Me echaban una mirada y efectuaban un cálculo rápido: un siete por ciento de probabilidades de ser una estafadora, un cuatro por ciento de ser prostituta, un cincuenta por ciento de padecer inestabilidad mental, un veinte por ciento de ponerme desagradable, un cuatro por ciento de manifestar un comportamiento violento. Posiblemente yo no encajaba en ninguna de esas categorías, al menos no en principio, pero para todos los conductores que pasaban, y para todas las demás personas de este país, yo podía ser cualquier cosa, así que aminoraban la velocidad, echaban una mirada, hacían una conjetura, seguían conduciendo.
Las mujeres: una rápida mirada entrecerrando los ojos, cara de preocupación, y adelante. Los hombres (como averigüé después) te observaban desde más distancia —estaban entrenados para fijarse en mí por si yo era algo a lo que tenían que disparar o capturar— pero casi nunca se detenían. De cerca yo tampoco presentaba una imagen halagüeña: no era más que una mujer que llevaba una mochila, una rebeca y unas deportivas verdes. De aspecto joven, desde luego, porque debes parecer joven para poder enfrentarte con éxito a la vulnerabilidad que implica permanecer en el arcén de la carretera mostrando la parte inferior del antebrazo. Has de parecer por completo inofensiva y al tiempo capaz, si es necesario, de clavar un cuchillo en cualquier tierna tripa.
Pero al principio yo no sabía nada de eso: simplemente estaba allí de pie, esperando, sin saber que llevar puestas las gafas de sol no ayudaría a que alguien me cogiera, sin saber que llevar el pelo suelto significaba algo que yo no quería dar a entender, sin saber que debía calibrar a conciencia mi postura y parecer siempre una bailarina dispuesta a dar un salto.
Todo lo que sabía era lo que había leído en el mapa que había en el aeropuerto: hacia el sur hasta llegar a Wellington, coger el ferri y luego Picton, Nelson, Takaka y la bahía Golden, la granja de Werner, la dirección garabateada en el papel que había iniciado todo aquello.
Cuando el avión aterrizó aquella mañana, yo llevaba unas treinta y siete horas sin dormir. Después de que atenuaran las luces, me quedé con los ojos como platos, con el cerebro viajando hasta un horizonte infinito. No había leído nada ni contemplado nada de la pantalla que había a pocos centímetros de mi cara. Escuché la respiración de los cuerpos que dormían; intenté discernir las palabras que pronunciaban unas voces casi inaudibles, a filas de distancia. Las azafatas recorrían los pasillos, guiñaban el ojo, fruncían los labios y me entregaban cantidades concretas de comida: un panecillo terso como una bombilla; un trozo de pollo del tamaño de una lengua; treinta y dos cacahuetes en una bolsa metálica. Le di un mordisco a una loncha de queso sin advertir que iba envuelta en plástico, y a continuación renuncié a comer.
Delante de la recogida de equipajes observé a un hombre que fumaba un cigarrillo y le daba patadas a algo en la acera mientras la luz del sol lo rodeaba como si fuera el cuadro de un santo. Así era aquel país al que me había catapultado.
Vamos, ¿cómo no iba a pararme?, me dijo el primer conductor, una mujer. ¿Por qué no iba a cogerla?
No lo sé, contesté. ¿Por qué iba a hacerlo?
La mujer se rio, pero yo no estaba en situación de verle la gracia. Supongo que había sido divertido, pero cuando me quedé mirándola sin expresión alguna dejó de reír. Una nariz alargada y ganchuda le otorgaba el aspecto regio pero poco favorecedor de un halcón o un tucán. Me habló como si yo fuera una niña, cosa que no me importó, pues es lo que quería ser. Últimamente no me acordaba de mi infancia, como si fuera una película de la que había visto solo los tráilers.
Eres una chica valiente, ¿no? No se ven muchas como tú en la carretera.
Hay un cierto tipo de mujer que advierte el terror en los demás y lo llama valentía.
Creía que por aquí mucha gente hacía autostop.
Oh, no demasiada, dijo. Ya no. Hoy en día cualquier lugar es peligroso. ¿Quieres una pera? Coge una Nashi. Tengo un montón, estaban de oferta en la verdulería.
Me habló de su hijo de once años, al que tuvo de penalti cuando era una veinteañera, y me comí la pera con el zumo cayendo por todas partes, pero ella solo llegaba hasta Papakura, así que me dejó en una gasolinera no lejos de la autopista.
No te subas al coche de ningún tío, ¿entendido? Si para alguno, deja que siga. Las mujeres hemos de andarnos con ojo, ya sabes. Seguro que pronto parará alguien.
Le dije que así lo haría, pero sabía que no iba a seguir su consejo, porque nunca había conseguido rechazar una oferta; esa era una de las cosas sobre mí de las que estaba segura.
Durante un buen rato no pasó ningún coche al que pudiera enseñarle el pulgar, pero permanecí allí, y ni siquiera sentía la debida curiosidad por ese nuevo país (una montañita aburrida, un vulgar lago azul, una gasolinera, lo mismo que el nuestro, pero un poco diferente). Se me secaba la piel de los labios, y reflexioné que el destino de todas las células de todos los cuerpos es perder completamente la humedad, y que todo el mundo ha pensado eso una y otra vez, pero nadie lo dice, y nadie lo dice porque en realidad no piensan ese pensamiento, tan solo lo tienen, al igual que tienen dedos en los pies, al igual que casi todo el mundo tiene dedos en los pies; y el saber que todos nos estamos secando es lo que aprieta el acelerador en todos los coches que la gente utiliza para irse de donde está, cosa que me recordó que yo no iba a ninguna parte, y me fijé en que habían pasado muchos coches, pero que ninguno había parado, y ni siquiera aminorado la marcha, y comencé a preguntarme qué ocurriría si nadie me cogía, si lo de la primera mujer había sido de chiripa y el autostop era un recuerdo de los setenta, como otras tantas cosas ahora peligrosas —la pintura con plomo, ciertos plásticos, el amor libre—, y acabaría allí para siempre, sin ver pasar ningún coche, pensando en mis células que se secaban sin remedio.
Decidí poner cara de felicidad, porque me dije que cualquiera se siente más inclinado a coger a alguien si lo ve feliz.
Soy feliz, me dije, soy una persona feliz.
Abrí los ojos más de lo necesario con la esperanza de que eso transmitiera mi felicidad a los coches, pero seguían pasando de largo.
Uno hizo sonar la bocina como para decir No.
Llevaba mucho tiempo con el brazo levantado y me dolía el codo justo donde siempre te sacan sangre, y me acostumbré hasta tal punto a ver pasar los coches que me olvidé de que la finalidad de todo aquello era conseguir entrar en alguno e ir a algún sitio, pero nada tenía ninguna consecuencia: pasaba un coche y luego otro, pero todos aparecían y se iban solos. Y yo estaba allí. Y no pasaba nada: yo era una incongruencia, algo absurdo y desubicado, un chiste malo, un chiste sin ningún destino. El cielo tenía un bonito color cielo, y el aire era saludable, y quizá era uno de esos días que le recordaban a los conductores que los días son un recurso finito y que más les vale proteger los que tienen. Uno de esos días en los que no quieres arriesgarte, en los que no quieres lanzar una moneda, no quieres recoger a un desconocido en el arcén de la carretera.
Pero al final resultó que la primera mujer tenía razón: eran las mujeres las que paraban, e insistían en que nunca cogían a autostopistas, solo mujeres con los pulgares levantados, damiselas con problemas de transporte. Eso fue lo que dijo la segunda mujer, y pensé: Muy bien, de acuerdo, lo que quieras. No iba a andarme con rodeos. No había motivo para hacerlo. Aquella mujer volvía del hospital en el que trabajaba como enfermera y se iba a casa, así que le formulé una pregunta que me había rondado por la cabeza desde mi último día en el laboratorio:
¿Qué hacen con la sangre? Quiero decir, cuando han acabado con ella.
¿Qué sangre?, me preguntó.
La de los análisis. Cuando han hecho un análisis por si tienes alguna enfermedad o para mirar los niveles hormonales o lo que sea. La sangre que hay en esos tubos de ensayo, ¿qué ocurre con ella?
Bueno, la tiran. Es un desecho peligroso.
Pero ¿dónde va a parar?
A un lugar seguro. Primero a un tubo, luego a un contenedor de desechos peligrosos, que después se lleva una empresa. Los trasladan a un lugar seguro y nadie vuelve a tocarlos jamás.
Eso puso fin a nuestra conversación. No dijimos nada más hasta que me dejó donde tenía que dejarme.
Buena suerte, dijo, ándate con ojo. Y no te acerques a los tíos.
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Sinopsis de Nunca falta nadie: Una historia intimista de la mano de una autora que recuerda Siri Hustvedt y a Nicole Krauss. Sin decir nada a su familia, Elyria toma un vuelo de ida a Nueva Zelanda, abandonando su estable pero insatisfactoria vida en Nueva York. Mientras su marido intenta desesperadamente comprender qué ha sucedido, Elyria pone a prueba el destino viajando en coches de desconocidos, durmiendo en campos, bosques y parques, y teniendo encuentros arriesgados, a menudo surrealistas. A medida que se adentra en la vida salvaje de Nueva Zelanda, el recuerdo de la muerte de su hermana la atormenta y una violencia soterrada crece en su interior, aunque quienes la conocen no perciban nada raro. Esta paradoja la conduce a otra obsesión: si su verdadero yo es invisible y desconocido para el resto del mundo, ¿puede decir que está realmente viva?
Foto de la autora: Lauren Volo
Autora: Catherine Lacey. Título: Nunca falta nadie. Editorial: . Edición: Papel y Kindle
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