Cuentan los habitantes de la pequeña aldea de la mariña lucense de Lourenzá que, en el otoño de 1940, la artista Julia Minguillón descubrió durante un paseo la escena infantil y quedó maravillada. Con los sentimientos a flor de piel, ya que acababa de perder a su primer y único hijo, comenzaría a pintar en la propia escuela. Directamente sobre unas sencillas tablas contrachapadas y casi en una monocromía a base de colores de la tierra, gestó Escola de Doloriñas. Con una pincelada muy poco empastada, que dejaba vislumbrar con tosquedad las vetas de la madera, fue inmortalizando en más de cuatro metros cuadrados a aquellos niños labriegos y a su maestra. Dolores Chaves, Doloriñas, les enseñaba las letras, los números y nociones de distintas disciplinas “para andar por la vida” a cambio de unas patatas, leña o bollos de pan. Los padres más pudientes le pagaban por ello una peseta.
Julia Minguillón. El lastre de ser una mujer normal
Esperamos que algún día la historia hará justicia y se reconocerá a la lucense Julia Minguillón como la gran dama de la pintura gallega y una de las figuras artísticas más importantes del siglo XX. Julia Minguillón poseyó un extraordinario talento para la pintura, excelentes aptitudes para el dibujo y tratamiento del color, un estilo propio y definido, una técnica impecable y una sensibilidad paisajística muy imbricada en la identidad gallega. Consiguió desarrollar una brillante trayectoria en un mundo de hombres, con el merecimiento de ser la única mujer en la historia poseedora de una Medalla de Oro de la Exposición Nacional de Bellas Artes y el ser autora de Escola de Doloriñas, una de las obras cumbre de la pintura gallega.
Aunque le sobran méritos, su figura ha sido injustamente olvidada entre los artistas consagrados de la pintura española y, a día de hoy, no goza de la estima merecida en la cultura oficial. Muchos con mucho menos son reverenciados. Paradójicamente, ni siquiera le ha beneficiado su condición de mujer, pese al interés sociológico que suscitan aquellas mujeres profesionales que antaño destacaron en tradicionales ámbitos masculinos. Tampoco el ser autora de Escola de Doloriñas, obra insigne tan ligada a la identidad gallega, la ha avalado para formar parte de ese parnaso de pintores identitarios ensalzados por crítica y público.
La infancia es la patria del hombre
Julia Minguillón nació en Lugo el 17 de julio de 1906. Era hija de Emilia Iglesias, de familia muy arraigada en la ciudad, y de Federico Minguillón, que poseía una botica en Lorenzana, llamada en gallego y oficialmente Lourenzá, en la mariña lucense. Allí transcurrieron los primeros años de la artista. Rilke y Ramiro Fonte escribieron que en la infancia está la patria del hombre, y en esta infancia, en plena Galicia profunda y labriega, creció Julia, conviviendo con las esencias más puras y profundas de Galicia, que según los teóricos del Rexurdimento subyacen en el mundo rural. Estos años marcarían su personalidad, su sensibilidad cromática y su forma única de concebir el paisaje, de las parcelas más valoradas de su producción.
Desde los 9 hasta los 17 años estudió en Burgos y Valladolid, donde fue sometida por el resto de las alumnas a constantes burlas debido a su acento gallego. Se consolaba realizando excelentes caricaturas de sus compañeras. Esto desarrolló su talento natural para el retrato, lo que la impulsaría a recibir sus primeras clases de pintura.
Los años en Castilla estarán marcados por una intensa nostalgia y unas ganas inmensas de volver a su Galicia natal.
La vuelta a Lugo se produce en 1923, con 17 años de edad, momento en que ingresa en la Escuela de Artes y Oficios. Y sorprende exponiendo en un escaparate de la ciudad un excelente retrato de Cascarilla, un conocido vendedor de periódicos. La Diputación de Lugo decidió otorgarle una beca para la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la que se licenciaría. Señalaremos que la beca anterior de la Diputación de Lugo había sido otorgada a Maruja Mallo (curiosamente, dos mujeres) y que las Diputaciones no eran muy generosas a la hora de conceder estas becas, para las que había que pasar férreos tribunales de adjudicación. Pintores hoy consagrados, aunque lo intentaron, no lo consiguieron.
Julia Minguillón obtendría en 1934 su primer gran trofeo: la tercera medalla en la Exposición Nacional con una obra religiosa que asombró a la crítica, que coincidiría en valorarla como la mejor del certamen, e incluso se apuntaría que no se le concedió el primer premio solo por ser una principiante. Este cuadro cautivaría al propio Zuloaga y sería expuesto en diversas ciudades estadounidenses.
Con el estallido de la guerra civil, Julia se refugia en Lourenzá, donde permanece hasta diciembre de 1939, fecha en la que contrae matrimonio con el periodista y escritor Francisco Leal Insua, jefe de redacción de El Progreso, futuro director de El Faro de Vigo y Mundo Hispánico.
Lourenzá era un prodigioso enclave, alzado en torno a un magnífico monasterio benedictino fundado por el llamado “Conde Santo” en 969 y caracterizado por una espectacular fachada del mismo autor que la catedral compostelana. Un entorno telúrico, regazo vital de Julia, al que volverá para recuperarse de la pérdida de su primer y único hijo nonato. Será entonces cuando gestará su magna obra: la monumental Escola de Doloriñas, por la que consigue la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1941, convirtiéndose, como hemos dicho, en la única mujer de la historia en conseguir el prestigioso galardón, al que aspiraron centenas de artistas españoles a lo largo del siglo.
El cuadro traspasó las fronteras de una Europa en plena contienda bélica y se expuso en Berlín y en la Bienal de Venecia en 1942. Se convertirá, junto a Comida en Bergantiños, de Sotomayor, en el lienzo más emblemático de la cultura gallega.
Los destinos profesionales de su marido irán jalonando la trayectoria y periplo vital de Julia: Vigo, Santiago, temporadas en París, Guatemala y, finalmente, Madrid, donde residió desde 1961 hasta su muerte por linfosarcoma, con 59 años.
¿Por qué el ostracismo de Julia?
Varios motivos justifican su «ostracismo». Por un lado, la contundente razón de haber sido «una mujer normal», que jamás mostró actitudes contestatarias ni se significó políticamente. Vivió como una discreta mujer adaptada al tiempo y ambiente que le tocó vivir, dedicándose a la pintura y a seguir a su marido en su carrera periodística. El haber nacido en Lugo al mismo tiempo que Maruja Mallo (Viveiro, 1902), con la que coincidió en San Fernando, perjudicó su reconocimiento. Era contra natura la comparación personal y pictórica de las dos gallegas. Mallo, arrebatada surrealista, relacionada con la izquierda radical, con varios amantes brillantes como Alberti o Miguel Hernández, contestataria y rebelde, que solía pasear desnuda bajo un abrigo de lince, sedujo y sigue seduciendo incondicionalmente al progresismo intelectual.
Frente a ella, Minguillón era un personaje anodino, llegándose a etiquetar su estilo despectivamente como «estética de la felicidad». Su única excentricidad conocida fue querer enterrar en una tumba “humana” junto al mar a su fiel perro Tyla.
En relación al arte gallego y sus afectos, es particularmente sangrante que Julia Minguillón, gallega de nacimiento, sentimiento y ejercicio, dedicase gran parte de su obra a la tierra que la vio nacer, mientras que la vinculación de Maruja Mallo con Galicia, aparte de su nacimiento y haber sufragado sus estudios, temática y emocionalmente fue casi inexistente.
El relegamiento de los artistas académicos del siglo XX
Otro motivo que relegó a Julia Minguillón, y a otros que aún esperan su reconocimiento, fue el haber optado por el academicismo como razón de ser de su pintura, aunque eso no la convirtiera en absoluto en una artista rancia, encorsetada o carente de modernidad.
Críticos muy poco informados la han considerado una pintora encuadrada en la estética del régimen, lo que es un craso error. No solo jamás tuvo apoyo institucional, sino que fue abiertamente relegada por el franquismo oficial en aras de aquellos que se decantaron por lenguajes vanguardistas. El desprecio por los académicos se gestó exactamente a fines de los años 40, por lo tanto muy pocos años después de comenzar la dictadura. Entonces se comenzaría a recuperar a figuras republicanas como Picasso o Zabaleta, y a apoyar a pintores de vanguardia como Tàpies, Saura e incluso a artistas de escasa valía técnica que para impulsar sus carreras no vacilaron en colaborar en la proyección de modernidad que el régimen quería dar en Europa. De hecho, los premios de la Bienal Hispanoamericana de 1951, el evento artístico más importante de su tiempo, se concedieron a los vanguardistas (a algunos por el mero hecho de serlo), con grave afrenta para excelentes pintores de oficio, entre los que estaba Julia. Tanto es así que la indignación llevó al ferrolano Sotomayor (sin duda el mejor pintor gallego de todos los tiempos, y de los más importantes europeos de su generación) a hacer un ingenioso escrito al Colegio de Psiquiatras. En este manifiesto, pedía confirmación de las similitudes entre las obras presentadas y las obras de perturbados.
Aunque rehuía las exposiciones individuales, su actividad pictórica fue muy intensa, con colectivas en Madrid, París, Nueva York, San Francisco, Londres, Berlín, México y Buenos Aires, retratos de encargo y galardones varios, como el premio del Círculo de Bellas Artes en 1948 con su ambiciosa obra Juventud, que retrata a once jóvenes reunidas a la hora del baño. Ese mismo año es objeto de un homenaje en el que la respaldan, entre otros gallegos ilustres, Vicente Risco, uno de los tótems de la galleguidad. A modo de colofón, fue elegida miembro de la Real Academia Gallega.
Julia deseaba con fervor alcanzar la medalla de honor de la Exposición Nacional de Bellas Artes, pero vio frustradas sus aspiraciones continuamente, no tanto por su condición de mujer sino, sobre todo, como hemos comentado, ensombrecida por el triunfo mediático —y político— de los vanguardistas.
Tras un año de terrible enfermedad, mientras sus fuerzas se lo permitieron, continuó pintando hasta su fallecimiento en agosto de 1965. Pudo terminar su última obra: Agonía. Plasma la crucifixión de un Cristo imberbe en posición serpentinata, con cuatro acompañantes al pie de la Cruz que transmiten la grandeza y sencillez de Zurbarán, tal vez anticipándose a su encuentro con el Dios en el que siempre creyó.
Enterrada en Madrid, su marido Francisco Leal promovió una intensa campaña para que reposase en la sala capitular del Museo de Lugo. Incomprensiblemente, no lo consiguió.
Versatilidad en los géneros
Julia Minguillón cultivó los géneros del retrato, paisaje, bodegón, escenas costumbristas, alegoría y tema religioso. Apostaba por formatos de enorme magnitud, en los que exhibió su absoluto dominio de la técnica y su maestría, como muy pocos lograrían en el arte español.
Sus retratos, con un claro protagonismo femenino, y sobre todo los de sus más allegados, reflejan el encanto de lo cotidiano, con la descripción poética de su propio entorno. Algunos de ellos exploran una tendencia primitivista, como La niña y la mariposa, o abiertamente cubista, como La Virgen del Aire. Sus representaciones de figuras rozan la perfección aun en difíciles composiciones, con alardes de escorzos, consiguiendo siempre elegancia y equilibrio. Su elección de un punto de vista elevado confiere a estas obras cierto carácter épico de gran plasticidad visual.
Sus apreciadas escenas urbanas muestran su preocupación por la arquitectura de las formas, llegando a un claro neocubismo. Sus paisajes del mundo rural entroncan con Os Novos y aquellos artistas que hicieron de la identidad su razón de ser. En sus naturalezas gallegas desborda la impronta de lo sentido, de lo auténtico, con un lirismo desbordante, donde se decanta por gamas más cálidas y pinceladas con veladuras muy logradas. La obra de Julia Minguillón fue catalogada por la investigadora Victoria Carballo-Calero, autora de su principal monografía.
Curiosamente, cuando se habla de pintores identitarios de Galicia, jamás se la nombra.
La Escuela de Doloriñas
Este monumental cuadro, de casi cinco metros cuadrados, fue elegido entre medio millar de obras como el ganador del Premio Nacional de Bellas Artes y, según recoge la crítica, «gustó a Capuletos y a Montescos». Pese a la sencillez de su concepción tuvo un rutilante periplo por salas europeas, españolas y americanas. Después permaneció en Sevilla hasta 1962, año en que se trasladó al Museo Provincial de Lugo.
El lienzo, como hemos comentado, representa a la maestra Dolores Chaves (Doloriñas) en su tarea “de enseñar”, rodeada de una docena de alumnos de la Galicia rural de diferentes edades. Es un espacio de reducidas dimensiones; al fondo, una ventana deja vislumbrar los montes circundantes de la aldea de Vilapol. El paisaje modulado en tres gamas tonales acusa el lirismo inherente a los paisajes de Minguillón, muy imbuido de saudade o pura melancolía.
De ambiciosa combinación en aspa, grupos de figuras se articulan en triángulos en torno a la maestra, y un alumno de pie equilibra la composición. Están retratados desde un punto de vista elevado, y la definición del espacio roza la genialidad, ya que lo construye con unas líneas básicas, casi imperceptibles, y en un alarde técnico lo articula recogiendo los infinitos matices de un solo color, el color de la tierra.
Minguillón apuesta por enfatizar la realidad a través de la austeridad, tanto en el soporte (pintado directamente sobre unas sencillas tablas contrachapadas) como por la gama cromática elegida (más o menos monocroma a base de tierras, grises cenicientos y verdes), con una pincelada muy poco empastada que deja vislumbrar con alguna tosquedad las vetas de la madera. Con un dibujo casi insuperable, la luz modela un conjunto exquisito de retratos individuales, dándoles una corporeidad escultórica en manos y cabezas. No por ello pierden un ápice de delicadeza.
Cuentan los habitantes del lugar que, en el otoño de 1940, Julia Minguillón descubrió durante un paseo la escena escolar y quedó maravillada. Con los sentimientos a flor de piel, ya que acababa de perder a su primer y único hijo, comenzó la obra en la propia escuela, que concluiría el año siguiente en su estudio. Los niños de entonces recordaban que por cada sesión de posado Julia les daba tres galletas; en aquellos tiempos de escasez se daban por bien pagados. Aunque era una escuela de pago, en la que se cobraba una peseta al mes, se podía pagar en especie como leña, patatas, bollos de pan o, incluso, en trabajo (algunos padres cosechaban para la maestra).
Y aunque se critica la falta de autenticidad de la escena, ya que aparecen vestidos con las mejores indumentarias que su modestia permitía, en absoluto es una escena idealizada, sino que destila una profunda emoción y una acendrada humanidad, conseguida por esa austeridad exacerbada, casi ascética, que desborda el naturalismo y transmite una intensa carga de sentimientos. Los zuecos embarrados de los pequeños llegan a conmover hondamente la entraña del espectador.
Cien años han pasado desde que Julia Minguillón, pintora inconmensurable, captara ese instante modesto y cotidiano. Hoy, la maestra y sus rapaciños de Lourenzá, su amada aldea gallega, forman parte ineludible del gigantesco imaginario de la historia de Galicia, tan real como mágico. Tal vez la artista nunca lo habría imaginado, pero con Escola de Doloriñas estaba devolviendo a su tierra lo que le había dado: su condición de ser y sentir.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: