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Número y logos, de Paolo Zellini - Zenda
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Número y logos, de Paolo Zellini

Paolo Zellini, (Trieste, 1946) es matemático y profesor de análisis numérico en la Universidad de Roma Tor Vergata. Es también autor de Breve historia del infinito (1980), La rebelión del número (1985) y Gnomon (1999). PRIMERA PARTE 1 PROTEO, EL MAR Y LOS NÚMEROS En el Canto IV de la Odisea, Menelao cuenta que los...

La editorial Acantilado ha publicado Número y logos, de Paolo Zellini, traducido por Juan Díaz de Atauri. Es bien sabido que en el Génesis el término griego logos significa discurso o palabra, pero hay un sentido antiguo del logos que permite vincularlo con el concepto de número. Para recuperarlo, Paolo Zellini rastrea a través de los textos cuán cerca estaban palabra y número en nuestra tradición y nos descubre que el término logos aunaba ambos sentidos ya en los versos de Homero, así como en las primeras teogonías, en la tragedia antigua y en la filosofía pitagórica. Asimismo, en las fuentes que atestiguan el origen ritual de las matemáticas, el número tiene un sentido análogo al que luego adquiere el logos en el cristianismo. Gracias al estudio de estos conceptos comprenderemos el origen y el destino del pensamiento filosófico y científico de Occidente: pensar el logos no supone la vaga evocación de mitos y tradiciones remotos, sino que permite reconstruir la raíz común del conocimiento antes de la división entre las letras y las ciencias.

Paolo Zellini, (Trieste, 1946) es matemático y profesor de análisis numérico en la Universidad de Roma Tor Vergata. Es también autor de Breve historia del infinito (1980), La rebelión del número (1985) y Gnomon (1999).

PRIMERA PARTE

1

PROTEO, EL MAR Y LOS NÚMEROS

En el Canto IV de la Odisea, Menelao cuenta que los dioses lo retuvieron durante veinte días en la isla de Faros, frente a Egipto, sin que el menor soplo de viento permitiera partir a sus naves. Finalmente, Idotea, hija de Proteo, el anciano de los mares, se apiadó de la suerte del héroe griego y, desafiando la autoridad paterna, le sugirió una singular estratagema para sorprender a Proteo dormido. Al mediodía, Proteo solía salir de las aguas a descansar en una caverna, rodeado de un rebano de focas, hijas de Anfítrite, a las que cuidaba por encargo de Poseidón. Para asegurarse de que no faltaba ninguna, pasaba revista y las contaba. Luego, como hacen los pastores de ovejas, se echaba entre ellas y se dormía. Era en ese momento cuando Menelao, con ayuda de tres compañeros, tendría que abalanzarse sobre él, sujetarlo e impedirle que escapara. Si lo conseguía, Proteo le explicaría de qué modo salvarse y le revelaría el destino que le aguardaba a él, a su hermano Agamenón y a otros héroes griegos.

Así se desarrollaron los hechos: para pasar desapercibidos y lograr su propósito, Menelao y sus compañeros se envolvieron en malolientes pieles de foca que les proporcionó Idotea, juntamente con un antídoto, un perfume de ambrosía destinado a contrarrestar el hedor. A la hora prevista, tal y como ella les había anticipado, Proteo salió del agua; primero contó las focas, las verdaderas y las falsas, alineadas en la playa junto a la orilla donde rompían las olas; las contó «con los dedos de la mano» (πεμπάσσεται, IV, 412), de cinco en cinco. En cuanto el dios se tendió en la arena, Menelao y los suyos se le echaron encima. Para eludir la captura, el dios se transformó sucesivamente en león, serpiente, pantera, jabalí y hasta en agua y árbol. Pero, incapaz de liberarse de sus captores, terminó cediendo y le contó a Menelao por qué no soplaba el viento, cómo remediarlo, y también le desveló el destino de otros héroes y el suyo: la muerte de Agamenón y la tragedia de los Atridas; las lágrimas de Ulises, cautivo de la ninfa Calipso y obligado a permanecer lejos de Ítaca; y por último el destino del propio Menelao, quien, por ser el esposo de Helena, era para los dioses el yerno de Zeus, de modo que le aguardaban los campos elisios, junto a Radamantis.

¿Qué significado puede tener el hecho de que Proteo cuente las focas de cinco en cinco? Nada es superfluo en el mito, ni siquiera esta intromisión de un elemento que parecería antitético al mito, es decir, al legein, al logos, como es el número. Porque Proteo pasa revista a las focas enumerándolas y legein, aquí, sin duda, se asocia a arithmos, que es parte integrante de todo el episodio. La operación abstracta de contar acompaña a las fantasías más singulares del mito, que reúne a hombres y dioses, animales y ungüentos milagrosos, metamorfosis y viajes iniciáticos, engaños y visiones proféticas.

En las filas de los animales marinos, metáfora de los elementos espurios de la generación, se encuentran quienes no deberían formar parte de ellos y están allí sólo mediante el engaño, y también gracias a que Menelao lleva consigo la ambrosía celestial. Pero el hecho de que Proteo incluya en el recuento algo que no debería formar parte de las cuentas es precisamente el detalle que hace de Proteo un dios verídico. Del engaño de una extensión impropia del número procede la veracidad. Se diría que este episodio contiene una primera representación mítica del poder de revelación de cuanto no entra por derecho propio en la medición numérica, del elemento extraño que revela, tras las filas previamente ordenadas, el número irracional, al que los pitagóricos considerarían un dios y la ciencia conseguiría representar sólo indirectamente, mediante definiciones formales o mediante procedimientos de aproximación.

Pero ¿cómo se inscribe el número en la simbología tradicional del reino acuático? Proteo significa, ante todo, la metamorfosis, el continuo cambio de estado, pero es también el dios que dice la verdad, igual que Nereo, hijo de Ponto, de quien hablan los versos de Hesíodo (Teogonía, vv. 233- 236). Hesíodo asocia a Nereo con la verdad, la justicia, la equidad, la infalibilidad; Homero, por su parte, ve en Proteo a un dios veraz (Odisea, vv. 349, 384), que, además de inmortal, es un buen conocedor de los abismos marinos. Así pues, el mito de Proteo parece apuntar—más allá de la incertidumbre y del engaño que implican la capacidad de adoptar formas cambiantes—a una idea de verdad y de justicia infalible, que tiene que emerger de una prueba que se da en el mar o en sus proximidades, en algún lugar situado entre «dentro» y «fuera» del agua, con una secuencia de acontecimientos que concluyen con un «retorno» simbolizado en los campos elisios.

Pero ¿es lícito atribuir a Homero una intención alegórica? De hecho, parece que las primeras formas de alegoría, las primeras formas deliberadas de desplazamiento del sentido, no surgen antes del siglo VI a.C., cuando los dioses y la mitología empezaron a ser suplantados por una forma más abstracta de conocimiento, que tendía a leer en los versos de Homero un sentido oculto y más verdadero. Precisamente los homéricos fueron algunos de los primeros textos en ofrecer sugerencias y motivos inéditos. Las palabras de Homero muestran por sí mismas, con absoluta claridad, los temas y símbolos que se convertirán en motivos perennes y, también, en muchos otros pasajes, en motivos centrales de la literatura de todos los tiempos, por no hablar de la moderna psicología del inconsciente. Así pues, resulta casi inmediato e intuitivo asociar el mar, los peligros de la navegación y los números que intervienen en el relato de Menelao con las conocidas constelaciones semánticas: lo vegetativo y lo fluctuante que se oponen al logos; lo ambiguo comparado con lo verdadero; la vida en el elemento acuoso continuo e indiferenciado al que empieza a suplantar un conocimiento más claro y distinto y, finalmente, más clarividente. En el simbolismo de cualquier tiempo y lugar, las aguas representan todo el universo de lo virtual, contienen cualquier potencialidad de existencia y preceden a todo acto de creación. Así, la inmersión en las profundidades del mar evoca una vuelta a la disolución de las formas y a la existencia indiferenciada (que persiste también fuera del agua en la capacidad para metamorfosearse de Proteo), mientras que emerger de las aguas se asocia con el acto cosmogónico y la diferenciación de las formas.

Entre los accidentes de la navegación se contaba también la total ausencia de viento, la conciencia de un abandono absoluto, la inercia que lanza al alma a una existencia inmóvil, interrumpida e irreal. El relato homérico remite a experiencias imaginarias y a dramas efectivamente vividos. ¿Hay acaso mejores palabras que las que mucho después utilizaría Melville para describir un aire y unas aguas tan inmóviles como los que atormentaron a Menelao en la isla de Faros? Nada más espantoso que la calma, leemos en Mardi: el que la vive llega a renegar de toda fe en la eterna estabilidad de las cosas. Para una estructura orgánica, para la cual el movimiento forma parte de su naturaleza, la inactividad y la calma absolutas trastornan la mente, multiplican los pensamientos sobre la eternidad, reducen a nada cualquier atisbo de libre albedrío. Es el «diabólico encanto» del que habla Joseph Conrad en La línea de sombra, la sensación de la hora de la verdad, de la catástrofe que anida en lo oscuro. Hasta el destino trágico de la Ifigenia de Eurípides está precedido del extraño silencio de los pájaros y de las aguas marinas. En el viaje de Ulises una repentina calma precede al canto de las sirenas. E incluso Goethe, en su viaje de vuelta a Nápoles—desde Mesina—, en 1787, cuando vio reinar una calma absoluta en el mar y el viento, contó que habría sido preferible naufragar contra las rocas de las sirenas y que «casi se fue a pique de la forma más extraña, con un cielo totalmente tranquilo y un viento en calma, precisamente a raíz de esta bonanza».

En la épica de Homero los sobreentendidos, las alegorías (ὑπόνοια) de la navegación en alta mar y de su relación con el destino del alma no sólo se refieren, naturalmente, a Menelao; también Aquiles y, obviamente, Ulises afrontan pruebas análogas. Aquiles habla de un «retorno» por mar cuando los mensajeros de Agamenón le piden que vuelva al combate:

mañana, tras ofrendar víctimas a Zeus y a todos los dioses

y cargar ricamente las naves, en cuanto las bote al mar,

verás, si es que tienes ganas y te importa,

surcando muy temprano el Helesponto, rico en peces,

a mis naves y, en ellas, a mis hombres remando con ardor.

Si me concede buena travesía el ilustre agitador del sueño,

al tercer día puedo llegar a Ftía, de buenas glebas.

Y este retorno a Ftía, como ya se ha observado, aparece también, en un contexto completamente distinto, en el Critón platónico, en el que Sócrates, en vísperas de su muerte, cuenta un sueño en el que una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco, lo llamaba y le decía: «Sócrates, dentro de tres días estarás en la fértil Ftía». La comparación de la muerte (o la vida) con la navegación y el mar remite a dos posibles significados (entre otros muchos): por un lado, la prueba del juicio; por otro, como lo entendía Porfirio, el descenso del alma que se encamina a la generación, en dirección contraria al fuego que la impulsa hacia los dioses. Los dos significados se integran recíprocamente. Porfirio recuerda que también Platón consideraba como materia, hyle (ὔλη), el mar y las extensiones de agua; quien navega sobre las olas, como Odiseo, recuerda forzosamente sus culpas hasta que llega a la patria. De algún modo tiene que aplacar «los démones que presiden los nacimientos»; no puede osar liberarse rápidamente de la vida de los sentidos, debe dejarse alcanzar por la ira de los dioses, que, como pena del juicio, le imponen los sufrimientos y las peregrinaciones más penosos. Platón señalaba en el Timeo (42d; 43ab, d) que la creación de los cuerpos mortales implicaba un movimiento desregulado, un flujo inestable e impetuoso, una «masa tumultuosa e irracional» (Timeo, 42d), la tempestad del desorden que en el Político (273e) se considera el mar infinito de lo heterogéneo (δύη, el par infinito).

No obstante, «irracional», privado de logos, parece un atributo genérico. ¿Qué es, realmente, en el Canto IV de la Odisea, la razón o el logos? Es bien sabido que logos es el sustantivo de legein y que legein denota, sobre todo, la operación de reunir mediante una selección, contando, un conjunto de cosas o personas. En la Odisea, Ulises selecciona mediante un sorteo a cuatro compañeros para que lo ayuden a cegar al cíclope y se cuenta (ἐλέγμην) a sí mismo como el quinto (IX, v. 335). En la Ilíada, legein (λέγειν) se sigue utilizando en este sentido, cuando se recogen los huesos de Patroclo tras haber quemado su cuerpo en la hoguera (XXIII, v. 239); cuando Agamenón compara las fuerzas de los ejércitos aqueo y troyano, imaginando que recorre las filas y cuenta a los guerreros (II, vv. 124-125); cuando se elige a los guerreros más fuertes para una emboscada (XIII, v. 276); cuando Aquiles, cansado de matar en la batalla, escoge a doce jóvenes troyanos, los saca a la fuerza del Janto y se los entrega a los suyos con las manos atadas, como esclavos, en compensación por la muerte de Patroclo (XXI, v. 27). También el célebre catálogo de naves y capitanes aqueos del Canto II de la Ilíada responde a esa exigencia de contar pasando revista, como hacen los pastores de cabras que dividen y vuelven a ordenar los rebaños que se han mezclado en el prado (II, vv. 474-475). Y sin duda difícilmente podría decirse que el catálogo homérico adolece de la frialdad, la indiferencia o el laconismo que solemos atribuir a las listas. La revista de las naves y la lista de los jefes exigían la invocación de las Musas, que habían sido las guardianas de las letras antes de que las descubriera Palamedes. La selección de los guerreros era una elección, una forma de sacar a la luz o de revelar, como indica el término griego apofainesthai (ἀποφαίνεσθαι) con que Aristóteles—como recuerda Heidegger—trataba de explicar el significado de legein. Así se entiende también en el Canto III de la Ilíada, en el que se vuelve a repasar la lista de los jefes aqueos, pero no se los enumera sin más: Helena le explica a Príamo quién es cada uno de ellos, lo cual sirve para describir qué aspecto y carácter tienen. Platón atribuía a las Musas el don de mantener unidas las cosas, vinculando en cada ocasión—con el logos del discurso socrático—lo grande con lo pequeño, lo positivo con lo negativo, el ser con el no ser: «… intentar separar todo de todo es, por otra parte, algo desproporcionado, completamente disonante y ajeno a la filosofía». También a las Musas se les atribuye la teoría de que el ser es al mismo tiempo uno y múltiple: «… ciertas Musas de Jonia y de Sicilia pensaron que era más fácil combinar ambos mitos y decir que el ser es múltiple y uno, pues el odio y la amistad lo unen. Discordando, siempre concuerda, dicen las más ásperas de estas Musas». Precisamente a las Musas, diosas del canto, de la poesía y de las letras, se les vuelve a atribuir la medición, la relación o el logos, en que tanto Heráclito como Platón vieron el nexo entre elementos opuestos y entre discursos múltiples.

Hesíodo invoca a las Musas en los primeros versos de la Teogonía para que le ayuden a redactar el largo catálogo de los dioses. Las Musas le contestan y le advierten de que también dicen muchas mentiras que parecen verdades (Teogonía, 27), señalando de entrada la consubstancial ambigüedad del logos. Y, sin embargo, cuando ellas quieren, de su boca sale la verdad: el insistente e interminable elenco de nombres de los dioses es prueba y evidencia de ello, como si el modo más convincente de decir la verdad se resolviera en una lista, en una enumeración de presencias reales o de simples apariciones en el escenario del mundo de las que es posible dar el nombre e indicar la cantidad.

También Nono de Panópolis invoca a las Musas antes de pasar revista a las filas de héroes que acompañan a Dioniso a la guerra de Asia, cuyo objetivo es destruir la estirpe de los indios. Así, la lista de los héroes, fiel al estilo de Homero, tiene el efecto de ordenar y unir en un único conjunto un ejército que Nono define como «innumerable» (ἀνήριθμον; Las dionisíacas, XIII, 1), de cuyos integrantes proporciona el nombre, la lengua y la procedencia geográfica. La lista, no obstante, parece un medio para evitar el extravío que el vagar y navegar de la expedición imponen a los héroes, una ayuda que recuerda a la que Menelao solicita al dios marino Proteo, que aquí parece identificarse con el mismo Homero (Las dionisíacas, XIII, 50). En Homero la operación de nombrar, numerar, ordenar en hileras o en filas es una prerrogativa de Proteo, el dios del mar que sale del agua y cuenta su rebano de focas. Proteo también indica a Menelao la medida (μέτρα), es decir, la duración del viaje. Salir del agua significa quedar purificados y liberados de lo sensible y además: «La sal es símbolo de la conciencia de uno mismo. Con ella se asocian: lágrimas, amargura, tristeza, chanza». Pero en los versos de Homero a los elementos naturales como el agua, la sal o la salinidad se añade el logos y el número. Proteo cuenta sus focas de cinco en cinco y se sienta entre ellas como un pastor en medio de sus ovejas, como el dios Tamuz de la tradición sumeria—cabría añadir—, que era también pastor de estrellas y cuya muerte y resurrección—parecida a la que se da en las tradiciones chamánicas más difundidas—es uno de los motivos más antiguos de la religión mesopotámica. El acto de reunir y contar tiene que ver con el hecho de ponerse a salvo de las aguas, como trata de hacer Noé mediante su arca, en la que embarca a todas las criaturas de la tierra seleccionadas y contadas de dos en dos. El mar, en cambio, es inabarcable: como dice el Prometeo de Esquilo (89-90), las olas del mar son innumerables sonrisas (ἀνήριθμον).

Menelao cuenta que después de haber pasado revista y contado a las focas, Proteo se acuesta entre ellas (Odisea, IX, v. 453). La forma verbal lekto (λέκτο, ‘se acostó’) es idéntica a la usada dos versos antes, lekto arithmón (λέκτο δ᾿ ἀριθμόν, literalmente: ‘contó, pasó revista enumerando’). Pero si bien los dos aoristos son idénticos, las raíces verbales son distintas: una es *leg-, que significa ‘reunir’ y ‘contar’, de la que proceden el griego λέγειν, el latín colligare y el italiano collega, y la otra es *legh-, que alude al acto de echarse y reposar, y corresponde al significado griego de léchomai (λέχομαι), en latín lectus, lectica y en alemán liegen y legen. ¿Hay algún nexo entre los dos ámbitos semánticos? Heidegger no dejaba de relacionar el λόγος de Heráclito—que significaba ‘palabra’ o ‘discurso’—con el alemán legen, que significa ‘descansar, echarse’ y, por tanto, ‘dejar que algo quede extendido’ junto o ante nosotros; una asociación que tendría que ayudar a comprender el verdadero sustrato, el acto original del que proceden la palabra y el lenguaje, que precisamente pretende desvelar la presencia de algo y ponérnoslo delante. En otro contexto, refiriéndose a Aristóteles, Heidegger llamaba la atención sobre un posible significado originario de logos como ‘cálculo’, ‘medida’ y ‘relación’. Pero el relato homérico deja ver perfectamente cómo también la operación de reunir y contar puede preludiar una especie de reposo y de renuncia y, finalmente, la metamorfosis. Proteo se echa y, poco después, el asalto de Menelao hace que todo cambie. La verdad, la videncia y la infalibilidad presuponen esta seguridad del contar o nombrar, la ocasión o la posibilidad de aferrarse a algo que mantenga invariada su forma y que, por ello, pueda ser objeto de episteme (ἐπιστήμη), de conocimiento.

La secreta armonía entre mito y logos se vincula, por otra parte, con la tendencia platónica a no trazar una línea clara de demarcación entre la ἐπιστήμη y los relatos de los dioses, así como con el hecho de que lo que aparece en la superficie, ya sea mito o relato fantástico, podría tener también, si se lo considera más profundamente, los atributos del logos.

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Autor: Paolo Zellini. Traductor: Juan Díaz de Atauri. Título: Número y logos. Editorial: Acantilado. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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