores y extranjeros de gran notoriedad. Pronto se vio que habían hecho bien en partir, porque el rey ordenó matar a los niños menores de dos años.
Por mi parte, lamenté haberme perdido unos acontecimientos tan extraordinarios y que iban a dar que hablar durante muchísimo tiempo. Solo me consolaba que nadie, y por suerte tampoco mi pastorcilla, conocía la razón que obligó a este anónimo ayudante de pastor a permanecer ajeno a lo que ocurría tan cerca de él. Mi silueta acuclillada entre las palmeras, con el fajín suelto y los calzones abajo, había pasado desapercibida para todos en un discreto segundo plano.
Si en días venideros a alguien se le ocurriera dejar constancia de aquellos prodigiosos sucesos con testimonio escrito, en madera grabada o moldeando figuritas de arcilla, seguro que ignorará mi indecorosa presencia.
Así sea.
*****
COSAS DEL PASADO
Chelo Sierra
Sabemos qué es el frío gracias a la mano biónica del abuelo. Sus dedos dorados de hidrometal pulido siempre están helados. Nos pellizca la mejilla y notamos cómo se nos eriza la piel de los antebrazos, de la nuca, de la espalda. Él enfoca su mirada de eclipse, la fija en nosotros unos segundos, pero enseguida vuelve a lanzarla lejos, más allá de los muros traslúcidos de la casa, de los edificios ecohexagonales de la zona 33, más allá de la tormenta seca que se distingue en el horizonte.
—El frío no es eso: tendríais que ver nevar.
Ha dicho nevar.
Teva, mi hermana pequeña, caza al vuelo todas las palabras raras que dice el abuelo. Las colecciona. Pero para clasificarlas, necesita que él se las explique, que le diga para qué sirve un bolígrafo, cómo es el carbón, qué significa nevar.
—Abuelo, ¿qué significa nevar? —le pregunta con un entusiasmo contagioso.
Intento fingir que a mí me da igual, dejar claro que ya soy mayor y no me interesa la curiosidad obsesiva de una niña de ocho años ni los recuerdos electropropulsados de un viejo, que yo estoy por encima de todo eso, concentrado en entrenar a mis quimeroides, en cuidar a las palpitobestias del acuario, en esas aficiones que le gustan a un chico que ya ha cumplido los catorce.
—¡Amel! —Teva me llama a gritos y ya no puedo resistirme pero, para disimular, me acerco con el gesto adusto de quien hace algo con desgana.
Mi hermana ha colocado su cojín de seda de araña y estateno en el suelo y se ha recostado sobre él, cerca del abuelo que continúa arrellanado en su sillón, uno forrado de un material antiguo al que llama terciopelo, y no da muestras de querer explicarnos nada.
—Es por el Memory-stick: parpadea la luz naranja, ¿lo ves?, está en modo ahorro —observa Teva, señalando al minúsculo artilugio que lleva el abuelo adosado en la sien izquierda.
El modo ahorro es suficiente para las funciones básicas de entendimiento, pero es necesario pasar al modo Pro para que se activen las utilidades más complejas.
—Abuelo, venga, date prisa —Teva está impaciente.
—Ya voy, cariño, hoy este cacharro va lento como una tortuga —responde con una de esas comparaciones crípticas que usa siempre, mientras continúa palpando la nanocarcasa, y consigue, por fin, que se encienda la luz verde en el testigo de estado.
—Teva, ¿qué querías saber? Lo he olvidado —y, nada más decirlo, se ríe a carcajadas de su broma: con el dispositivo encendido, el abuelo ya no puede olvidar nada.
—La palabra nevar, ¿verdad? Veréis, cuando hacía mucho frío, el agua helada se desprendía de las nubes en cristales pequeñísimos; esos cristalitos se agrupaban al caer y llegaban al suelo convertidos en copos blancos que lo cubrían todo: los tejados, los coches, el campo. Todo se volvía blanco. Blanco inmaculado. Era un espectáculo maravilloso.
—Venga ya, abuelo, no nos mientas, la pobre Teva se lo está creyendo —le censuro, dispuesto a impedir que se aproveche de la inocencia de mi hermana.
—Es verdad, Amel, puedes creerlo tú también —y mira a la pared que da al norte, desde donde se ven las enormes plataformas de vigilancia que giran sin descanso, formando inabarcables remolinos de polvo—. Por allí, en esa dirección, nevaba cinco o seis veces al año —nos explica—: la última vez que nevó fue hace cuarenta y ocho años. Lo recuerdo perfectamente. Estábamos celebrando la Navidad, vuestra madre acababa de cumplir cuatro años.
Teva tiene la mirada fija en el abuelo mientras continúa contándonos sus recuerdos, historias a las que nosotros atendemos con el asombro de quien escucha hechos fantásticos, sucesos de ciencia ficción. Nos habla de unas fiestas en las que todo el mundo estaba de buen humor, de chimeneas encendidas, luces de colores en las calles y hasta de un anciano vestido de rojo que repartía regalos a los niños. A veces, dudo si todos esos detalles son producto de su memoria o de su imaginación.
El abuelo calla un momento para recuperar fuerzas y le da un sorbo a su batido de algas. Lo traga con cierto desagrado antes de continuar:
—¡Y no os imagináis cómo se comía esos días! Si me esfuerzo un poco aún puedo percibir el olor del pavo recién asado —Y aspira en busca del rastro de un aroma ya extinguido.
—¿Cocinabais animales? —Teva lo pregunta con incredulidad y continúa el interrogatorio con el gesto presto a la arcada—. ¿Y os los comíais?
El abuelo asiente sin mostrar ningún signo de arrepentimiento.
—Mi padre había perdido la memoria, llevaba meses sin hablar, pero, ese día, miró por la ventana, señaló con el dedo al exterior y dijo ¡nieve! Vuestra madre consideró que ese era su regalo de Papá Noél, estaba feliz por oír hablar a su abuelo.
—¿Y después qué pasó?
—Lo abrigamos bien y salimos al jardín.
—¿Teníais jardín?, ¿uno para vosotros solos?, ¿con plantas de verdad? —A Teva le impresiona semejante excentricidad. Yo, directamente, no me lo creo.
—Pisamos la nieve, nos tiramos bolas, hicimos un muñeco al que vuestra madre le puso su gorro y su bufanda… Fue la última vez que escuché reír a mi padre. Al día siguiente…
—¿Se curó?, abuelo, ¿la nieve era milagrosa? En Navidad solo pasaban cosas buenas, ¿verdad?—el entusiasmo de Teva deja una estela crepitante y multicolor flotando en el ambiente.
El abuelo coge aire, notamos su emoción, su respiración agitada, cierto temblor en los labios. Uno de mis quimeroides sobrevuela nuestras cabezas en busca de la carroña de algún sueño truncado y lo observa todo desde el aire.
—Déjalo, Teva, son solo cosas del pasado. ¿Qué importancia pueden tener ya? A veces, prefiero no acordarme de ellas —nos dice, con los ojos húmedos, mientras se palpa la sien una, dos, tres veces, hasta que el Memory-Stick se desconecta del todo. Una luz blanca parpadea, silenciosa y acompasada, y se refleja en la pared traslúcida. Parece que caen copos de nieve.
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