Hace más de dos mil años, cuando un pequeño pueblo fue expulsado de su tierra y condenado a un largo exilio en Babilonia, un grupo de sacerdotes, temeroso de que se perdieran las antiguas tradiciones, ordenó por primera vez ante la mirada de decenas de individuos afligidos unas tablillas de barro en las que se relataba su historia. Todo en ese relato demencial, que empezaba a formarse como un librito de viñetas, resultaba aterrador: la creación del hombre en un laboratorio natural, a manos de un solitario representante (el Fausto de las noches del espacio) de lo que más tarde sería conocido como terror cósmico; la metamorfosis de diablos en reptiles; la engañosa realidad que se revestía de encantamientos al morder aquellos frutos lisérgicos que pendían de los árboles; los experimentos genéticos a que una raza extraterrestre —los hijos de los dioses— sometía a las hijas de esa nueva creación, y que dieron lugar a una salvaje raza de gigantes de la que nunca más se supo, pero cuya historia quizá está siendo contada todavía en las pinturas rupestres de Hail y en los extraños vigilantes de los cielos de las islas polinesias; las retorcidas instrucciones para sobrevivir a un apocalipsis de lluvias torrenciales; los pueblos arrasados con azufre por ángeles abstractos, revestidos de ojos semejantes a cristales (los que luego vería Hadewijch, al mirar espantada entre los dedos), y que dejaban a su paso un retrato del pecado de la curiosidad en la forma de torcidas y brillantes esculturas salinas. Las historias terroríficas conservadas en esas tablillas abarcaban milenios, y exhibían un poder sobrehumano que llegaba a arrancar a un rey de la tierra y hacerlo despertar, todavía envuelto en su armadura, en la pesadilla de ese mundo que esperaba haber dejado atrás. Sin duda la aparición de Saúl ante Samuel, surgiendo literalmente de la tierra por obra del hechizo de la bruja de Endor, es uno de los capítulos más escalofriantes —en un sentido ctónico del término, y por llamar de alguna manera a lo que ocurre cuando algo hurga inesperadamente por debajo de nuestra encarnadura mortal— de la historia judía, y uno de los momentos culminantes de la narrativa universal de terror. Una resurrección tan espectacular e icónica como la de Jesús, que conocemos por elipsis, puede resultar no menos perturbadora (esos lienzos arrebujados junto a la piedra desplazada, y ese ángel sentado sobre el túmulo, hablan el mismo lenguaje de los cuadros de Chirico o el de algunos relatos de Cortázar), pero el impacto psicológico que supone ver al viejo rey Saúl regresando a la tierra, vestido con sus hierros maltrechos y con ese semblante falto de sueño, marcado por todos los tormentos del infierno, es mucho más profundo y duradero que el neblinoso retrato de una ausencia. Los fantasmas nada imaginarios de M. R. James o las proyecciones mentales de la mansión Bly, que en términos de proximidad temporal están para nosotros al alcance de la mano, vienen, de hecho, de ese mismo lugar.
Lovecraft no fue el primero en examinar la posibilidad de que antes de la aparición del primer hombre pensante y percipiente sobre la tierra hubiera existido una raza anterior e infinitamente más poderosa, una familia de seres primordiales que acabaron por ser expulsados a los confines de la oscuridad universal por otros seres aún más poderosos que ellos. Pero sí fue el primero en catalogarlos y describirlos, en delimitar el mapa de su influencia en nuestra corteza psíquica y en examinar los hechizos que permitían su vengativo retorno a nuestro mundo. Su tarea clarificó los universos hasta entonces rara vez solapados del terror (podría decirse que las narrativas que incorporaban criaturas primordiales fue una tradición perdida tras su disolución en una serie de mitologías donde aquellos extraños dioses se revestían con la misma materia que daba su apariencia al arquetipo humano), y demostró que el fantasma desencajado y convencional que seguía presentándose de madrugada con sudarios apolillados podía ser perfectamente un agente de la raza de los dioses ancestrales si se le vestía con un atuendo adecuado para la ocasión. La extraña aparición, por ejemplo, que tiene lugar en el ático otrora ocupado por el brujo Keziah Mason responde a las reglas del galimatías geométrico que conforma esa parte de la casa, una imaginativa evolución de las puertas, visibles o invisibles, que se abren a otras dimensiones, y cuya arquitectura han revisado desde William Hope Hodgson hasta Gene Wolfe, pero por lo demás apenas se diferencia del acostumbrado espectro que transita con sus cadenas la literatura romántica o victoriana. Lovecraft añadió, sin embargo, un nuevo lugar de origen para lo que habían sido hasta entonces criaturas en el limbo, una nueva y más siniestra familia de adopción y un nuevo lenguaje de representaciones. En pocas palabras, las leyes que gobiernan ese panteón imaginario que tantas veces el escritor de Providence exploró en sus sueños permiten la co-existencia de dos mundos que sólo en su origen no habían estado separados (el fantasma de Saúl, por así decir, reinsertado en el paisaje misterioso donde un día reinaron los dioses de la astroarqueología), y eso nos obliga a examinar una enigmática familiaridad de contenidos entre el alma que abandona el cuerpo y la oscuridad que aguarda al otro lado, entre una conciencia encarcelada en la materia y las terribles criaturas cuasi inmortales que tratan de apoderarse de ella.
Interesado en la arqueología tanto como en la historia, en el teatro del inconsciente como en la relojería cósmica de los estudios astronómicos, Lovecraft se atrincheró en su reducida biblioteca y descubrió un nuevo mundo que fue laboriosamente explotado durante casi un siglo. Algunos de sus recursos se vieron agotados de inmediato por sus seguidores —Derleth se las ingenió para llevar el terror cósmico de su mentor al territorio conocido de Doyle y Dickson Carr, creando un modelo narrativo enormemente entretenido pero muy superficial—, mientras que otros se vieron relegados a ocupar un reservorio aprovechable en el futuro en tanto aguardaban a que el pánico atómico de 1950, el batiburrillo ideológico de 1960 y la nostalgia convertida en éxito comercial de 1970, se olvidaran de escarbar en el córtex de la psicogeografía urbana y se fijaran más bien en las grietas que habían empezado a aparecer en los rascacielos de la ciudad y las casas apiñadas de los suburbios. Por esas grietas, escritores como Ligotti, un melancólico y depresivo editor de revistas caseras dedicadas al terror, empezaron a ver el abismo de abigarrada oscuridad en el que en realidad se sostenía la carta geográfica de nuestra cacareada civilización, y el difícil equilibrio en el que naufragaba una humanidad inconsciente y siempre a punto de precipitarse hacia la nada. Lo que él, y otros como él, llegaron a atisbar a través de esas grietas fue una oscuridad deshabitada que se agitaba desde un vórtice remoto, sin preocuparse por aquella conciencia atormentada cuyos gritos lanzados al vacío no encontraban ningún eco, y mucho menos una respuesta. Los relatos que escribieron constituyen un desgarrado canon hipertrofiado que sigue recorriendo la noche del espacio sin encontrar esa conciencia atenta en la que reverberar.
Es curioso que Ligotti, partiendo de Arkham y de Miskatonic, abriera desde la clandestinidad caminos desapercibidos por el propio Lovecraft y que sus cuentos hayan sido tan poco conocidos —excepto para los verdaderos seguidores del género— hasta prácticamente el borde del milenio, con la publicación del recopilatorio La fábrica de pesadillas (1996), pero su trabajo desde las sombras ha permitido la catalogación e identificación de especies similares que de otro modo hubieran sido ignoradas por completo, por no decir que posiblemente ni siquiera existirían, salvo bajo un taxón del género del terror muy diferente del que permite clasificarlos como descendientes de esa rama sempiternamente espantada por la falta de sentido de un universo que ignora a sus moradores. Christopher Slatsky pertenece a dicha categoría, aunque antes de seguir adelante es preciso hacer una aclaración: ninguna pertenencia supone por sí misma una derogación de las cualidades artísticas personales ni una servidumbre a temas y estilos. La categoría es simplemente una fórmula para situar a un autor y su imaginario dentro de una corriente estética o de un escenario concreto. Ligotti es, en ese sentido, tan catalogable en términos de una especie derivada de Lovecraft como Slatsky lo es en el de las especies post-Ligotti (y Lovecraft en el de una especie más compleja nacida de las relaciones incestuosas entre escritores anglosajones y sus antepasados germanos), pero igual que Ligotti desarrolla unas alas propias y un color como venido del espacio que nunca estuvo en Lovecraft, las ramas nacidas de Ligotti pueden construir su propia y rebuscada morfología sobre la única deuda de un arquetipo común, y lo que importa es que se trate de especies tan extrañas y fabulosas, tan distintas de lo anteriormente concebido e imaginado, que uno sólo quiera incrustarlas en cristal y observarlas detenidamente, cuando no llevárselas a la boca y comérselas si tal cosa fuera posible. He aquí el caso de Christopher Slatsky y en particular el de su libro El inconmensurable cadáver de la naturaleza.
Algo que enseguida vemos en los relatos de Slatsky —quince en esta colección, sumando los ensayos que se dejan caer entre medias de los cuentos como apologías y respiraderos— es que toda semejanza de partida con los representantes de una antigua tradición se olvida enseguida ante un estilo y una imaginería absolutamente personales. Es verdad que Slatsky se pasea por territorios que otros antes que él convirtieron en su propiedad, como es el caso de los aeródromos abandonados, las torres de vigilancia y las áreas de descanso en las que no hace tanto tiempo Ballard dejó bien impreso su sello; pero ese paseo aparentemente recreativo encubre en realidad las inevitables tareas de reconocimiento para un apoderamiento completo del lugar, y uno se siente felizmente recompensado al comprobar que los enclaves en los que se había acostumbrado a descubrir la huella visible de un maestro inglés Slatsky los ha reelaborado para compartir con toda justicia unos derechos propietarios. Ese relato en concreto, “Aeródromos abandonados”, con sus espacios desplegados hacia las montañas para recibir el fantasma de aeroplanos desaparecidos y el enigma de un astronauta que surge de un cráter en medio de la nada es tal vez lo más ballardiano que un buscador de texturas lovecraftianas puede leer en lo que se erige, con las alas bien abiertas, como una especie Ligotti absolutamente rica y diferenciada. Pero este golpe seco y resonante en cada uno de nuestros chakras de lector es todavía el más suave que vamos a recibir a lo largo de una antología que —pienso especialmente en la extrañeza final de “La estatuilla”— es preciso leer con el oído muy afinado al murmullo que suena entre las líneas. Este es otro detalle que diferencia a Slatsky de Ballard o Ligotti: sus relatos no parecen calculados, sino más bien guiados por esa fuerza que opera en los espacios en blanco, allí donde uno no encuentra más que imágenes iluminadas en un rapto cuyo origen no sabemos bien dónde está. O por decirlo de otra manera: los hallazgos misteriosos que Ballard y Ligotti (y también Lovecraft) veían reunirse a sus pies cuando se retiraba la marea de un inconsciente que gestaba una historia, Slatsky se los encuentra mojándole las manos en el preciso momento de escribir. En cuanto a criterios de calidad, aquí una cosa no es necesariamente mejor que la otra. Se trata sencillamente de una diferencia de pulidos, y no de la calidad final de un objeto misterioso cuya singularidad radica en el tipo de playa en el que ha sido encontrado.
Esos objetos misteriosos brillan con una insistencia y una luz muy particulares en todos los relatos de Slatsky, pero creo que nunca son tan deliberadamente abstractos —en oposición a un lineal figurativo que condicione nuestra imaginación con organismos preconcebidos— como en los relatos que he mencionado y en estas tres creaciones que valen por todo el libro: “Las fuerzas motrices del océano”, “Mujer cirujana invertida” y “El incomensurable cadáver de la naturaleza.” El primero relata el viaje de una mujer por una casa que conserva intacto el pasado en el que transcurrió su infancia, como un museo de cera en movimiento más que como esa colección de seres transparentes emitidos recurrentemente por la prodigiosa invención de Morel. “Mujer cirujana invertida” es prácticamente un diálogo teatral en el que un arquetipo japonés, la “dama con mandíbula de marioneta”, deja de ser una leyenda urbana local para (entre otras cosas) introducirse en el misterio mismo de la Dalia Negra. “El incomensurable cadáver de la naturaleza” es una maravilla desde la idea de partida (el suicidio colectivo de una secta antinatalista que trata de contactar desesperadamente con la naturaleza), y una revisión alucinada del horrible final que sufrieron los seguidores de Jim Jones: terminada su lectura, se tiene la sensación de que acabamos de encontrarnos con una suerte de inesperada guía de supervivencia en un mundo —ese que compartimos a este lado de la página— que se está convirtiendo progresivamente en una global y autohipnotizada Jonestown.
“Mujer cirujana invertida” apareció originalmente, con un título distinto, en Phantasm/Chimera, una antología con los mejores relatos escritos por diez o doce de los mejores autores del panorama de género en inglés, y esto me viene muy bien para decir dos o tres cosas más, antes de terminar, acerca de ese panorama y del nuestro. Sobre el nuestro, y ya muertos y enterrados un buen montón de fanzines que a lo largo de más de un cuarto de siglo (ca. 1980—ca. 2010) tuvieron el papel cohesionador que las revistas underground americanas no han dejado de tener desde comienzos del siglo XX —por su condición transversal y nada específica, las revistas para todos los públicos que acogieron los relatos de Poe y de Hawthorne, e iniciaron una tradición que todavía hoy se conserva, las dejo al margen—, y que han permitido el intercambio de ideas, consciente o inconscientemente, entre escritores no necesariamente de la misma generación durante más de cien años, el asunto se resume de manera muy sencilla: en general, parece existir una arraigada confusión hacia lo que significa, más allá de la mera superficie, el género del terror. Pese a que todo en dicho género parece depender de un modelado específico de los materiales de trabajo, de una maliciosa destreza a la hora de unir adjetivo y sustantivo dentro de una serie de convenciones —una confusión que se acentúa y hasta parece justificarse si nos imaginamos a uno de los padres modernos del género mezclando ingredientes en un laboratorio bajo la guía de su propia filosofía de la composición—, lo cierto es que nuestra sensación de ruptura o, cuando menos, de distanciamiento respecto a la normalidad que identificamos bajo esa categoría literaria en realidad nunca depende de la extrañeza forzada del entorno, sino de una especial forma de mirar de quien encuentra esa extrañeza en lo cotidiano en virtud de quién sabe qué disposición artificial o natural (consumo de drogas, brotes psicóticos, ese “algo importante” que según Calasso se halla en el origen de los “libros únicos”) para reconocer las brechas que tocan con algún otro lado, y que los tranquilos ciudadanos confunden con bañeras, puertas o fotografías familiares. El terror, en pocas pero muy sentidas palabras, es ante todo una proyección, un remodelado del mundo exterior a través de los reflejos y refracciones producidos por el cristal interior del artista, tallado a lo largo de una vida, y que hace irradiar la luz general de una manera particular. Esta definición, por supuesto, no se diferencia en nada de la que emplearíamos para describir lo que sucede en cualquier otro género (y a decir verdad, en cualquier otro arte), salvo por el hecho de que la luz que desvía nuestro cristal interior adopta sobre el mundo un sesgo señaladamente macabro. En España el problema con el género proviene de la idea de que el terror —o simplemente lo fantástico— consiste en una reconfiguración más o menos original del espacio narrativo, una cuestión de organizar técnicamente los materiales consensuados: la ciudad en ruinas, la criatura sobrenatural, y así sucesivamente. El asunto de la experiencia personal transformada artísticamente en un escenario de pura extrañeza apenas, por no decir nunca, suele ser un ingrediente en el caldero. ¿Sucede eso en el terror o el fantástico americano? Realmente no lo sé, pero me comprometo a hacer lo posible por saberlo, aunque hay algunas pistas: a diferencia del caso español, en el mundo anglosajón la existencia de revistas y fanzines dedicados al género durante más de un siglo ha evitado una ruptura de la tradición entre generaciones y, con sus inevitables altibajos, en cada una de las décadas del siglo XX podemos encontrar novelas y relatos que demuestran que algo muy profundo estaba sucediendo, si no al nivel del individuo ante el mundo, sí, al menos, al nivel de un lenguaje ante la historia. En otro momento me meteré en esa camisa de once varas, o más bien esa dama de hierro, que supone explicar esto con la debida claridad. Pero no querría salir corriendo de aquí sin decir que un resultado de esa extrañeza del lenguaje ante la historia es la reciente generación de escritores de terror en lengua inglesa, con ese encantador inadaptado llamado Matthew Bartlett autoeditándose estilizadas maravillas desde las planchas de una Leeds (Massachusetts) tan siniestra como Arkham, y algunas rarezas de la rama Ligotti (Brian Evenson, Jon Padgett, Matt Cardin, Livia Llewellyn y el mismo Christopher Slatsky) con su propia y retorcida gama de alas y colores, un mosaico de nuevas especies del terror a las que ahora es posible acercarse en español gracias a la excelente labor de Dilatando Mentes, que en poco tiempo se ha convertido en la principal referencia de lo que se está escribiendo hoy mismo en la lengua de Lovecraft y Ligotti. A todos ellos les cuadra perfectamente aquello que William Burroughs, con la experiencia de quien ha pasado media vida en calabozos y debatiéndose bajo las agujas de médicos y psiquiatras dementes, reprochó a un joven Ginsberg en una de sus cartas: “Humano, Allen, es un adjetivo, y que se use como sustantivo ya es en sí lamentable.” Así Slatsky, y así todos esos autores que brillan junto a él: nuevas despedidas de lo humano sustantivo.
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Autor: Christopher Slatsky. Traductor: José Ángel de Dios García. Título: El inconmensurable cadáver de la naturaleza. Editorial: Dilatando Mentes. Venta: Todos tus libros,
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