Traducir latín es moverse en penumbras por el Laberinto, donde el Minotauro te aguarda tras cualquier recoveco para devorarte. En vez del hilo que Ariadna le dio a Teseo a fin de poder escapar una vez muerta la bestia, sólo te puedes valer de un diccionario y, sobre todo, de las lecciones que te haya dado un buen maestro. Tuve la fortuna de contar con el mejor mentor que podía haber soñado en 2º y 3º de B.U.P.: mi añorado Maqister Raimundus. Gracias a él sus pupilos adquirimos una sólida base gramatical que nos ayudaba a intentar orientarnos en el dédalo de la traducción. Buscar en el diccionario de latín no es fácil: los sustantivos tienen dos raíces, la del nominativo, que apenas se usa, y la del genitivo, de la cual proceden la mayoría de los casos. Dado que suele venir en negrita el nominativo, y el genitivo no viene señalado o aparece mutilado, encontrar los sustantivos de la tercera declinación puede ser complejo. Por ejemplo, militibus procede de miles, militis (a veces apocopado en -itis). El diccionario remarca miles, pero militis (o -itis), no: que un zagal deduzca que militibus viene de miles requiere buena base y mucha práctica. Y saber moverse con las tres raíces que se esconden en el enunciado de un verbo es también titánico.
Días después marchábamos magnis itineribus (a marchas forzadas) con las legiones de César mientras conquistaban las Galias. Estábamos enfrascados con los genitivos partitivos y nos puso una frase algo así como Caesar tria milia hostium necavit. Sin darnos resuello nos advirtió: “No seáis tan ovejos como aquél que tradujo César mató a tres mil de una hostia. Piazo guantá daba el César, ¿no?”.
Ignoro si los gazapos que nos contó le ocurrieron de veras a él o los recogió en los círculos de gramática parda que frecuentaba. El caso es que nos hacía reír y nos animaba a no ser tan zotes con el diccionario y la gramática para no acabar formando parte de su anecdotario de disparates.
Desde entonces le tomé afición a recopilar algunos de estos lapsus traductorios o lingüísticos, por mera diversión, sin ninguna querencia por hacer sangre ni burlarme del relapso. Muchos de los errores que recojo se los escuché a compañeros con quienes me encontré en los 34 años que llevo en las trincheras de las aulas públicas, de muy diversas materias, aunque alguno también lo oí de ciertos profesores universitarios.
Como aquello que nos relató el docente de Gramática Latina cuando nos apareció un centurionem en un texto de César. Juraba que en un restaurante de cierto lujo en el Madrid tardofranquista escuchó a una dama muy emperifollada, señora de un gerifalte, pronunciando más eses de las necesarias, pedir al camarero una ración de huevos de centurión. El profesor casi rebuznaba rememorando la escena e imaginando al centurión acojonado (nunca mejor dicho), mientras el esturión daba saltos de alegría.
Cuando una criatura se enfrenta a un examen, sobre todo si no ha conseguido establecer un buen y riguroso método de estudio, suele prepararlo de manera improvisada y algo chapucera. Así se explican casos como estudiantes que escribieron valga la rebuznancia, que la quimera era lo que se pone en la cocina al lado del fuego, en vez del mítico monstruo con cabezas de león, cabra y serpiente, o que el centurión era un tío que llevaba cien años trabajando.
Otros gazapos son geniales por lo absurdos. Como sucedió con aquel viaje que organizamos a Florencia y un zagal le espetó a su profesor de Historia de Arte, que había preparado con ellos minuciosamente lo que iban a ver en la Galleria degli Uffizi, si en ese sitio verían la palla de la almeja. Mi compañero casi lo asperja con el hisopo para exorcizarlo por haber profanado así al Nacimiento de Venus.
Y es que el Arte nos ha dado grandes momentos de regocijo. Como cuando otro compañero había terminado de explicar a los de segundo de bachillerato el románico y, antes de empezar con el gótico, hizo un receso para que conocieran la abadía de Cluny y pudieran comprender mejor el nuevo estilo. Un zagalón, de los que pasan más horas en el gimnasio que ante los libros, le respondió todo admirado: “¡Anda!, no sabía que George Clooney era ya tan famoso que le habían hecho una iglesia”. En el mismo curso, poco después, mi compañero les dijo que como máximo representante del Renacimiento italiano iban a empezar a estudiar a Rafael y sus pinturas en las estancias vaticanas. Una criatura le respondió que ése cantaba también muy bien y que le encantaba a su abuela, que no se perdía ningún concierto suyo. Desde ese día mi colega no paraba de cantarnos “yo soy aquél” y decir que qué bien que se conservaba Raphael.
Por los mismos tiempos tuvimos una promoción de zagales que, a pesar de tener en algunos exámenes 67 faltas de ortografía, las desesperantes y sin sentido leyes educativas nos obligaban a titularlos. Varios de ellos dieron momentos surrealistas en Literatura española como que el Quijote lo había escrito Anónimo, junto al Cid y el Lazarillo y, a lo mejor, no estaba seguro, también escribiera La Celestina. O que Antonio Manchado había sido un poeta tan bueno que le pusieron su nombre a un tipo de café.
A inicios de este mismo curso, mientras les daba unas nociones introductorias sobre los orígenes y la pervivencia del latín a mis chicos de primero de bachillerato, les pregunté qué pueblos poblaban estas tierras del sureste antes de la llegada de los romanos. Ya les había contado previamente que acudieron a enfrentarse con los cartagineses en el contexto de la Segunda Guerra Púnica. Ninguno me supo decir ningún pueblo prerromano. Los amonesté cariñosamente: estaba seguro de que eso lo habían estudiado en los cuatro años que llevaban entre nosotros. Les dije que en el museo de la ciudad, que muchos no habían visitado, había importantes vestigios de esa cultura y que muy cerca del santuario de su patrona, en el monte, tenían restos de templos y necrópolis de cierta entidad. Seguían sin responder. Intenté hacerles reaccionar apuntando que en España había una compañía aérea que se llamaba así, como nos conocían los antiguos griegos y romanos. En vez de responderme la Iberia que yo había pensado, uno más dicharachero y salado que la mojama me espetó a bocajarro: “¿Ryanair? Aquí vivían los ryaneros antes de los romanos”. Del relincho que pegué varios compañeros se asomaron a las puertas de sus clases. Pensé que lo había dicho en broma, pero me equivocaba. Ninguno de sus compañeros se atrevió a desmentirlo. Cuando les dije lo de Iberia y los iberos nos pasamos diez minutos riéndonos sobre si los ryaneros beberían güisqui o vino.
Estas erratas de las que me río con sus autores, no de ellos, no se circunscriben a uno solo de los diferentes centros en los que he prestado servicio, sino que me los he encontrado en todos, desde los que estaban rodeados por un entorno social más degradado hasta en los más prestigiosos. Errare humanum est. Nihil humanius studenti magistroque.
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