Este texto de Arturo Pérez-Reverte se escribió para el prólogo de la edición conmemorativa de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, que 2003 publicó la editorial Seix Barral.
Un día, conversando con mi querido Juan Marsé, le dije que Últimas tardes con Teresa es una novela de aventuras. Se me quedó mirando un instante, fijo, con su cara de tipo duro, de boxeador marcado por la vida, y respondió “puede ser”. Luego lo pensó un poco más y movió la cabeza despacio, asintiendo. “Quizás –añadió– en cierto modo sea una novela de aventuras”. Después hablamos de otras cosas, y nunca supe si aquello lo dijo por cortesía o porque realmente estaba de acuerdo con mi punto de vista.
Ahora acabo de releer el libro –es la cuarta vez en treinta años que sigo la huella, página a página, de Manuel Reyes, alias el Pijoaparte– y confirmo lo que le dije a su autor: Últimas tardes con Teresa es una novela de aventuras. Eso no resulta extraordinario si consideramos que, desde Homero, la historia de la literatura se refiere, casi siempre, a la aventura del ser humano moviéndose por un territorio hostil, en pos de un deber, una pasión, una idea, un amor, una cita ineludible con el azar o el Destino.
Lo que ocurre es que, en el caso de Manolo el Pijoaparte, ese conflicto se traslada de los escenarios clásicos, el mar, la guerra, las praderas, la selva misteriosa, el desierto, a un paisaje inmediato, próximo, tan gris y falto de esperanza como la realidad del hombre atrapado por la tela de araña que él mismo teje: el equívoco, la ambigüedad, la ambición, el dinero como presunta dignidad, el sexo y su doble filo como salvación y como trampa. Excluyo deliberadamente la palabra amor, porque tengo la impresión de que, salvo en momentos puntuales y casi a su pesar –esa pareja enlazada en medio de una melancólica nube de confetti, al final de la fiesta y al final del verano– ninguno de los dos personajes principales de esta novela está realmente enamorado del otro. O de lo que de verdad es el otro. De ser correcta esa apreciación, Manolo Reyes y Teresa Serrat, enfrentados a lo imposible pero librando cada uno su propia guerra, se moverían a tientas por el confuso y peligroso paisaje fronterizo que es la vida, utilizando ciertas palabras –solidaridad, política, revolución, amor– sólo como armas defensivas y ofensivas. Como consuelos o pretextos.
En realidad, supongo, el ser humano vive –escribe, lee– siempre la misma aventura. La misma novela. Lo que pasa es que a veces un escritor recupera, repuebla o coloniza, con su talento, ese territorio a la vez familiar y enigmático, actualizándolo de modo magistral para su tiempo y sus coetáneos. O, más bien, fijando para siempre a éstos en aquél. Es entonces cuando aparece la obra maestra: el texto que se convierte en referencia indispensable a la hora de recordar, de interpretar, de situar, los avatares del corazón humano en el marco de un mundo o una época.
En tal sentido, Últimas tardes con Teresa es una obra maestra. Y lo es porque sobrevive a su tiempo y, en cierto modo, al autor mismo. Todo novelista muere al acabar un libro; mientras el texto queda ahí, desgajado del tronco en un momento concreto de su vida, ésta continúa, cambian el corazón y la mirada del autor, y es otro hombre –transformado, además, por el acto de escribir esa novela– quien escribirá futuras páginas. En cuanto a la obra terminada, ésta queda atrás, a la deriva, corriendo primero la suerte inmediata de los lectores –único árbitro de choque en la materia–, y sujeta luego al filtro implacable de los años. Y de ese modo, sometidas a la purga sin misericordia del tiempo, hay novelas que viven y novelas que mueren, sin que eso tenga relación directa con su éxito, calidad o perfección.
Cuarenta y tres años después, Últimas tardes con Teresa sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos –si quisieran– los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes literarios mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX.
Pese a situarse en un momento social y político concreto –el ecuador del largo franquismo–, la historia de la niña de buena familia catalana y el joven charnego no quedó atada a su contexto temporal; y eso es lo que ha hecho posible que envejezca, si tal es la palabra, con la solera y la autoridad de las grandes obras. Lo de menos es ya que transcurra en la Barcelona de mediados del pasado siglo, cuando, vaso de whisky en mano, los cachorros de la alta burguesía catalana jugaban a pronosticar la inminente caída del franquismo esperando que el trabajo lo hiciesen los obreros –aquella estéril izquierda de barra de bar nunca perdonó a Juan Marsé su disección implacable–, y cuando el proletariado de las grandes ciudades se debatía entre la lucha revolucionaria y la tentación de integrarse en las ventajas y placeres del sistema.
Interés costumbrista o histórico aparte, al lector actual, goce de memoria o carezca de ella, todo eso no le importa demasiado; porque lo que se narra en estas páginas, despojadas por los años de sus claves inmediatas, es algo que sucede cada día, en cualquier escenario geográfico y temporal. A quien ahora lee El Rojo y el negro o La Comedia humana le importa menos la Francia burguesa del XIX que el conflicto, siempre viejo y siempre nuevo, que se anuda en el ambicioso corazón de un hombre joven: esa aventura de quien, en pos de un sueño, se dispone a internarse en un mundo lleno de tentaciones y de peligros que Teresa Serrat, la Mujer, simboliza, resume y desencadena. Y así, recordar, con Manolo el Pijoaparte, a Julián Sorel o a Rastignac, no es una simple asociación crítica. Son la misma carne y la misma sangre de héroes: el mismo ideal, cada uno a su modo, y en su mundo.
Todo está escrito ya desde los clásicos griegos y latinos, y todo debe ser escrito de nuevo. La gran literatura, la de siempre, no es otra cosa que la misma, eterna y apasionante historia lúcida del hombre, fijada en hitos temporales, obras sucesivas, clásicos que la ofrecen a nuevas generaciones de lectores cada vez que el talento de un narrador desempolva este o aquel aspecto del corazón humano, le infunde vida y lo pone a circular de nuevo. Historia, narración, novela donde cada lector se reconocerá; porque, a fin de cuentas, se trata de su propia historia.
Juan Marsé tiene el más precioso don del narrador: hacer que nada de lo que cuenta nos parezca ajeno. Por eso, como en los viejos relatos de aventuras donde, equívocamente, todo resulta más obvio, ya desde las primeras páginas de Últimas tardes con Teresa, cuando Manolo Reyes –vestido de domingo con la misma minuciosidad con que los guerreros y los héroes de antaño se equipaban para el combate, la terra incógnita o la caza de la ballena–, empuja la verja del jardín de la casa de San Gervasio y avanza por el sendero de grava, al encuentro del sueño encarnado en una mujer a la que todavía sólo intuye, el lector siente el aroma del peligro; la inquietante certeza de adentrarse también, con él, en territorio enemigo. Y muchas páginas después, consumada la historia y la aventura, lo reconoce –se reconoce– en el triste bar por donde pasa la sombra cansada del héroe, tras la batalla.
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Se apagó la vida de un guerrero. Ha muerto Juan Marsé, el último de nuestros clásicos, luchador honesto y solitario, ninguneado durante décadas por el nacionalismo local. Adiós a un maestro y un amigo. Como homenaje, mi prólogo a Últimas tardes con Teresa https://t.co/dd3qGOztRl
— Arturo Pérez-Reverte (@perezreverte) July 19, 2020
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